No dejamos entrar a nuestra hija en casa —¿Y por qué no la dejasteis entrar? —se atrevió a preguntar Verónica, la duda que más le atormentaba—. Antes nunca le cerrabais la puerta… La madre esbozó una sonrisa amarga. —Porque tengo miedo por ti, Nica. ¿Crees que no vemos cómo te escondes en un rincón cuando tu hermana se presenta a las tantas? ¿Cómo escondes los libros para que no te los estropee? Ella te mira y se enfada, se enfada porque eres normal. A ti te espera otra vida, la suya se ahogó hace mucho en el fondo de una botella… Verónica encogió los hombros sobre el libro abierto—en la habitación de al lado volvía a empezar el escándalo. El padre ni se quitó la chaqueta; estaba en el pasillo, apretando el móvil y gritando. —¡No me vengas con cuentos! —bramaba al teléfono—. ¿En qué te lo has dejado todo? ¡Han pasado dos semanas desde la nómina! ¡Dos semanas, Larisa! Tatiana asomó desde la cocina. Escuchó el monólogo un minuto, luego preguntó: —¿Otra vez? Valeriy hizo un gesto y puso el altavoz—de inmediato se oyeron sollozos. La hermana mayor de Verónica tenía dotes para enternecer hasta una piedra. Pero los padres, después de tantos años de sufrimiento, se habían blindado. —¿Qué es eso de que “te han echado”? —Valeriy empezó a recorrer el estrecho pasillo—. Hace bien. ¿Quién aguanta ese estado perpetuo de desastre? ¿Te has mirado al espejo? Tienes treinta años y la cara como un perro apaleado. Verónica entreabrió la puerta de su cuarto unos centímetros. —Papá, por favor… —cesaron los sollozos. —Ha sacado mis cosas al portal. No tengo a dónde ir. Llueve, hace frío… ¿Puedo ir a casa, sólo un par de días? Te juro que sólo quiero dormir. La madre dio un paso brusco, quiso coger el teléfono, pero Valeriy se giró de golpe. —¡No! —cortó—. No vas a poner un pie aquí. ¿Quedamos en algo la última vez? ¿Quedamos o no? La vez que te llevaste la tele al empeño, aprovechando que estábamos en el campo. ¡Desde entonces tienes la puerta cerrada! —¡Mamá! Mamá, dile algo—gritó la voz por el altavoz. Tatiana se cubrió la cara con las manos. Los hombros le temblaban. —Larisa, hija… —musitó sin mirar al marido—. Te llevamos al médico. Nos prometiste que sería la última. Dijeron que tres años duraba el tratamiento. ¡Ni un mes has aguantado! —¡Esos tratamientos no sirven de nada! —soltó Larisa, y su tono cambió de la queja a la rabia—. ¡Sólo os sacan el dinero! ¡Estoy fatal, ¿entendéis?! ¡Me quemo por dentro, no puedo ni respirar! ¿Y vosotros, que si la tele…? ¡Ya os compraré otra! —¿Con qué dinero? —Valeriy se quedó mirando fijo a la pared—. ¿Con qué, si te lo has fundido todo? ¿Otra vez les has pedido a tus coleguis? ¿O has mangado algo del piso de ese… cómo se llame? —¡Eso da igual! —saltó Larisa—. ¡Papá, no tengo dónde dormir! ¿Queréis verme tirada bajo un puente? —Vete a un albergue. Donde quieras, pero aquí no entras—la voz de su padre sonaba aterradoramente serena—. Cambio la cerradura si apareces por el portal. Verónica estaba sentada en la cama, abrazando las rodillas. Normalmente, cuando la mayor sacaba de quicio a los padres, el enfado acababa descargándose contra ella. —¿Y tú qué miras? ¿Otro día con el móvil? Vas camino de ser igual de inútil que tu hermana—frases que llevaba tres años oyendo. Pero hoy ni la miraron. Nadie gritó ni la criticó. El padre colgó, se quitó el abrigo y ambos se metieron en la cocina. Verónica salió al pasillo, sigilosa. —Valera, no puede ser—lloriqueaba la madre—. Se va a perder del todo. Sabes cómo se pone cuando entra en ese estado… No responde de sí misma. —¿Y tengo que responder yo por ella? —el padre puso a hervir el agua con estrépito—. Tengo cincuenta y cinco años, Tania. Quiero volver a casa y sentarme en mi sillón. No quiero esconder la cartera. Ni aguantar a los vecinos diciendo que la han visto en el portal con gentuza. —Es nuestra hija—murmuró la madre. —Hija fue hasta los veinte. Ahora es un lastre que nos absorbe la vida. Bebe sin remedio, Tania. Y no se cura si uno no quiere. Y ella no quiere. Le gusta esa vida: se despierta, encuentra, vacía un cartón y se apaga. Sonó el teléfono. Los padres callaron. Se oyó la voz del padre. —Dime. —Papá…—volvía a ser Larisa—. Estoy en la estación sentada. Aquí hay policías, me van a llevar si me quedo. Por favor… —Escúchame bien—la cortó el padre—. No volverás a casa. Es definitivo. —¿Acaso quieres que me mate? ¿Eso quieres, que llamen del tanatorio? Verónica se paralizó. Ese era el as que Larisa sacaba siempre cuando todo lo demás fallaba. Antes funcionaba. La madre llorando, el padre cogiéndose el pecho y a la hermana dinero, casa, comida y rescate. Hoy no coló. —No amenaces—dijo el padre—. Te quieres demasiado para eso. Escucha, haremos esto. —¿Qué? —asomó una chispa de esperanza en la voz de Larisa. —Te buscaré una habitación. La más barata, lejos