Ella no debía saberlo.
Lucía permanecía frente al portal del viejo edificio de cinco plantas, incapaz de apretar el botón del telefonillo. En el bolsillo de su abrigo, llevaba arrugado un papel con la dirección que había conseguido a través de conocidos. Doce años… Doce largos años desde que abandonó a su hijo recién nacido.
—¿Qué estás haciendo? —susurró para sí—. ¿Crees que te recibirán con los brazos abiertos?
Pero sus pies parecían clavados en el asfalto. No podía marcharse, pero tampoco entrar. Los recuerdos de aquel día terrible volvían en oleadas: ella, una chica de veintidós años, dejándose llevar por la desesperación y cometiendo un error del que se arrepentiría toda la vida.
Su exmarido, Adrián, era el vivo ejemplo de cómo no elegir pareja. Guapo, encantador, ocurrente, pero completamente irresponsable. Tras la boda, se descubrió que solo le importaban dos cosas: el alcohol y las apuestas. El piso que los padres de Lucía les regalaron como dote lo perdió en medio año.
—No te preocupes, gatita —decía él, besándole la coronilla—. Lo recuperaré todo, ya verás. Solo ha sido mala suerte.
Cuando Lucía quedó embarazada, Adrián desapareció durante tres semanas. Volvió demacrado, sin afeitar, con el labio partido.
—Estaba saldando una deuda —gruñó, ignorando sus lágrimas—. Oye, ¿y si lo dejamos correr? Ahora no es el momento.
Fue el colmo. Lucía pidió el divorcio en su séptimo mes de embarazo. Sus padres la apoyaron, con una condición: nunca más volvería a ver a Adrián.
El parto fue difícil. El niño nació débil; los médicos lucharon por su vida durante días. Cuando al fin superó la crisis, Adrián irrumpió en la habitación, borracho.
La seguridad lo echó, pero regresó al día siguiente, sobrio, con flores y juguetes.
—Lucía, perdóname —suplicó, arrodillado en el pasillo del hospital—. Cambiaré, te lo juro. Solo dame otra oportunidad.
Su madre, siempre en contra de aquel matrimonio, montó en cólera.
—O renuncias al niño y te vienes con nosotros a otra ciudad, o te borramos de nuestras vidas —gritó—. ¡Elige: nosotros o el retoño de ese borracho!
Lucía tenía veintidós años. Acababa de pasar por un parto traumático, un divorcio, una traición. No tenía trabajo, ni casa, ni fuerzas para luchar. Y cometió el peor error de su vida.
Al recordar cómo la madre de Adrián, Valentina, se llevó al bebé, sintió un nudo en la garganta. La mujer la miró con tal desprecio que deseó hundirse en el suelo.
—Firma aquí —le espetó, tendiéndole los papeles—. Y ya eres libre.
Los años siguientes, Lucía intentó olvidar. Se mudó con sus padres a Zaragoza, estudió contabilidad, encontró trabajo. Luego, sus padres fallecieron en un accidente de coche, dejándole un pequeño piso y muchas deudas. Sobrevivió como pudo.
Su vida amorosa fue un desastre. Dos veces intentó tener una relación, pero cuando surgía el tema de los hijos, huía. ¿Cómo explicar que había abandonado a un hijo?
Hasta que, medio año atrás, le diagnosticaron cáncer. La operación fue un éxito, pero el médico fue claro:
—No podrá tener más hijos, Lucía. Lo siento.
Entonces lo supo: debía intentarlo. Aunque solo fuera verlo, comprobar que estaba bien.
La puerta del portal se abrió de golpe. Salió un chico con sudadera. Lucía se paralizó. Era él: los mismos ojos castaños, la misma mandíbula obstinada. Pero ya no era un bebé, sino un chaval de doce años.
—¿Espera a alguien? —preguntó él, sujetando la puerta.
—Yo… sí… bueno, no —balbuceó.
El chico se encogió de hombros y siguió su camino. Ella lo observó alejarse, inmóvil.
—¡Oye, Javi! —gritó alguien desde el parque—. ¡Date prisa o empezamos sin ti!
Javi. Se llamaba Javier. Ni siquiera sabía su nombre.
Lucía giró sobre sus talones, pero a los pocos pasos se detuvo. No, no podía rendirse. Debía intentarlo.
Volvió y pulsó el telefonillo. Una voz familiar respondió:
—¿Quién es?
—¿Valentina? Soy… soy Lucía. ¿Puedo subir?
Un largo silencio. Luego, el clic de la cerradura.
El piso no había cambiado. El mismo papel pintado, el mismo olor a valeriana y bizcocho recién hecho. Valentina había envejecido, pero mantenía la espalda recta.
—¿Por qué has venido? —preguntó sin rodeos.
—Quería… saber de él. De Javier.
—¿Cómo sabes cómo se llama?
—Lo he oído abajo. Unos amigos lo llamaban.
Valentina esbozó una sonrisa fría:
—Bueno, pasa a la cocina. Ya que estás aquí, hablaremos.
Entre tazas de café, Lucía lo supo todo. Adrián nunca cambió. Bebía, jugaba, acumulaba deudas. Dos años atrás lo encontraron muerto en un callejón: quizá un infarto, quizá algo peor.
—Yo lo crié sola —confesó Valentina—. La pensión es poca, pero nos arreglamos. Javi es un sol: buen estudiante, va a natación. El entrenador dice que tiene futuro.
—¿Él… sabe algo de mí?
—Sabe que su madre murió en el parto. ¡Y no se te ocurra contarle nada! —su voz se endureció—. Tomaste tu decisión hace doce años.
—Lo sé. No quiero arruinar nada. Solo… asegurarme de que está bien.
—¿Y qué harías si no lo estuviera? ¿Aparecer como su salvadora?
Lucía calló. ¿Qué podía decir?
—Tuve cáncer —murmuró al fin—. Me lo extirparon todo. No tendré más hijos. Y pensé…
—Que ya podías acordarte del hijo que abandonaste —terminó Valentina—. No, cariño. Así no funciona.
—¿Puedo ayudar en algo? ¿Dinero?
—El dinero nunca sobra, pero no el tuyo. Javi y yo saldremos adelante. Siempre lo hemos hecho.
Un ruido en la entrada: Javi volvía.
—Abu, ¡tengo hambre! —gritó desde la puerta.
—Lávate las manos, ahora pongo la mesa —respondió Valentina, bajando la voz—. Y tú, márchate. Y no vuelvas.
Lucía se levantó. Javi apareció en la cocina, sonrojado por el frío, el pelo revuelto.
—Oh, ¿tenemos visita? —preguntó, sorprendido.
—Es… una conocida. Ya se va —dijo su abuela.
—Hola —saludó él con educación, yendo al grifo.
Lucía lo miró y comprendió: era feliz. Tenía a su abuela, amigos, sueños. Ignoraba la verdad, y quizá era mejor así.
En la puerta, Valentina le entregó un papel:
—Aquí está la cuenta. Si te remuerde la conciencia, envía lo que puedas. Pero anónimamente. Y no vuelvas.
Lucía asintió y salió. En la calle, miró hacia las ventanas iluminadas del piso. Tras la cortina, se adivinaban siluetas.
Quizá no mereciera llamarse madre, pero ayudaría a su hijo. Desde la distancia, en el anonimato, pero lo haría.
En el metro de vuelta a casa, Lucía