—¡Otra vez derrochando sin medida!
Lucia suspiró. Casi todas sus conversaciones con su marido en los últimos meses comenzaban con un reproche similar cada vez que ella enseñaba alguna compra reciente. Desde hacía semanas, había dejado incluso de mencionar sus nuevas adquisiciones —ya fuera un jersey, unos zapatos o un bolso—, pero Javier, por supuesto, notaba cada detalle en su vestuario. Y la discusión estallaba.
Aunque, objetivamente, no había motivo para criticarla. Ella ganaba lo mismo que él, y ambos contribuían equitativamente al hogar. Javier no podía afirmar que la mantuviera ni que gastara más en gastos comunes. Sin embargo, últimamente, cada compra personal de Lucia despertaba su irritación.
La joven no entendía el porqué. No tenían deudas: pagaban sin problemas la hipoteca, disfrutaban de vacaciones veraniegas en la costa y, tras cubrir los gastos mensuales, les sobraba dinero para caprichos. Pero su marido había adoptado una avaricia inexplicable. Lucia se preguntaba qué ocurría. Se conocían desde la universidad —ambos estudiaban en Madrid—, donde el cariño mutuo se transformó en un matrimonio sólido. Cinco años después, seguían juntos. Felices… hasta ahora.
Javier trabajaba en un bufete especializado en derecho civil, con perspectivas de ascender a socio. Lucia, por su parte, era contable en una prestigiosa agencia inmobiliaria. Sus horarios, ambos coincidían, no dejaban espacio para pensar en hijos —aunque rondaban los treinta—. Los padres de ambos insistían:
—Cariño, no esperes más —decía Rosa, madre de Lucia, una mujer enérgica de sesenta y cinco años—. A tu edad, los riesgos aumentan.
—Mamá, tú me tuviste a los treinta y cuatro —replicaba Lucia—, y aquí estoy, sana.
—¡Fue suerte! —Rosa se santiguaba—. La vida es impredecible.
Los padres de Javier tampoco callaban:
—Con casa, coche y trabajo estable, ¿a qué esperáis? —arengaba su padre, Manuel—. La mujer debe estar en casa, no en la oficina.
—¡Manuel, no seas anticuado! —interrumpía su esposa, Pilar, aunque añadía—: Pero, hijo, unos nietos nos darían vida…
Ante la falta de avances, las familias intensificaron su campaña. Rosa, activa y saludable, dejó de asistir a sus clases de pilates y empezó a quejarse de fatiga constante. Su marido, Emilio, asentía en silencio, incómodo. Lucia sabía que era una farsa: su madre gozaba de excelente salud, como demostraban sus banquetes de paella y tortilla cada vez que visitaban.
Javier, al escuchar las quejas de su esposa, solía bromear:
—¿Te dice que se muere sin nietos? —La abrazaba—. Ya hablaremos cuando toque.
En privado, tenían un plan: Lucia trabajaría un año más —para consolidar su antigüedad—, dejaría su empleo y se prepararía para ser madre. Pero no querían revelarlo aún, evitando más presiones.
Hasta que, un domingo, tras servir café en el salón, Lucia confrontó a Javier:
—¿Por qué tus quejas? He revisado mis gastos: son los mismos.
Él bajó la mirada.
—Es mi madre —confesó—. Insiste en que ahorremos para el bebé.
—¡Vaya treta! —Lucia rio, comprendiendo—. Quiere acelerar nuestros planes. Hablemos con ellos. Invítalos a merendar. Les explicaremos nuestros plazos.
Al día siguiente, tras servir polvorones y café, los cuatro conversaron en el comedor. Rosa y Pilar intercambiaron miradas cómplices, pero aceptaron respetar la decisión.
—Solo un año —advirtió Rosa, con un guiño—. Luego, ¡a dar nietos!
Javier rodeó a Lucia con un brazo, aliviado. La transparencia, al fin, calmaba las aguas.