de todo. Pago el primer mes y te dejo algo para comer. Nada más. Después, tú sola. Buscas curro, te espabilas—bien. Si no, en un mes, la calle. Y me da igual. —¿Una habitación, ni piso? Papá, no puedo estar sola. Me da miedo. Y encima puede haber gente problemática. Además… ni tengo ropa de cama, ese… se lo llevó todo. —Mamá lo mete en una bolsa. Lo dejamos en portería. Lo recoges. Ni se te ocurra subir al piso, ya te he avisado. —¡Sois unas fieras! ¡A vuestra propia hija! ¡Me mandáis a un zulo! Vosotros tan a gustito en vuestro piso, ¿y yo como una rata a esconderme? La madre no aguantó y cogió el teléfono. —¡Larisa, cállate ya! —gritó, dando un salto Verónica—. ¡Tu padre tiene razón! Es tu última oportunidad. O la habitación, o la calle. Decide ahora, mañana ni habitación tendrás. En la línea reinó el silencio. —Vale —murmuró al final Larisa. —Mandadme la dirección. Y… algo para la tarjeta, por favor. Tengo hambre. —No va a haber dinero—cortó Valeriy—. Te compro comida y va en la bolsa. Ya sé qué “comida” compras tú. Colgó. Verónica decidió que ya era hora. Se acercó a la cocina, disimulando que iba a beber agua. Esperaba la bronca por nervios acumulados. El padre le miraría la camiseta diciendo que va hecha un desastre. La madre diría que ni se inmuta, que con la que cae en casa y ella paseando por el piso. Pero ni se giraron. —Verónica—llamó la madre bajito. —¿Sí, mamá? —En el armario, arriba, hay sábanas y fundas viejas. Tráelas, por favor. Y mételas en la bolsa azul del trastero. —Sí, mamá. Verónica fue a cumplir el encargo. Encontró la bolsa, vació trastos. No podía imaginar cómo su hermana iba a vivir sola. Ni sabe hacer macarrones. Y con esa adicción… Verónica estaba segura: su hermana no aguantaría ni dos días sin la botella. Volvió a la habitación de los padres, subió a la banqueta y sacó la ropa. —¡No te olvides de las toallas! —gritó el padre desde la cocina. —Ya las he metido—contestó Verónica. Vio cómo su padre cruzaba el pasillo, se calzaba y salía sin despedirse. Iba a buscar esa “cueva”. Verónica fue a la cocina. Su madre seguía sentada igual. —Mamá, ¿quieres una pastilla? —tanteó Verónica, acercándose. La madre la miró. —Sabes, Nica…—empezó con una voz extraña, apagada—. Cuando ella era pequeña, creía que sería mi ayuda de mayor. Que hablaríamos de todo. Y ahora me conformo con que no olvide la dirección de la habitación. Que llegue entera… —Llegará—se sentó Verónica al borde de la silla—. Siempre encuentra la manera. —Esta vez no—negó su madre—. Tiene otra mirada. Vacía. Como si no quedara nada dentro. Sólo una cáscara que sólo quiere rellenar con esa porquería. Yo veo el miedo que le tienes… Verónica calló. Siempre creyó que los padres no notaban su miedo, demasiado ocupados salvando a la “descarriada” Larisa. —Creía que os daba igual lo que me pase—susurró. La madre le acarició el pelo. —No nos da igual. Es que ya no nos quedan fuerzas. ¿Sabes como en los aviones? Primero tu mascarilla, luego al niño. Llevamos diez años poniéndole la mascarilla a ella; diez años, Nica. Que si tratamiento, que si curandera, que si clínicas carísimas. Y al final, casi nos asfixiamos nosotros. Sollozó el timbre del pasillo. Verónica se estremeció. —¿Es ella? —preguntó asustada. —No, tu padre tiene llaves. Será la compra, que pidió comida. Verónica fue a abrir. El repartidor le dio dos bolsas pesadas. Las llevó a la cocina y fue colocando. Arroz, latas, aceite, té, azúcar. Nada superfluo. —Eso no se lo va a comer—dijo Verónica, apartando la bolsa de lentejas—. Lo suyo es todo ya hecho. —Si quiere vivir, cocinará—replicó la madre, con un destello de firmeza—. Basta de mimarla. Así la vamos a llevar a la tumba de tanto compadecerla. Una hora después volvió el padre. Parecía haber trabajado tres turnos seguidos. —Ya está—dijo escueto—. Tengo las llaves. La dueña es una señora mayor, de las de antes. Ha dicho: en cuanto sospeche algo, la echa. Yo le he dicho que la eche sin dudar. —Valera…—suspiró la madre. —¿Qué “Valera”? Basta de engañar. Que lo sepa todo el mundo. Cogió la bolsa, los productos y se fue. —Se lo dejo a la portera. Le llamaré para decirle dónde recogerlo. Verónica, pon todos los cerrojos. Si llama al fijo, no contestes. Él se marchó. La madre se encerró en la cocina a llorar. A Verónica se le encogió el alma. ¿Cómo es posible? Ni vive su propia vida, sólo existe de botella en botella, y encima no deja vivir a sus padres… *** Lo que los padres temían, se confirmó: una semana después la dueña llamó para decir que la echa, y con la policía. Larisa metió a tres tíos y estuvo de fiesta toda la noche. Pero los padres fueron incapaces de dejarla tirada: la llevaron a un centro de desintoxicación. Un sitio cerrado, muy seguro—ahí prometieron curar lo que parecía imposible. ¿Quién sabe? ¿Pasará el milagro?…

