No arriesgues tu suerte

Hoy, mientras contemplo el cerezo en flor desde mi ventana, me vienen a la memoria aquellos días de mayo en que todo parecía perfumado a azahar. Tenía dieciséis años, y mi amiga del alma, Rosario, y yo volvíamos juntas del instituto. Éramos inseparables desde niñas, vecinas y compañeras de clase. ¡Cuántos secretos compartimos! Rosario era tímida como una violeta, con esas mejillas siempre sonrosadas que parecían de porcelana. Yo, en cambio, más atrevida, siempre la defendía de todo y de todos.

“Rosario, ¿no ves que si no te defiendes, seguirán molestándote?”, le decía. “Dale un buen libroazo a ese Andrés cuando te ate la coleta a la silla otra vez”. Porque ese chico, que se sentaba detrás de ella, le hacía esa jugarreta cada dos por tres, y cuando Rosario se levantaba, caía de nuevo en la silla entre las risas de todos. Claro que nadie sabía que Andrés estaba perdidamente enamorado de ella, aunque sólo supiera demostrarlo con travesuras.

“Es que me da pena, Nati”, respondía Rosario con su voz suave. “Aunque se lo merezca”.

Al terminar el instituto, entramos juntas en la escuela de comercio para estudiar gestión administrativa. Seguíamos siendo uña y carne, aunque Rosario había ganado algo de carácter. Yo salía con Paco, de otra clase, mientras Rosario prefería quedarse en casa.

“Rosario, te presento a un amigo de Paco”, le insistía. “Es un chico estupendo, siempre contando chistes”. Pero ella se negaba: “No, Nati, yo quiero enamorarme de verdad, para siempre”.

Un día, Rosario notó que estaba de mal humor: “¿Qué te pasa, Nati? Estás como ausente”. Le confesé que Paco y yo habíamos roto porque se puso a coquetear con otras chicas en el cine. “¡Y pensar que le eché una bronca que se oyó hasta en la calle!”, le conté entre risas.

Pasaron las semanas, y cuando ya estábamos a punto de terminar los estudios, salimos a pasear por el Retiro. Llevábamos apenas un rato caminando cuando un chico nos rozó sin querer, haciendo caer el libro que Rosario llevaba en la mano.

“Perdonad, no era mi intención”, dijo mientras lo recogía. Al levantar la vista, sus ojos azules se encontraron con los de Rosario, y algo pasó entre ellos. “Soy Jaime, pero me gusta que me digan Jaimito”.

Yo me presenté enseguida: “Yo soy Natalia, y esta es Rosario”. Noté cómo Jaimito no podía apartar la mirada de ella, aunque fuera yo quien más hablaba. Él era profesor de matemáticas, recién salido de la universidad.

Al día siguiente, fuimos los tres al cine. Durante la película, vi de reojo cómo Jaimito tomaba la mano de Rosario, y cómo ella, aunque se ruborizaba, no la retiraba. Al terminar la función, Jaimito me pidió permiso para hablar a solas con Rosario. Entendí todo de inmediato y me marché, herida en mi orgullo.

“¡Esa remilgada se lo ha quitado de delante!”, pensé con rabia. Pero no podía hacer nada. Los veía cada día más enamorados, hasta que Rosario me dio la noticia: “Nati, Jaimito me ha pedido que nos casemos”.

Decidí actuar. Un día, esperé a Jaimito a la salida del instituto donde trabajaba. “Debes saber que Rosario no es quien crees”, le dije. “Antes de ti, ha salido con media Madrid”. Él me miró fijamente y se fue sin decir palabra.

La boda siguió adelante. Yo no asistí, pretextando una migraña. Tres días después, encontré una carta de Jaimito en el buzón. Sólo decía: “No desafíes al destino, sólo conseguirás hacerte daño”.

Ahora, con los años, comprendo lo cierto de esas palabras. Quizá todo estaba escrito, o quizá la vida me devolvió con la misma moneda el daño que quise causar. Me casé dos veces, pero ningún matrimonio duró. Hoy vivo sola, sin hijos, recordando aquella lección: el destino no se burla impunemente.

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