—¡Otra vez derrochas sin control!
Lucia suspiró. Casi cada conversación con su marido en los últimos meses comenzaba con un reproche similar, especialmente si ella mostraba alguna compra reciente. Últimamente, había dejado de presumir ante Diego cualquier novedad: un jersey, unos zapatos, un bolso. Pero él siempre notaba las prendas nuevas y surgía la discusión.
Sin embargo, no había motivos objetivos para criticarla. Ambos ganaban lo mismo y contribuían por igual al hogar. Diego no podía argumentar que la mantenía o que invertía más en gastos comunes. Aun así, cada adquisición de Lucia despertaba su irritación.
La joven no entendía el porqué. Vivían con holgura: pagaban sin problemas la hipoteca, disfrutaban de vacaciones veraniegas en la Costa del Sol y, tras cubrir los gastos, les sobraba dinero para caprichos. Pero su marido había adoptado una avaricia repentina. Lucia se preguntaba la razón. Se conocían desde la universidad en Madrid, donde el cariño inicial se transformó en un amor sólido. Llevaban cinco años casados y todo había ido bien… hasta ahora.
Diego trabajaba en un prestigioso bufete de Sevilla, especializado en derecho civil, con perspectivas de ascender a socio. Lucia era contable en una agencia inmobiliaria de Valencia. Sus horarios, por el momento, no permitían plantearse ser padres, aunque ambos tenían veintinueve años y sus familias no cesaban de presionar.
—Cariño, no esperes más —insistía su madre, Carmen García, una mujer enérgica de complexión atlética—. A mayor edad, más riesgos. El niño podría nacer con problemas.
Carmen había tenido a Lucia a los treinta y cuatro, algo que la joven recordaba para señalar su propia salud. Pero su madre replicaba:
—Tuve suerte. ¡La suerte es voluble!
Y hacía la señal de la cruz. Lucia callaba, sabiendo que discutir era inútil.
Los padres de Diego, residentes en Granada, tampoco cesaban:
—Tenéis casa, coche, trabajo estable —repetía su padre, Manuel—. Es hora de que Inés —así llamaban a Lucia— deje el trabajo y os centréis en la familia.
—¡No hables así! —interrumpía su madre, Pilar, fingiendo indignación—. Pero, Diego, date prisa. Queremos nietos…
El tiempo pasaba. Ambos cónyuges se acostumbraban a estas charlas, aunque los padres intensificaron su estrategia: Carmen abandonó el senderismo y el aeróbic, quejándose de fatiga constante. Su marido, Javier, asentía en silencio cuando ella exigía confirmación.
Lucia sabía que era una farsa. Su madre, saludable y activa, seguía devorando empanadas y gazpacho cada vez que visitaba. Diego, al escuchar las quejas de su esposa, sonreía:
—Seguro que dice que se muere sin nietos, ¿verdad? —La abrazaba—. No les hagas caso. Ya tenemos todo planeado.
El plan era claro: Lucia trabajaría un año más para asegurar su antigüedad, luego se centraría en su salud y en formar una familia. Pero no habían compartido esto con sus padres para evitar más presión.
Hasta que Diego empezó a criticar sus gastos. Tras revisar sus cuentas en la aplicación del banco, Lucia confirmó que no gastaba de más. Al confrontarlo, él confesó:
—Es mi madre. Insiste en que ahorremos para el niño…
—¡Vaya treta! —rió Lucia, comprendiendo la manipulación—. Cuanto antes hablemos con ellos, mejor. Mañana los invitamos a merendar.
Al día siguiente, en el salón de su piso en Málaga, sirvieron café y polvorones recién horneados. Lucia expuso sus planes con firmeza, mientras Diego asentía.
—Entendemos vuestra ilusión —concluyó ella—, pero necesitamos tiempo.
Carmen y Pilar intercambiaron miradas, algo contrariadas, pero aceptaron. Al menos, ahora todo estaba sobre la mesa.
—Mejor así —susurró Diego esa noche, abrazando a su mujer—. Sin secretos.
Lucia asintió, segura de que, pese a los obstáculos, seguirían escribiendo su historia… a su ritmo.