No dejaron entrar a su hija

¿Y por qué no la dejasteis entrar? Carmen se atrevió a formular la pregunta que más la atormentaba.Antes siempre la aceptabais

Su madre soltó una amarga sonrisa.

Porque me das miedo, Carmen. ¿De verdad crees que no nos damos cuenta de cómo te encoges en el rincón cada vez que tu hermana entra de madrugada? ¿O de cómo escondes los libros para que no te los estropee?

Ella te mira y se enfada. Se enfada porque tú eres normal.

A ti te espera otra vida, hija, y la suya la perdió hace tiempo en el fondo de una botella

Carmen encogió los hombros, quieta sobre el libro abierto, mientras del salón llegaba ya el rumor de otra discusión.

Su padre ni siquiera se quitó la chaqueta. Se quedó plantado, móvil en mano, gritando:

¡No intentes engañarme!bramó por el teléfono.¿En qué te lo has gastado todo? ¡Sólo han pasado dos semanas desde la nómina! ¡Dos semanas, Lucía!

Desde la cocina asomó Consuelo. Escuchó un minuto el monólogo telefónico del esposo y luego preguntó:

¿Otra vez?

Ángel solo hizo un gesto resignado y puso el altavoz. Del otro lado del móvil llegaron sollozos al instante.

La hermana mayor de Carmen tenía una habilidad especial para dar pena, podía ablandar hasta al granito.

Pero tras tantos años de sufrimiento, los padres se habían curtido.

¿Cómo que te han echado?empezó Ángel a caminar de un lado a otro del estrecho pasillo.Pues claro que sí.

