**Cuando no pude dejar ir a mi ex**
¿Vas otra vez a verla?
Lucía clavó la mirada en su marido. Diego seguía atándose los zapatos sin inmutarse.
A ver a los niños, Lucía. A los niños, no a ella murmuró, ajustándose los cordones. ¿Cuánto tiempo vamos a seguir con esto?
Lucía calló. Sus labios se apretaron en una línea fina. Mil palabras le quemaban la garganta, pero ninguna salió.
Antes de casarnos no era un problema continuó Diego, levantándose y cogiendo la chaqueta del perchero. Sabías que tenía hijos. Te lo dije desde el principio. Dijiste que lo entendías. ¿Y ahora qué? ¿Celos? ¿Interrogatorios?
Lucía apretó los dientes con más fuerza. Diego se echó la chaqueta al hombro y, sin esperar respuesta, salió por la puerta. El cerrojo sonó, y ella se quedó sola.
Pasaron unos segundos antes de que pudiera moverse. Sus piernas parecían de plomo. Cayó en el sofá del salón y encendió la tele, poniendo cualquier serie tonta. Ruido de fondo. Algo para ahogar sus pensamientos.
Llevaban tres años juntos. Dos de ellos, casados. Y sí, lo sabía desde el principio. Divorcio. Dos hijos. Un niño y una niña. Diego se lo contó en su tercera cita. Entonces, Lucía sonrió. Dijo que no era un problema. Que lo entendía. Que los niños no eran un obstáculo.
Ahora esas palabras le sonaban ingenuas, estúpidas.
Cubrió sus ojos con una mano y respiró hondo. Contener las lágrimas era cada vez más difícil. El pecho le pesaba como si una losa invisible lo aplastara.
Con el tiempo, la situación se volvió insoportable. Dos veces por semana. Sin falta: martes y sábado. Diego se iba a casa de su ex. En teoría, a ver a los niños. Pero se quedaba a cenar. Pasaba horas con su exmujer. Con Sandra.
Lucía sabía que era absurdo. Confiaba en su marido. O al menos, intentaba convencerse. Pero algo en su interior le advertía del desastre. Una corazonada que le revolvía el estómago.
Cuando Diego se marchaba, Lucía se quedaba sola en el piso. Se hundía en la autocrítica. Se reprochaba no defender su postura. Ceder ante las promesas de su marido. Callar cuando debería gritar.
Agarró el móvil y escribió rápido a su amiga.
«Otra vez está con ella».
El teléfono vibró: una llamada. Era Elena.
Hola respondió Lucía, intentando que su voz no temblara.
Lucía, ¿qué estás haciendo? Elena no anduvo con rodeos. ¿Cuánto vas a aguantar esto? Te está engañando. Es obvio.
No, Elena, no lo entiendes empezó Lucía, pero su amiga la interrumpió.
Lo entiendo perfectamente. Dos veces por semana se va a casa de su ex. Se queda hasta la noche. ¿Y me vas a decir que están jugando con los niños?
Lucía se pasó una mano por el rostro. Sabía que Elena tenía razón, pero admitirlo en voz alta era reconocer que su matrimonio era una farsa.
Dice que entre ellos no hay nada susurró. Que solo va por los niños.
Dios mío, qué ingenua eres suspiró Elena. Lucía, ábreme los ojos. Los hombres normales no pasan la noche en casa de sus ex. Los normales recogen a los niños, salen con ellos y los devuelven. El tuyo cena en su cocina, come su cocido y, seguramente, le coge la mano cuando los niños no miran.
Elena, basta apretó Lucía el teléfono.
¿Basta? Vale. Pero recuerda mis palabras. Te va a hacer sufrir. Y cuando pase, no digas que no te avisé.
La llamada terminó. Lucía miró al techo. En la tele, alguien reía a carcajadas. Pero a ella le daba igual.
Diego volvió cerca de la medianoche. Escuchó cómo se desvestía en el pasillo, cómo entraba al baño. Cuando se acostó a su lado, Lucía olió un perfume ajeno. Dulce, empalagoso.
No preguntó por qué llegaba tarde. No tenía fuerzas. Pero Diego habló mientras se acomodaba.
Perdona la hora. La niña tenía que hacer una manualidad para el cole. La ayudé murmuró, cerrando los ojos. Hizo una vaca con piñas. Quedó graciosa.
Lucía asintió en la oscuridad, aunque Diego no la veía.
Así siguieron varios meses. Martes. Sábado. Ida. Vuelta. Olor a perfume ajeno. Excusas.
Hasta que Diego cambió. Se volvió hosco, distante. Pasaba las noches mirando el móvil, frunciendo el ceño. Lucía intentaba preguntar qué pasaba, pero él la esquivaba. Refunfuñaba algo incomprensible y se iba a otra habitación.
Unas semanas después, Diego le soltó la noticia:
Oye, este viernes tenemos una cita doble.
Lucía giró la cabeza, sorprendida.
¿Con quién?
Con Sandra y su nuevo novio.
A Lucía se le quitó un peso de encima. ¿Entonces Sandra tenía a alguien? ¿Diego no estaba con su ex? ¿No la engañaba? ¿Sus miedos habían sido infundados?
Una sonrisa apareció en su rostro. Se giró hacia Diego y le abrazó por el cuello.
Claro, vamos.
El viernes llegó rápido. Lucía hasta se compró un vestido nuevo. Azul claro, ceñido. Quería lucir bien. Demostrarle a Sandra que era digna de Diego. Que era la elección correcta.
Llegaron a una cafetería en el otro extremo de la ciudad. Un sitio acogedor, con mesas de madera y luz tenue. Sandra ya estaba allí con un hombre de unos cuarenta años. Alto, deportista, sonrisa agradable.
Hola Sandra se levantó para saludar. Este es Jorge.
Lucia sintió alivio. Sandra iba bien vestida, arreglada. Jorge asintió, estrechando la mano de Diego. Se sentaron.
Lucía tenía buen presentimiento. La velada sería tranquila. Se conocerían, charlarían y cada uno seguiría su camino.
Pero la cita fue un desastre.
Diego pasó la noche intentando marcar territorio. Interrumpía a Jorge. Demostraba que conocía a Sandra mejor que nadie.
Jorge pidió una pizza picante. Diego saltó:
A Sandra no le gusta lo picante.
Lo sé respondió Jorge con calma. Esto es para nosotros. A ella le pediremos otra cosa.
Pero Diego no paró.
¿Te acuerdas, Sandra, cuando fuimos a la playa con los niños? siguió, ignorando a Jorge. El niño encontró una medusa. Creía que era un juguete.
Sandra asintió, pero su gesto era de fastidio.
Diego, eso fue hace años dijo, intentando cambiar de tema.
Él siguió. Historias de los niños. Del pasado juntos. De cuando eligieron el carrito de la niña. De las noches sin dormir por los cólicos del pequeño.
Lucía calló, apretando su vaso de agua. Cada palabra de Diego le dolía. Veía que Sandra también estaba incómoda. Intentaba pararlo con la mirada, pero él no captaba la señal.
Entonces lo entendió. Diego no había superado a su ex. Seguía aferrado a ella. A su pasado. A los recuerdos.
Y ella, Lucía, sobraba. Era el plan B. El reemplazo temporal.
Sonó su móvil. Un robot del banco. Pero agarró la excusa. Fingió que era su madre, que había una urgencia.
Perdonad, tengo que irme. Es importante.







