—Mamá, no puedo seguir viviendo así —dijo Elena, mirando por la ventana el cielo gris, cubierto de nubes espesas.
—¿Qué significa que no puedes? ¡Veintidós años pudiste y ahora de repente ya no! —Valentina, su madre, alzó las manos, su rostro arrugado se contrajo de indignación—. ¿Te has vuelto loca a tus años? ¿En qué estás pensando?
Elena sonrió con amargura. ¿En qué pensaba? En las noches en vela esperando a su marido de sus “reuniones de negocios”. En las miradas despectivas que él le lanzaba durante la cena. En cómo la llamaba “vieja chocha” delante de sus amigos y luego se reía, como si ella no tuviera sentido del humor.
—Pienso en que, por fin, quiero vivir para mí —respondió en voz baja.
—¿Para ti? —su madre soltó una risa corta—. ¿Y has pensado en mí? ¿Dónde voy a ir? ¡Con mi pensión apenas me da para pan! Fernando nos mantiene a las dos, por cierto.
Elena sintió un nudo en la garganta. Siempre igual: en cuanto hablaba de sí misma, su madre le echaba en cara deudas, obligaciones, culpas, cadenas que había arrastrado toda su vida.
—He encontrado trabajo, mamá. De contable en una empresa privada.
—¿Qué? —Valentina se dejó caer en una silla, llevándose la mano al pecho—. ¿Así que por eso ibas a esos cursos? ¿Preparándote a escondidas?
—No estoy obligada a…
—¡Sí lo estás! —la voz de su madre subió de tono—. ¡Yo te crié, pasé noches sin dormir! ¡Te di la vida! ¿Y ahora quieres destruirlo todo? ¿Por qué? ¿Por tus caprichos?
En el recibidor, la puerta se cerró de golpe. Fernando había vuelto. Sus pasos pesados sonaron como una sentencia. Elena apretó los puños, sintiendo cómo sus uñas se clavaban en las palmas.
—¿De qué discutís, señoras? —su voz, como siempre, goteaba miel cuando había testigos—. Valentina, grite menos, que va a venir la vecindad entera.
—¡Tu mujer se ha vuelto loca! —su madre cambió el objetivo—. ¡Dice que ha encontrado trabajo y que quiere divorciarse!
Fernando se giró lentamente hacia Elena. Algo frío y serpentino brilló en sus ojos.
—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Y cuándo se te ocurrió eso, cariño?
Elena sintió un escalofrío. Conocía demasiado bien ese tono, dulce como un veneno, presagio de tormenta.
—No se me ocurrió, Fernando. Lo decidí. —Se sorprendió de la firmeza en su propia voz.
—¡Lo decidió! —su madre alzó las manos—. ¡Fernando, dile algo! ¡Debe ser la menopausia, se le ha ido la cabeza!
—¡Mamá! —Elena se volvió bruscamente—. ¡Basta! Tengo cincuenta y dos años, no soy una histérica ni una loca. Simplemente ya no quiero…
—¿Qué es lo que no quieres, cielo? —Fernando dio un paso hacia ella, su sonrisa no llegaba a los ojos—. ¿No te gusta el piso? ¿O el coche? ¿O que no tengas joyas suficientes?
—Para ya —Elena retrocedió hacia la ventana—. Sabes perfectamente que no es eso.
—¿Entonces qué? ¿Esa secretaria joven con la que le viste? —intervino Valentina—. ¡Bah! Todos los hombres tienen sus debilidades. ¡Aguanta como las mujeres decentes!
Elena sintió que algo se rompía dentro de ella. Ahí estaba: “aguanta”. ¿Cuántas veces había oído esa palabra? Aguanta cuando te humilla. Aguanta cuando te engaña. Aguanta porque es lo normal, porque “piensa en tu madre”.
—Sabes qué, cariño —Fernando se sentó en el brazo del sillón, cruzando las piernas—, hablemos claro. Sabes que sola no sobrevivirías, ¿verdad? ¿Qué trabajo vas a encontrar a tu edad? ¿Quién te va a querer?
—¿Nadie me va a querer? —Elena rio, y su madre se estremeció ante ese sonido—. Claro, Fer. Eso es lo que llevas años repitiéndome. Que no valgo nada, que debo estar agradecida por cada mirada tuya.
—Hija mía —su madre intentó cogerle la mano—, estás exagerando…
—No, mamá —Elena se liberó con suavidad pero firmeza—. Por primera vez en años, veo todo claro. Y me voy.
—No irás a ninguna parte —gruñó Fernando, perdiendo la falsa dulzura—. ¿O has olvidado a nombre de quién está el piso? ¿O quién paga las medicinas de tu madre?
—Ah, ya —Elena sintió una extraña calma—. Por fin muestras tu verdadera cara. Ni siquiera te contuviste delante de mamá.
—Elenita, hija —Valentina se llevó las manos al pecho—, ¿no me abandonarás? ¿Adónde vas a ir?
—Tengo un piso. Lo alquilé hace una semana.
—¿Qué? —exclamaron al unísono su madre y su marido.
—Sí, imaginaos. Pequeño, en las afueras. Pero es mío. Bueno, alquilado, pero mío.
Fernando soltó una carcajada:
—¿Y con qué dinero piensas pagarlo? ¿Con el sueldo de una contable sin experiencia?
—No soy ninguna inútil —dijo Elena en voz baja—. Terminé los cursos con matrícula. Me han contratado en un buen puesto.
—¡Traidora! —gritó su madre—. ¡No te crié para que acabes en un piso de alquiler a tus años! ¿Qué dirá la gente?
—La gente, la gente… —Elena movió la cabeza—. Toda tu vida te ha importado lo que digan los demás. Lo que yo diga nunca te importó.
Entró en el dormitorio y sacó una maleta ya preparada. Fernando le cortó el paso:
—¡Ni se te ocurra irte!
—Apártate —su voz sonó como acero—. Voy a pedir el divorcio. Y no intentes amenazarme: tengo grabaciones de tus chantajes y pruebas de tus infidelidades. ¿Crees que a tus socios les gustará el escándalo?
Fernando palideció. Nunca lo había visto tan perdido.
—Estás… mintiendo.
—Pruébame —Elena sonrió—. Veintiocho años callada. Reuniendo todo lo que escondías. ¿Creías que era ciega? ¿Tonta? No, cariño. Solo esperaba a que los niños se independizaran.
—¡Los niños! —exclamó Valentina—. ¡Eso es! ¿Qué van a decir? ¡Vas a deshonrar a la familia!
—Lo saben, mamá. Hablé con ellos la semana pasada. ¿Sabes qué me dijo Lucía? “Mamá, llevo años esperando a que des este paso”.
Un silencio pesado llenó la habitación. Valentina se dejó caer en el sillón, murmurando. Fernando apretaba y soltaba los puños.
—¿Así que lo tenías todo planeado? —masculló—. Pero si te vas, no cuentes con volver. Y no ayudaré a tu madre.
—No hace falta —Elena cerró la maleta—. Me las arreglaré sola.
—¡Se las arreglará! —su madre se levantó—. ¿Y mis medicinas? ¿Y el piso? ¡Con mi pensión no llego!
—Mamá, ya te dije: tengo trabajo. Te ayudaré en lo que pueda.
—¿En lo que puedas? —Valentina se llevó las manos a la cabeza—. ¿Y si no puedes? ¿Si te despiden? ¡A tu edad—A tu edad se empieza a vivir de verdad —dijo Elena, abrazando a su madre mientras el aroma del bizcocho de manzana llenaba el pequeño piso que, por primera vez, olía a libertad.