¿Quién aguanta ese estado lamentable que llevas siempre?

¿Te has mirado siquiera al espejo?

Treinta años tienes, y tienes la cara como un perro apaleado.

Carmen abrió la puerta de su cuarto apenas un par de centímetros.

Papá, por favorel llanto de Lucía se detuvo de pronto.Han sacado mis cosas al descansillo. No tengo dónde ir.

En la calle está lloviendo, hace frío Por favor, dejadme ir a casa unos días. Solo necesito dormir un poco.

La madre se acercó, tratando de coger el teléfono, pero Ángel se apartó bruscamente.

¡No!cortó de raíz.No volverás a entrar en esta casa.

¿Quedamos en algo la última vez, sí o no? Después de que te llevaste la tele al compro-oro mientras estábamos en el pueblo, ¡aquí no vuelves!

¡Mamá! ¡Díselo tú!gritó el teléfono.

Consuelo se tapó el rostro. Los hombros le temblaban.

Ay, Lucíasuspiró la madre, sin mirar al padre.Te llevamos al médico.

Tú lo prometiste. Dijeron que el último tratamiento duraría tres años…

¡No has aguantado ni un mes!

Esos tratamientos son un timorebufó Lucía, pasando del tono lastimero al agresivo de golpe.Solo quieren sacaros el dinero.

Lo mío es otra cosa, ¿entendéis? Siento que me quemo por dentro, que me asfixio.

Y vosotros, solo pensando en la televisión

Le tenéis más cariño que a mí.

¡Ya os compraré una nueva!

¿Y con qué dinero?Ángel se detuvo, clavando la vista en la pared.¿Con qué, si te lo has fundido todo?

¿Otra vez has pedido a tus amigos? ¿O has vendido algo de ese piso donde vivías con ese como se llame?

¡Eso no importa!saltó Lucía.Papá, ¡no tengo dónde ir! ¿Queréis que duerma bajo un puente?

Vete a un albergue, a donde quieras,la voz del padre sonó peligrosamente calmada.Aquí no cruzas la puerta.

Cambio la cerradura si te veo cerca.

Carmen sentada, abrazando las piernas.

En otras ocasiones, cuando su hermana sacaba de quicio a los padres, la ira explotaba hacia ella.

¿Tú qué haces ahí sentada? ¿Otra vez con el móvil? Vas por el mismo camino que tu hermana, ¡vas a acabar igual que ella!eran frases de los últimos tres años.

Pero hoy nadie le había dirigido ni una palabra.

El padre colgó, se quitó la chaqueta y ambos padres fueron a la cocina.

Carmen salió al pasillo en silencio.

Ángel, no puede ser así,lloriqueó la madre.La vas a perder. Y sabes cómo se pone cuando entra en ese estado…

No se controla.

¿Y tengo que hacerlo yo por ella?con furia, el padre dejó la tetera sobre el fuego.Tengo cincuenta y cinco años, Consuelo. Solo quiero llegar a casa y sentarme tranquilo en mi butaca.

No quiero esconder la cartera bajo el cojín. No quiero que los vecinos vayan diciendo que le ha faltado el respeto en el portal a cualquiera.

Es nuestra hijasusurró la madre.

Fue hija nuestra hasta los veinte años. Ahora es un demonio que nos chupa la sangre.

Está perdidaeso no se cura si uno no quiere.

Y a ella le gusta esa vida. Levantarse, buscar, beber, olvidar.

El teléfono sonó otra vez.

Los padres se miraron segundos, luego contestó el padre.

Dime.

Papávolvía a ser Lucía.Estoy en Atocha. Hay policías, me van a llevar si sigo aquí.

Por favor

Escúchame bien,cortó el padre.A casa no volverás. Se acabó.

¿Entonces qué hago, me tiro al tren? ¿Eso queréis, que os llamen de la morgue?su tono buscaba provocar.

Carmen se paralizó. Ese era el as en la manga de Lucía cuando todo fallaba.

Otras veces daba resultado. Madre echaba a llorar, padre con dolor de pecho, Lucía recibía dinero, comida, techo y perdón.

Pero hoy, el padre no cedió.

No amenacesrespondió él.Te quieres demasiado para eso. Vamos a hacer esto.

