No alcanzó a plantar el árbol. Yo lo hice por nosotros.

**Diario de Elena**

No tuvo tiempo de plantar un árbol. Lo hice por nosotros.

Me senté frente a la mesa de madera antigua en el salón, con el reloj de bolsillo de mi esposo entre las manos. Pesaba, con la carcasa de plata desgastada y el cristal agrietado. Las manecillas se habían detenido a las cinco y media, una hora que no significaba nada. O quizás demasiado. Lo giraba entre mis dedos, como intentando devolverle la vida.

—¿Qué escondías, Andrés? —susurré, mirando la esfera—. Siempre lo llevabas, incluso estropeado. ¿Por qué?

Andrés murió hace tres meses. Un infarto, repentino como un rayo. Yo tenía treinta y dos, él treinta y cinco. Empezábamos a soñar con el futuro: niños, viajes, un pequeño jardín tras la casa. Pero el tiempo se detuvo. Igual que este reloj.

Suspiré y lo dejé a un lado. Quería ordenar sus cosas, pero cada jersey, cada libro, me devolvía a él. El reloj era el último misterio. Nunca me contó de dónde venía. Solo decía: *”Es importante, Leni”*. Y nada más.

Me acerqué a la ventana. Nuestra casa en las afueras se hundía entre hojas otoñales. Los niños del barrio jugaban al fútbol, un perro ladraba a lo lejos. La vida seguía, pero para mí, era como si se hubiera congelado.

—Basta —me dije—. Hay que seguir. Por él, al menos.

***

Nunca fui de las que se rinden. Antes de casarme, trabajaba como florista en una tienda del centro, haciendo ramos que arrancaban sonrisas. Andrés bromeaba diciendo que yo *”domaba las flores”*. Él era ingeniero, callado, pero de mirada cálida. Nos conocimos por casualidad: dejé caer una maceta de violetas a la entrada de un café, y Andrés, que pasaba, recogió los trozos.

—No te preocupes, la planta sobrevivirá —me dijo, sonriendo—. Pero tú pareces en shock.

—¡Era mi maceta favorita! —protesté, pero luego reí. Su calma era contagiosa.

Así comenzó nuestra historia. Un año después, nos casamos, compramos la casa en las afueras, adoptamos un gato llamado Ceniza. Soñábamos con un hijo. Pero la vida decidió otra cosa. Hace año y medio, perdí al bebé a los cinco meses. Andrés estaba allí, sosteniendo mi mano en silencio. Un silencio que gritaba más que cualquier palabra. Nunca hablamos de ese dolor, solo seguimos adelante. Y ahora, él tampoco estaba.

El reloj seguía sobre la mesa, recordándome lo no dicho. Lo cogí y salí decidida. En el pueblo había un relojero viejo, del que Andrés había hablado alguna vez. Quizás él supiera qué pasaba.

***

El taller del relojero estaba en un callejón estrecho. El cartel decía: *”Tiempo y relojes. Reparaciones”*. Detrás del mostrón, un viejo de cejas espesas y sonrisa amable. Se llamaba Antonio Herrera.

—Buenos días —dije, dejando el reloj—. No funciona. ¿Puede arreglarlo?

Antonio se puso las gafas y lo examinó.

—Hmm, una pieza antigua —murmuró—. Suizo, principios del siglo XX. ¿De dónde lo sacó?

—Era de mi marido. Lo… valoraba mucho.

Asintió, como si entendiera más de lo que yo decía. Abrió la tapa trasera con cuidado y frunció el ceño.

—Hay algo aquí —dijo, sacando un papel doblado—. Parece una carta.

Me quedé inmóvil.

—¿Una carta? ¿De quién?

—No lo sé —se encogió de hombros—. Pero el reloj no funciona por el óxido. Puedo arreglarlo, pero tardaré un par de días. La carta… es suya.

Me tendió el papel amarillento. Lo tomé con manos temblorosas, pero no me atreví a abrirlo.

