Noel no pudo plantar el árbol. Yo lo hice por nosotros.
Lucía estaba sentada en el comedor, frente a la vieja mesa de madera, sosteniendo el reloj de bolsillo de su marido. Pesaba, con la carcasa plateada desgastada y el cristal agrietado. Las manecillas se habían detenido a las cinco y media, una hora que no significaba nada. O quizá demasiado. Lo giraba entre los dedos, como si intentara devolverle la vida.
—¿Qué escondías, Noel? —susurró mirando la esfera—. Siempre lo llevabas, incluso roto. ¿Por qué?
Noel había muerto tres meses atrás. Un infarto, repentino como un rayo. Lucía tenía treinta y dos años; él, treinta y cinco. Acababan de empezar a soñar con el futuro: hijos, viajes, un pequeño jardín tras la casa. Pero el tiempo se detuvo. Igual que el reloj.
Lucía suspiró y lo dejó sobre la mesa. Quería ordenar las cosas de su marido, pero cada jersey, cada libro, la devolvían a él. El reloj era el último misterio. Noel nunca contó su procedencia. Solo decía: «Es importante, Lu». Y nada más.
Se levantó y se acercó a la ventana. Su casa en las afueras estaba rodeada de hojas otoñales. Los niños del barrio jugaban al fútbol en la calle, un perro ladraba a lo lejos. La vida seguía, pero para Lucía parecía haberse congelado.
—Basta —se dijo—. Hay que seguir adelante. Al menos por él.
—
Lucía no era de las que se rinden. Antes de casarse, trabajaba como florista en una tienda del centro, haciendo ramos que arrancaban sonrisas. Noel bromeaba diciendo que «domaba flores». Él era ingeniero, callado pero de mirada cálida. Se conocieron por casualidad: Lucía dejó caer una maceta con violetas a la entrada de una cafetería, y Noel, que pasaba por allí, ayudó a recoger los trozos.
—No te preocupes, la planta sobrevivirá —dijo él, sonriendo—. Pero tú pareces en shock.
—¡Era mi maceta favorita! —protestó Lucía, pero enseguida se rió. Su tranquilidad era contagiosa.
Así empezó su historia. Un año después se casaron, compraron la casa en las afueras y adoptaron un gato llamado Carbón. Soñaban con un hijo. Pero el destino decidió otra cosa. Hacía año y medio, Lucía perdió al bebé en el quinto mes. Noel estuvo a su lado, sosteniéndole la mano, en un silencio que hablaba más que mil palabras. Nunca mencionaron aquel dolor; simplemente siguieron viviendo. Y ahora él ya no estaba.
El reloj seguía sobre la mesa, como un recordatorio de lo no dicho. Lucía lo cogió y salió decidida. En la ciudad había un viejo relojero del que Noel había hablado alguna vez. Quizá él supiera algo.
—
El taller del relojero estaba en un callejón estrecho. El cartel decía: «Relojes y tiempo. Reparaciones». Detrás del mostrador, un anciano de cejas espesas y sonrisa amable. Se llamaba Benito.
—Buenos días —dijo Lucía, dejando el reloj sobre el mostrador—. No funciona. ¿Puede arreglarlo?
Benito se puso las gafas y lo examinó con atención.
—Hum, una pieza antigua —murmuró—. Suizo, principios del siglo XX. ¿De dónde lo sacó?
—Era de mi marido. Él… lo valoraba mucho.
El anciano asintió, como si entendiera más de lo que ella decía. Abrió con cuidado la tapa trasera y frunció el ceño.
—Aquí hay algo —dijo, extrayendo un papel doblado—. Parece una carta.
Lucía se quedó inmóvil.
—¿Una carta? ¿Qué carta?
—No lo sé —se encogió de hombros Benito—. Pero el reloj no funciona porque el mecanismo está oxidado. Puedo arreglarlo, pero tardará un par de días. La carta… es suya.
Le tendió el papel amarillento. Lucía lo cogió con manos temblorosas, pero no se atrevió a abrirlo.
—Gracias —susurró—. Volveré por el reloj más tarde.
—
En casa, Lucía pasó largo rato con la carta en las manos. Carbón se frotaba contra sus piernas, ronroneando, pero ella no lo notaba. Al fin, respiró hondo y desdobló el papel. La letra era de Noel: clara, con una ligera inclinación.
«A mi pequeño, al que nunca conoceré.
Perdóname por no protegerte. Le prometí a tu madre que seríamos una familia, pero la vida quiso otra cosa. Sabes, siempre quise plantar un árbol para ti. Un arce, como el que tenía mi abuelo. Decía que un árbol es vida que continúa. Si lees esto, es que no tuve tiempo. Pero mamá lo hará por mí. Es fuerte, mi Lucía. Cuídala, ¿vale?
Tu padre, Noel».
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Lucía. Apretó la carta contra el pecho, como si pudiera abrazar a Noel a través de esas palabras. Lo había escrito después de su pérdida, pero no se lo mostró. ¿Por qué? ¿Para no reabrir la herida? ¿O para dejarle algo de esperanza?
—Siempre hiciste las cosas a tu manera —susurró, sonriendo entre lágrimas—. Está bien, plantaré tu arce.
—
Al día siguiente, Lucía fue al vivero. Escogió un joven arce de hojas verdes brillantes. La vendedora, una mujer mayor llamada Carmen, notó su mirada perdida.
—¿Para quién es el árbol? —preguntó, envolviendo las raíces en arpillera.
—Para mi hijo —respondió Lucía en voz baja—. Y para mi marido.
Carmen la miró con ternura.
—Buena elección, hija. Un árbol es memoria. A mi marido también le gustaban los arces. Plantaba uno cada primavera, mientras pudo. Ahora los cuido yo.
—¿Y él…? —preguntó Lucía.
—Se fue hace cinco años. Pero lo veo en cada hoja —sonrió Carmen—. Plántalo sin miedo. Echará raíces.
Lucía asintió, sintiendo un calor en el pecho. Al volver a casa, cogió una pala y empezó a cavar en el jardín. Carbón la observaba desde el porche, como dando su aprobación. La tierra estaba dura, pero Lucía no se rindió. Imaginó a Noel sonriéndole.
Cuando terminó el hoyo, oyó una voz tras la valla:
—¡Oye, vecina! ¿Qué obras son estas?
Era Marta, la vecina de enfrente. Pasaba de los cincuenta y siempre aparecía con pasteles o consejos, aunque no se los pidieran.
—Planto un árbol —respondió Lucía, secándose el sudor.
—¿Sola? ¡Déjame ayudarte! —Marta ya abría la verja, sin esperar respuesta—. No vayas a lesionarte. ¿Para quién es el arce?
Lucía dudó, pero le contó lo de la carta y Noel. Marta escuchó, moviendo la cabeza.
—Vaya hombre, ¿eh? Callado, callado, y dejándote esto. Mi difunto hacía lo mismo. Todo lo guardaba, y luego… ¡sorpresa! Una vez me regaló unos pendientes sin que yo supiera que ahorraba para ellos.
—¿No te enfadabas por su silencio? —preguntó Lucía, colocando el arce en el hoyo.
—Me enfadaba —se rió Marta—. Pero luego entendí: callan porque aman. Las palabras no son su lenguaje. Sujeta las raíces, ahora le echo agua.
Juntas, rellenaron el hoyo y apisonaron la tierra. El arce quedó recto,El arce se mecía suavemente con el viento, como si Noel susurrara que, al fin, había encontrado la paz.