¿Qué?a Lucía se le escapó un deje de esperanza.

Te buscaré una habitación. Lo más barato, a las afueras. Pago el primer mes y te dejo algo para la compra. Y ya está. Después, tú sola.

Si espabilas y dejas de beber, saldrás adelante.

Si no, en un mes estarás en la calle y me va a dar igual.

¿¡Una habitación, ni siquiera un piso!? Papá, no puedo estar sola. Me da miedo.

Habrá vecinos extraños…

Además, ni ropa de cama tengo, ese despreciable se quedó con todo

Tu madre te prepara un paquete con sábanas y toallas. Lo dejamos en portería, lo recoges. No subes a casa.

¡Sois unos monstruos!chilló Lucía.¡Me mandáis a un cuchitril! Vosotros en un tres dormitorios y yo como una rata

La madre no aguantó más. Cogió el móvil.

¡Basta ya, Lucía!gritó que hasta Carmen se sobresaltó.Tu padre tiene razón.

Esta es la última oportunidad. O una habitación, o la calle.

Decide ahora, que mañana ni eso te dará.

Al otro lado, silencio.

Vale,bufó Lucía al fin.Mándame la dirección. Y algo de dinero ahora. Tengo hambre.

No habrá dinero,cortó Ángel.Yo compro la comida y la mando en la bolsa. Sé para qué gastarías el efectivo.

Colgó.

Carmen decidió que ese era su momento. Entró a la cocina fingiendo necesitar agua.

Esperaba una tormenta de reproches.

El padre señalaría su camiseta y diría que va hecha un desastre.

La madre la acusaría de desentenderse de todo, como si no hubiese problemas.

Pero ni uno ni otro la miraron.

Carmen,llamó en voz baja la madre.

¿Sí, mamá?

Hay sábanas y fundas de almohada en la balda de arriba del armario.

Tráelas y mételas en la bolsa azul del trastero.

Sí, mamá.

Carmen fue a cumplir el encargo.

Sacó la bolsa, la vació de cachivaches.

Pensó, sin comprender: ¿cómo espera Lucía vivir sola?

¡Si no sabe ni hacer pasta! Y su adicción

Sabía que su hermana no aguantaría ni dos días sin alcohol.

Regresó al cuarto de los padres, se subió a una banqueta y empezó a sacar la ropa.

¡No olvides toallas!gritó el padre desde la cocina.

Ya van, papárespondió ella.

Vio cómo su padre cruzaba el pasillo, se calzaba, y salía con prisas.

Iba a buscar el dichoso cuartucho.

Carmen regresó a la cocina. Su madre seguía sentada igual.

¿Te traigo una pastilla, mamá?preguntó en voz baja, acercándose.

Consuelo la miró a los ojos.

¿Sabes, Carmen?empezó con una voz rara, sin color.Cuando era pequeña, pensé: crecerá y será mi compañera.

Hablaríamos de todo.

Ahora solo rezo porque no se olvide del número de la habitación. Que al menos llegue

Llegará,Carmen se sentó en el borde de una silla.Siempre se las apaña.

No esta vez,la madre negó con la cabeza.Tiene otra mirada. Vacía. Ya no queda nada dentro.

Es solo cuerpo, necesita la botella para seguir.

Sé que le temes

Carmen calló. Siempre pensó que los padres no notaban su miedo, demasiado ocupados salvando a la perdida Lucía.

Pensé que os daba igual lo míosusurró.

La madre alargó la mano y le acarició el pelo.

Nos importa, pero no nos quedan fuerzas. Como en los aviones: ponte tú la mascarilla, luego al niño. Nosotros llevamos una década intentando ponérsela a ella. ¡Una década, Carmen!

Acudimos a brujas, médicos, psiquiatras carísimos.

Al final casi nos ahogamos nosotros.

Sonó el timbre. Carmen se sobresaltó.

¿Es ella?preguntó, asustada.

No, tu padre tiene llave. Será la compra, la pidió online.

Carmen abrió la puerta. El repartidor entregó dos bolsas pesadas.

Las llevó a la cocina y las vació: arroz, legumbres, aceite, té, azúcar. Nada superfluo.

No comerá estocomentó dejando en la mesa el paquete de garbanzos.Le gusta todo hecho.