—Gracias —susurré—. Volveré por el reloj más tarde.

***

En casa, pasé horas con la carta en las manos. Ceniza se frotaba contra mis piernas, ronroneando, pero yo no lo notaba. Finalmente, respiré hondo y la abrí. La letra era de Andrés, pulcra, con una leve inclinación.

*”A mi pequeñín, al que nunca conoceré.*

*Perdón por no protegerte. Le prometí a tu madre que seríamos una familia, pero la vida quiso otra cosa. Sabes, siempre quise plantar un árbol para ti. Un olivo, como el que tenía mi abuelo. Él decía que un árbol es vida que sigue. Si lees esto, es que no tuve tiempo. Pero mamá lo hará por mí. Es fuerte, mi Leni. Cuídala, ¿vale?*

*Tu padre, Andrés.”*

Las lágrimas resbalaron por mis mejillas. Apreté la carta contra el pecho, como si pudiera abrazarlo a través de esas palabras. La escribió tras la pérdida, pero nunca me la enseñó. ¿Para no hacerme daño? ¿O para dejarme algo en qué aferrarme?

—Siempre hiciste las cosas a tu manera —susurré, sonriendo entre lágrimas—. Está bien, plantaré tu olivo.

***

Al día siguiente, fui al vivero. Elegí un olivo joven, de hojas plateadas. La vendedora, una mujer mayor llamada Carmen, notó mi expresión.

—¿Para quién es el árbol? —preguntó, envolviendo las raíces en arpillera.

—Para mi hijo —respondí en voz baja—. Y para mi marido.

Carmen me miró con ternura.

—Buena elección, hija. Los árboles son recuerdos. Mi marido también amaba los olivos. Cada primavera plantaba uno, mientras pudo. Ahora yo los cuido.

—¿Y él…? —pregunté.

—Se fue hace cinco años. Pero lo veo en cada hoja —sonrió—. Plántalo, no tengas miedo. Echará raíces.

Asentí, sintiendo calor en el pecho. Al volver a casa, cogí una pala y cavé un hoyo en el jardín. Ceniza observaba desde el porche, como aprobando. La tierra estaba dura, pero no me rendí. Imaginé a Andrés sonriéndome.

Cuando terminé, una voz sonó tras la valla:

—¡Eh, vecina! ¿Obras nuevas?

Era Lucía, la vecina de enfrente. Pasaba los cincuenta, siempre llegando con pasteles o consejos, aunque no se los pidieran.

—Planto un árbol —respondí, secándome el sudor.

—¿Sola? ¡Ayudo! —Ya abría la verja, sin dejar que me negara—. No vayas a lastimarte. ¿Para quién es?

Vacilé, pero le conté lo de la carta y Andrés. Ella escuchó, meneando la cabeza.

—Vaya hombre, ¿eh? Callado, callado, y dejando esto. Mi difunto hacía lo mismo. Guardaba todo, y luego… ¡sorpresa! Una vez me regaló unos pendientes. Ni sabía que ahorraba.

—¿No te molestaba su silencio? —pregunté, colocando el olivo.

—Claro —rió—. Pero luego entendí: callan porque aman. Las palabras no son su idioma. Sujeta las raíces, riégalo bien.

Juntas, terminamos. El olivo se erguía firme, como si siempre hubiera estado allí.

—Qué bonito —dijo Lucía—. Cuídalo, Leni. Ahora es tu hijito.

Sonreí. Por primera vez en meses, no me sentí tan sola.

***

Dos días después, volví al relojero. Antonio me sonrió.

—El reloj funciona —dijo, entregándomelo—. El mecanismo era buenoCaí en la cuenta de que, aunque Andrés ya no estaba, su amor seguía creciendo en cada hoja del olivo, en cada sonrisa que brotaba de los recuerdos, y en el tictac del reloj que ahora marcaba un tiempo nuevo.

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No alcanzó a plantar el árbol. Yo lo hice por nosotros.