No como en la serie, pero el corazón decidió por sí mismo

No como en las telenovelas, pero el corazón al fin eligió su destino

Carla adoraba las telenovelas. Soñaba con que la vida real pudiera ser igual de intensa: llena de giros dramáticos, pasión desbordada y finales felices. Pero su realidad era distinta: gris, rutinaria y monótona. Vivía en un pueblo pequeño cerca de Toledo, y ni siquiera el matrimonio había traído la felicidad que imaginaba de joven.

Raúl, su marido, al principio parecía cariñoso y confiable. Pero tres años después de casados, soltó de golpe:

—Me voy. No aguanto más aquí. Me asfixio. Nací para una gran ciudad, Carla.

—¿Qué dices? Tenemos una vida buena —intentó detenerlo ella.

—Tú tienes una vida buena. Yo no —cortó él, mientras echaba un par de camisas en una mochila y se marchaba sin mirar atrás.

Los rumores volaron por el pueblo en un santiamén. Las vecinas cotilleaban:

—Raúl dejó a Carla, se fue a Guadalajara. Seguro que anda enredado con otra.

Carla guardó silencio. No lloró, no se quejó. Simplemente siguió adelante. En la casa de sus padres no había sitio para ella —su hermano, su cuñada y sus cuatro hijos ocupaban hasta el último rincón. Carla no tenía hijos.

—Quizá Dios me hizo un favor. Con alguien como Raúl, no habría sido buen padre —pensaba, mirando a los niños del vecindario.

Por las noches, se sentaba frente al televisor y se sumergía en los dramas ajenos —infidelidades, amores apasionados, sufrimientos desgarradores. Las historias le quemaban el alma, y después de verlas, tardaba en conciliar el sueño.

Y por la mañana, la misma rutina: los cerdos, los gansos, las gallinas y el ternero Pepe. No era un animal de granja —lo ataba detrás del huerto. Una vez, la vecina le gritó:

—¡Carla, tu ternero está corriendo por el pueblo, se soltó!

Salió corriendo y vio a Pepe embistiendo la valla con los cuernos, a punto de romper el cercado del vecino.

—Pepe, por favor, quédate quieto —rogaba, agitando un trozo de pan. Pero el animal sacudía la cabeza y forcejeaba. De un tirón fuerte, asustó a una bandada de patitos.

Como siempre, apareció Víctor, el tractorista y su antiguo compañero de escuela. Atrapó al ternero con habilidad, lo ató bien y lo dejó seguro. Carla lo observó trabajar —sus manos fuertes, los músculos marcados bajo la camisa— y de pronto, algo le dio un vuelco dentro: qué ganas tenía de que alguien la abrazara con esas manos…

—Estoy loca —pensó, ruborizándose—. Como una gata en primavera.

Se avergonzó. Víctor vivía con Rosario, una mujer alta y robusta que, después de una fiesta donde él se había pasado de copas, se quedó en su casa. Llevó consigo a su hija de un matrimonio anterior, y desde entonces vivían juntos, sin papeles de por medio.

Carla se divorció rápido de Raúl en cuanto desapareció. Luego vinieron pretendientes, algunos hasta le propusieron matrimonio, pero su corazón permaneció callado. Hasta ahora —este Víctor, su antiguo compañero, que de pronto la miraba distinto, con una chispa de ternura. Notaba su mirada ardiendo en ella, y le daba miedo. Miedo a que Rosario se enterara y lo contara por todo el pueblo.

Pero Víctor ahora pasaba cada día por la linde, un camino que antes evitaba. Ella madrugaba como para desherbar el huerto —en realidad, esperaba sus pasos. Sus miradas se cruzaban, y en sus ojos había algo que Raúl nunca tuvo: calidez, casi dulzura.

Hasta que Raúl volvió. Así, como si nada hubiera pasado.

—¿Me perdonas? —preguntó con la misma sonrisa arrogante.

—¿Por qué no triunfaste en la ciudad?

Pero su corazón no latió más fuerte. Ni un temblor. Descubrió que el amor nunca existió. O que había muerto hace tiempo.

Él se quedó en la casa —no podía echarlo, pero él tampoco se comportaba como alguien respetable. Por las noches, ella cerraba la puerta con llave, empujaba un armario y entraba por la ventana. Víctor lo veía y lo entendía: Carla no había perdonado a Raúl.

Una mañana, aparecieron unos escalones bajo su ventana. Alguien los había puesto con cuidado para que le fuera más fácil entrar. No era Raúl, claro —él seguía durmiendo y desapareciendo sin más. Había sido Víctor, que los clavó en secreto.

Luego… Rosario regresó al pueblo. Pero enfermó, de golpe y gravemente. Su hija se fue con la abuela. A Rosario la llevaron al hospital, del que no volvió. Murió.

Carla veía cómo Víctor quitaba la nieve no solo de su puerta, sino también de la de ella. En silencio. Una primavera, volvió del trabajo y encontró la puerta abierta —una mujer entrada en kilos bebía de su taza en la cocina.

—Hola, casera —sonrió Raúl—. Vero y yo vivimos aquí ahora. La casa es mía. Tú ve haciendo las maletas.

Esa noche, Carla volvió a empujar el armario contra la puerta. Por la mañana, empezó a sacar sus cosas. Víctor se acercó, cogió la maleta en silencio y la llevó a su casa. Luego, otra y otra. Sin preguntar, simplemente se la llevaba. Raúl y Vero se miraron, pero no dijeron nada.

—¿Así que esto es amor? —se burló Raúl—. Buena suerte.

Víctor tomó la mano de Carla y la guió hacia su casa. De pronto, ella rompió a llorar —de felicidad, de sorpresa, de alivio. Él la abrazó fuerte, y el mundo entero giró ante sus ojos.

Se casaron rápido. Carla espera un hijo. Raúl salió de la casa y los miró marcharse, inquieto. Pero a ella ya no le importaba. Ahora tenía a un hombre de verdad a su lado. Y no en una telenovela, sino en la vida.

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No como en la serie, pero el corazón decidió por sí mismo