Si quiere vivir, aprenderá a cocinar,replicó la madre, y por un instante recuperó algo de firmeza.Si la seguimos mimando así, la enterramos con nuestra pena.

Una hora después regresó el padre, exhausto.

Ya está,dijo breve.Tengo las llaves. La caserauna señora mayor, ex profesoraha avisado: si oye ruido o huele algo raro, la echa sin contemplaciones.

Le he dicho que la eche a la mínima.

Ángelsuspiró la madre.

No más mentiras. Mejor que sepa a lo que se expone.

Agarró la bolsa de la ropa y la compra y se marchó.

Las dejo en portería. No abras si llama Lucía.

Se fue y la madre se encerró a llorar.

A Carmen le dolió en el alma. Ni vive, ni deja vivir a los padres; solo existe, de borrachera en borrachera

***
Las previsiones de los padres se cumplieron: una semana después, la casera llamó a Ángel para avisar que la inquilina se iba, y policía mediante.

Lucía había metido a tres hombres en la habitación y estuvieron de juerga toda la noche.

Y una vez más, los padres no fueron capaces de dejar a su hija tiradaacabaron llevándola a un centro de rehabilitación.

Un lugar cerrado, bien vigiladoprometieron que al año podría salir recuperada.

Quién sabe, quizás todavía sea posible un milagro

A veces, el amor exige tomar decisiones difíciles, porque a veces ayudar no es lo que parece. Dejar marchar a quien queremos puede ser el mayor acto de amor, para que encuentre, si quiere, su propio camino.

