Él no debe saberlo.
Lucía estaba plantada frente al portal de un viejo edificio de cinco plantas, incapaz de apretar el botón del interfono. En el bolsillo de su abrigo llevaba un papel arrugado con la dirección que había conseguido a través de conocidos comunes. Doce años… Doce años enteros habían pasado desde que dejó a su hijo recién nacido.
—¿Qué estás haciendo? —susurró para sí—. ¿Crees que te esperan con los brazos abiertos?
Pero sus pies parecían pegados al asfalto. No podía irse, pero tampoco entrar. En su mente desfilaban los recuerdos de aquel día terrible, cuando, con solo veintidós años y siendo una tonta, se dejó llevar por las emociones y cometió errores que lamentaría toda la vida.
Su exmarido, Álvaro, era el ejemplo perfecto de cómo no elegir a un compañero de vida. Guapo, encantador, ocurrente… y completamente irresponsable. Después de la boda, se supo que tenía dos pasiones: el alcohol y el juego. El piso que los padres de Lucía les regalaron como regalo de boda lo perdió en seis meses.
—No te preocupes, gatita —le decía mientras le besaba la coronilla—. Lo recuperaré todo, ya verás. Solo ha sido mala suerte.
Cuando Lucía supo que estaba embarazada, Álvaro desapareció tres semanas. Volvió magullado, sin afeitar y con el labio partido.
—Estaba pagando una deuda —masculló ante sus lágrimas—. Mira, ¿no podemos olvidarnos del niño? Ahora no es momento.
Ese fue el último clavo en el ataúd de su matrimonio. Lucía pidió el divorcio en su séptimo mes de embarazo. Sus padres la apoyaron, pero con una condición: cero contacto con Álvaro.
El parto fue difícil. El niño nació débil, y los médicos lucharon por su vida los primeros días. Luego, cuando superó la crisis, Álvaro irrumpió en la habitación, borracho.
La seguridad lo echó, pero volvió al día siguiente, sobrio, con flores y juguetes.
—Lucía, perdóname —dijo, arrodillándose en el pasillo del hospital—. Cambiaré, te lo juro. Solo dame otra oportunidad.
Su madre, que siempre se había opuesto al matrimonio, montó un escándalo.
—O renuncias al niño y te vienes con nosotros a otra ciudad, o te borramos de nuestras vidas —gritó—. ¡Elige: nosotros o ese retoño de un borracho!
Lucía tenía veintidós años. Acababa de pasar por un parto traumático, un divorcio y una traición. No tenía trabajo, ni casa, ni fuerzas para luchar. Y cometió el error más grande de su vida.
Al recordar cómo la madre de Álvaro, Carmen, se llevó al bebé, notó un nudo en la garganta. La mujer la miró con tal desprecio que Lucía deseó hundirse en el suelo.
—Firma aquí —dijo Carmen con frialdad, tendiéndole los papeles—. Y ya eres libre.
Los años siguientes, Lucía intentó olvidar. Se mudó con sus padres a Zaragoza, hizo un curso de contabilidad y encontró trabajo. Luego, sus padres murieron en un accidente de coche, dejándole un pequeño piso y deudas. Lo sacó adelante como pudo.
Su vida amorosa no funcionó. Intentó dos relaciones serias, pero cuando salía el tema de los hijos, huía. ¿Cómo explicarle a un hombre que tenía un hijo al que había abandonado?
Hasta que, seis meses atrás, le diagnosticaron cáncer. La operación fue un éxito, pero el médico fue claro:
—No podrá tener más hijos, Lucía. Lo siento.
Entonces lo entendió: debía intentarlo. Al menos verlo, asegurarse de que estaba bien.
La puerta del portal se abrió y salió un chaval con una chaqueta deportiva. Lucía se quedó helada. Era él: los mismos ojos marrones, la misma mandíbula obstinada. Pero ya no era un bebé, sino un chico de doce años.
—¿Espera a alguien? —preguntó él, sujetando la puerta.
—Yo… sí… bueno, no —balbuceó Lucía.
El chico se encogió de hombros y siguió su camino. Ella se quedó mirándolo, sin moverse.
—¡Eh, Adri! —gritó alguien desde el parque—. ¡Date prisa o empezamos sin ti!
Adri. Se llamaba Adrián. Ni siquiera sabía su nombre.
Lucía dio media vuelta, pero a los pocos pasos se detuvo. No, no podía ser así. Debía intentarlo.
Regresó y pulsó el interfono. Una voz familiar respondió:
—¿Quién es?
—¿Carmen? Soy… soy Lucía. ¿Puedo subir?
Un silencio largo. Luego, el clic de la cerradura.
El piso no había cambiado. El mismo papel pintado, el mismo olor a valeriana y bollería recién hecha. Carmen había envejecido, pero mantenía la espalda recta.
—¿A qué has venido? —preguntó sin rodeos.
—Yo… quería saber de él. De Adrián.
—¿Cómo sabes cómo se llama?
—Lo acabo de ver abajo. Sus amigos lo llamaron.
Carmen esbozó una sonrisa fría.
—Pasa a la cocina. Ya que has venido, hablaremos.
Sobre el té, Lucía supo demasiado. Álvaro nunca cambió. Bebió, jugó, se endeudó. Hace dos años lo encontraron muerto en un callejón, sin saber si fue el corazón o algo más.
—Yo lo crié sola —contó Carmen—. La pensión es poca, pero nos arreglamos. Adri es un sol: buen estudiante, va a natación. El entrenador dice que tiene futuro.
—¿Él… sabe algo de mí?
—Sabe que su madre murió en el parto. ¡Y no se te ocurra contarle nada! —su voz se endureció—. Tomaste tu decisión hace doce años.
—Lo sé. No voy a arruinar nada. Solo… quería asegurarme de que está bien.
—¿Y qué harías si no lo estuviera? —Carmen la miró fijamente—. ¿Aparecer como la salvadora?
Lucía calló. ¿Qué podía decir?
—Tuve cáncer —murmuró—. Me lo extirparon todo. No podré tener hijos. Y pensé…
—¿Que ahora podías acordarte del hijo que abandonaste? —terminó Carmen—. No, cariño. Así no funciona.
—¿Puedo ayudarles? ¿Con dinero?
—El dinero nunca sobra, pero no el tuyo. Adri y yo saldremos adelante. Siempre lo hemos hecho.
Sonaron ruidos en la entrada. Adrián volvía.
—¡Abu, tengo hambre! —gritó desde la puerta.
—Lávate las manos, ahora pongo la mesa —respondió Carmen, bajando la voz—. Y tú, lárgate. Y no vuelvas.
Lucía se levantó. Adrián apareció en la cocina, con las mejillas rosadas y el pelo revuelto.
—¿Tenemos visita? —preguntó, sorprendido.
—Es… una conocida. Ya se va —dijo su abuela.
—Hola —saludó él con educación, y fue al lavabo.
Lucía lo observó y supo que era feliz. Tenía a su abuela, amigos, aficiones. No conocía la verdad, y quizá era mejor así.
En la puerta, Carmen le metió un papel en la mano:
—La cuenta. Si la conciencia te remuerde, envía lo que puedas. Anónimamente. Y no vuelvas.
Lucía asintió y salió. En la calle, miró hacia las ventanas del piso. La luz de la cocina estaba encendida, y tras la cortina se veían sombras moverse.
Quizá no mereciera llamarse madre, pero ayudaría a su hijo. Desde lejos, en silencio, pero lo har