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MagistrUm
No dejamos entrar a nuestra hija en casa —¿Y por qué no la dejasteis entrar? —se atrevió a preguntar Verónica, la duda que más le atormentaba—. Antes nunca le cerrabais la puerta… La madre esbozó una sonrisa amarga. —Porque tengo miedo por ti, Nica. ¿Crees que no vemos cómo te escondes en un rincón cuando tu hermana se presenta a las tantas? ¿Cómo escondes los libros para que no te los estropee? Ella te mira y se enfada, se enfada porque eres normal. A ti te espera otra vida, la suya se ahogó hace mucho en el fondo de una botella… Verónica encogió los hombros sobre el libro abierto—en la habitación de al lado volvía a empezar el escándalo. El padre ni se quitó la chaqueta; estaba en el pasillo, apretando el móvil y gritando. —¡No me vengas con cuentos! —bramaba al teléfono—. ¿En qué te lo has dejado todo? ¡Han pasado dos semanas desde la nómina! ¡Dos semanas, Larisa! Tatiana asomó desde la cocina. Escuchó el monólogo un minuto, luego preguntó: —¿Otra vez? Valeriy hizo un gesto y puso el altavoz—de inmediato se oyeron sollozos. La hermana mayor de Verónica tenía dotes para enternecer hasta una piedra. Pero los padres, después de tantos años de sufrimiento, se habían blindado. —¿Qué es eso de que “te han echado”? —Valeriy empezó a recorrer el estrecho pasillo—. Hace bien. ¿Quién aguanta ese estado perpetuo de desastre? ¿Te has mirado al espejo? Tienes treinta años y la cara como un perro apaleado. Verónica entreabrió la puerta de su cuarto unos centímetros. —Papá, por favor… —cesaron los sollozos. —Ha sacado mis cosas al portal. No tengo a dónde ir. Llueve, hace frío… ¿Puedo ir a casa, sólo un par de días? Te juro que sólo quiero dormir. La madre dio un paso brusco, quiso coger el teléfono, pero Valeriy se giró de golpe. —¡No! —cortó—. No vas a poner un pie aquí. ¿Quedamos en algo la última vez? ¿Quedamos o no? La vez que te llevaste la tele al empeño, aprovechando que estábamos en el campo. ¡Desde entonces tienes la puerta cerrada! —¡Mamá! Mamá, dile algo—gritó la voz por el altavoz. Tatiana se cubrió la cara con las manos. Los hombros le temblaban. —Larisa, hija… —musitó sin mirar al marido—. Te llevamos al médico. Nos prometiste que sería la última. Dijeron que tres años duraba el tratamiento. ¡Ni un mes has aguantado! —¡Esos tratamientos no sirven de nada! —soltó Larisa, y su tono cambió de la queja a la rabia—. ¡Sólo os sacan el dinero! ¡Estoy fatal, ¿entendéis?! ¡Me quemo por dentro, no puedo ni respirar! ¿Y vosotros, que si la tele…? ¡Ya os compraré otra! —¿Con qué dinero? —Valeriy se quedó mirando fijo a la pared—. ¿Con qué, si te lo has fundido todo? ¿Otra vez les has pedido a tus coleguis? ¿O has mangado algo del piso de ese… cómo se llame? —¡Eso da igual! —saltó Larisa—. ¡Papá, no tengo dónde dormir! ¿Queréis verme tirada bajo un puente? —Vete a un albergue. Donde quieras, pero aquí no entras—la voz de su padre sonaba aterradoramente serena—. Cambio la cerradura si apareces por el portal. Verónica estaba sentada en la cama, abrazando las rodillas. Normalmente, cuando la mayor sacaba de quicio a los padres, el enfado acababa descargándose contra ella. —¿Y tú qué miras? ¿Otro día con el móvil? Vas camino de ser igual de inútil que tu hermana—frases que llevaba tres años oyendo. Pero hoy ni la miraron. Nadie gritó ni la criticó. El padre colgó, se quitó el abrigo y ambos se metieron en la cocina. Verónica salió al pasillo, sigilosa. —Valera, no puede ser—lloriqueaba la madre—. Se va a perder del todo. Sabes cómo se pone cuando entra en ese estado… No responde de sí misma. —¿Y tengo que responder yo por ella? —el padre puso a hervir el agua con estrépito—. Tengo cincuenta y cinco años, Tania. Quiero volver a casa y sentarme en mi sillón. No quiero esconder la cartera. Ni aguantar a los vecinos diciendo que la han visto en el portal con gentuza. —Es nuestra hija—murmuró la madre. —Hija fue hasta los veinte. Ahora es un lastre que nos absorbe la vida. Bebe sin remedio, Tania. Y no se cura si uno no quiere. Y ella no quiere. Le gusta esa vida: se despierta, encuentra, vacía un cartón y se apaga. Sonó el teléfono. Los padres callaron. Se oyó la voz del padre. —Dime. —Papá…—volvía a ser Larisa—. Estoy en la estación sentada. Aquí hay policías, me van a llevar si me quedo. Por favor… —Escúchame bien—la cortó el padre—. No volverás a casa. Es definitivo. —¿Acaso quieres que me mate? ¿Eso quieres, que llamen del tanatorio? Verónica se paralizó. Ese era el as que Larisa sacaba siempre cuando todo lo demás fallaba. Antes funcionaba. La madre llorando, el padre cogiéndose el pecho y a la hermana dinero, casa, comida y rescate. Hoy no coló. —No amenaces—dijo el padre—. Te quieres demasiado para eso. Escucha, haremos esto. —¿Qué? —asomó una chispa de esperanza en la voz de Larisa. —Te buscaré una habitación. La más barata, lejos de todo. Pago el primer mes y te dejo algo para comer. Nada más. Después, tú sola. Buscas curro, te espabilas—bien. Si no, en un mes, la calle. Y me da igual. —¿Una habitación, ni piso? Papá, no puedo estar sola. Me da miedo. Y encima puede haber gente problemática. Además… ni tengo ropa de cama, ese… se lo llevó todo. —Mamá lo mete en una bolsa. Lo dejamos en portería. Lo recoges. Ni se te ocurra subir al piso, ya te he avisado. —¡Sois unas fieras! ¡A vuestra propia hija! ¡Me mandáis a un zulo! Vosotros tan a gustito en vuestro piso, ¿y yo como una rata a esconderme? La madre no aguantó y cogió el teléfono. —¡Larisa, cállate ya! —gritó, dando un salto Verónica—. ¡Tu padre tiene razón! Es tu última oportunidad. O la habitación, o la calle. Decide ahora, mañana ni habitación tendrás. En la línea reinó el silencio. —Vale —murmuró al final Larisa. —Mandadme la dirección. Y… algo para la tarjeta, por favor. Tengo hambre. —No va a haber dinero—cortó Valeriy—. Te compro comida y va en la bolsa. Ya sé qué “comida” compras tú. Colgó. Verónica decidió que ya era hora. Se acercó a la cocina, disimulando que iba a beber agua. Esperaba la bronca por nervios acumulados. El padre le miraría la camiseta diciendo que va hecha un desastre. La madre diría que ni se inmuta, que con la que cae en casa y ella paseando por el piso. Pero ni se giraron. —Verónica—llamó la madre bajito. —¿Sí, mamá? —En el armario, arriba, hay sábanas y fundas viejas. Tráelas, por favor. Y mételas en la bolsa azul del trastero. —Sí, mamá. Verónica fue a cumplir el encargo. Encontró la bolsa, vació trastos. No podía imaginar cómo su hermana iba a vivir sola. Ni sabe hacer macarrones. Y con esa adicción… Verónica estaba segura: su hermana no aguantaría ni dos días sin la botella. Volvió a la habitación de los padres, subió a la banqueta y sacó la ropa. —¡No te olvides de las toallas! —gritó el padre desde la cocina. —Ya las he metido—contestó Verónica. Vio cómo su padre cruzaba el pasillo, se calzaba y salía sin despedirse. Iba a buscar esa “cueva”. Verónica fue a la cocina. Su madre seguía sentada igual. —Mamá, ¿quieres una pastilla? —tanteó Verónica, acercándose. La madre la miró. —Sabes, Nica…—empezó con una voz extraña, apagada—. Cuando ella era pequeña, creía que sería mi ayuda de mayor. Que hablaríamos de todo. Y ahora me conformo con que no olvide la dirección de la habitación. Que llegue entera… —Llegará—se sentó Verónica al borde de la silla—. Siempre encuentra la manera. —Esta vez no—negó su madre—. Tiene otra mirada. Vacía. Como si no quedara nada dentro. Sólo una cáscara que sólo quiere rellenar con esa porquería. Yo veo el miedo que le tienes… Verónica calló. Siempre creyó que los padres no notaban su miedo, demasiado ocupados salvando a la “descarriada” Larisa. —Creía que os daba igual lo que me pase—susurró. La madre le acarició el pelo. —No nos da igual. Es que ya no nos quedan fuerzas. ¿Sabes como en los aviones? Primero tu mascarilla, luego al niño. Llevamos diez años poniéndole la mascarilla a ella; diez años, Nica. Que si tratamiento, que si curandera, que si clínicas carísimas. Y al final, casi nos asfixiamos nosotros. Sollozó el timbre del pasillo. Verónica se estremeció. —¿Es ella? —preguntó asustada. —No, tu padre tiene llaves. Será la compra, que pidió comida. Verónica fue a abrir. El repartidor le dio dos bolsas pesadas. Las llevó a la cocina y fue colocando. Arroz, latas, aceite, té, azúcar. Nada superfluo. —Eso no se lo va a comer—dijo Verónica, apartando la bolsa de lentejas—. Lo suyo es todo ya hecho. —Si quiere vivir, cocinará—replicó la madre, con un destello de firmeza—. Basta de mimarla. Así la vamos a llevar a la tumba de tanto compadecerla. Una hora después volvió el padre. Parecía haber trabajado tres turnos seguidos. —Ya está—dijo escueto—. Tengo las llaves. La dueña es una señora mayor, de las de antes. Ha dicho: en cuanto sospeche algo, la echa. Yo le he dicho que la eche sin dudar. —Valera…—suspiró la madre. —¿Qué “Valera”? Basta de engañar. Que lo sepa todo el mundo. Cogió la bolsa, los productos y se fue. —Se lo dejo a la portera. Le llamaré para decirle dónde recogerlo. Verónica, pon todos los cerrojos. Si llama al fijo, no contestes. Él se marchó. La madre se encerró en la cocina a llorar. A Verónica se le encogió el alma. ¿Cómo es posible? Ni vive su propia vida, sólo existe de botella en botella, y encima no deja vivir a sus padres… *** Lo que los padres temían, se confirmó: una semana después la dueña llamó para decir que la echa, y con la policía. Larisa metió a tres tíos y estuvo de fiesta toda la noche. Pero los padres fueron incapaces de dejarla tirada: la llevaron a un centro de desintoxicación. Un sitio cerrado, muy seguro—ahí prometieron curar lo que parecía imposible. ¿Quién sabe? ¿Pasará el milagro?…