Ya no aguanto más.
1 de febrero, martes. Esta noche… otra vez esa maldita música. Casi la una de la madrugada y parece un concierto de rock ahí arriba. Golpeé el radiador con el puño, la rabia me nublaba.
—¡Mamá, tranquilízate! —suspiró Laura sin apartar la vista del móvil—. Mañana hablas con ellos.
—¿Hablar? ¡Llevo un mes aguantando a esos… esos…! —Agité las manos, buscando la palabra—. ¡Drogadictos! ¡Seguro!
—No grites, mamá. Vas a despertar a Lola.
—¡Y que se despierte! ¡Que sepa en qué casa vive! —Abrió la ventana de golpe—. ¡Eh, vosotros, arriba! ¡Basta ya!
Una cabeza despeinada asomó por el tercero.
—¡Abuela, no chilles tú! ¡La gente duerme!
—¿Abuela? ¡Imbécil! —salté—. ¡Llamaré ahora a la Policía Municipal!
—¡Llama! —rugió, cerrando la ventana. La música subió aún más.
Me senté en el sofá, la mano en el pecho. Temblaba. Laura me miró al fin.
—Mamá, ¿estás bien? ¿Tomas las pastillas?
—El cardiotónico… —musité.
Me lo trajo con agua. Al tragarlo, noté el frío de las pastillas.
—No puedo más, Laura. Antes vivían personas decentes. Silencio, orden… Ahora esto.—Señalé al techo retumbante.
—¿Cuándo llegaron?
—Hace un mes. Una pareja joven. Parecían educados… saludaban en el portal. Pero son… —Un estruendo arriba, risotadas—. Drogadictos. La gente normal a esta hora duerme.
Laura bostezó.
—Me voy a casa. Es tarde.
—¡No me dejes sola con esos… locos!
—¿Qué quieres que haga? Tengo trabajo mañana. Lola al colegio. Arréglalo tú.
Me quedé sola. Cada golpe arriba vibraba en mis huesos. Busqué en la mesilla: el número del Policía Municipal. Nadie contestó. Probé con la Comisaría.
—Digame… —una voz cansada.
—Buenas, soy Carmen Martínez, calle Gran Vía. Mis vecinos ponen música a todo volumen, no dejan dormir.
—¿La hora?
—¡La una!
—Anotado. Patrullará si hay unidades libres.
—¿Cuándo?
—No sé. Muchas llamadas.
Colgué. Puños apretados. “Unidades libres”. ¿Mañana? ¿La semana que viene? Miré la calle: vacía, solo faroles. Pero aquí, el infierno. Y a nadie le importa. Treinta años en este piso. Vecinos que nacían, crecían, se respetaban. Silencio absoluto tras las diez. Ahora estos jóvenes criados con dinero y sin educación.
Se oyó una nueva canción. Guitarras estridentes, paredes temblando. No pude evitarlo.
—¡APAGAD LA MÚSICA! —grité. Nadie respondió.
Me puse la bata y salí al rellano. Subí y toqué el timbre. Pasos.
—¿Quién? —voz de hombre.
—La vecina de abajo. Abra, por favor.
La puerta entreabierta con cadena. Un ojo joven.
—¿Qué?
—Joven, ¿puede bajar la música? Es tarde.
—¿Le molestamos?
—¡Obvio! ¿Cómo dormir con esto?
Él resopló. Metí el pie antes de que cerrara.
—¡Espere! ¡Le hablo!
—No se ponga, abuela. No molestamos.
—¡Todo el edificio les oye!
—Su problema. En mi casa hago lo que quiero.
Me cerró. Bajé. Dentro era peor. Música a todo trapo, voces… más invitados. Me metí en la cama con la almohada sobre la cabeza. Inútil. El ruido atravesaba todo.
Fui a la cocina. Té junto a la ventana. Calma fuera, locura aquí. Cansada del desprecio, de rogar respeto. Antes era otra: responsable de biblioteca, crié a mi hija, cuidé a mi nieta. Me escuchaban. Ahora… una vieja insignificante.
Apuré el té. Decidida. Abrí el armario. Saqué el martillo de mi difunto marido. Pesado. Fiable. Me acerqué al radiador.
*¡CLANG!* Un sonido como campana. Otro golpe. Y otro. Arriba, la música cesó. Voces, carreras.
—¿Qué ha sido eso?
—La vieja loca de abajo.
Volví a golpear. Todo el edificio retumbó.
—¡Veréis loca! —grité—. ¡Despertaré a todo el barrio!
Golpe tras golpe. Rítmico. Método. Arriba revuelo. Muebles arrastrados, gritos.
—¡APAGADLA! —grité entre martillazos—. ¡O sigo toda la noche!
Silencio. Bajé el martillo. Al fin… silencio. Me senté. El corazón latía más calmado. Las manos aún temblaban, pero un alivio enorme.
Timbre. Miré por la mirilla. Ellos: él y ella.
—Abra —dijo él—. Hablemos.
—¿Ahora quieren hablar? —pregunté sin abrir.
—Por favor —rogó ella—. Queremos disculparnos.
Quité la cadena. Él, veinticinco o así. Ella más joven. Ni drogadictos ni maleantes.
—Perdone —dijo ella—. No pensamos que sonara tan fuerte.
—Un mes sin pensar —refunfuñé—. ¿Y ahora sí?
—Es que… —él empezó, pero ella le dio un codazo.
—Somos nuevos —dijo ella—. En nuestra antigua casa, en las afueras, las paredes eran gruesas. Se podía poner música sin molestar.
—¿De dónde?
—Sevilla. Él es de aquí. Casados hace poco, alquilamos.
Me suavicé un poco. Ella educada, sincera.
—Mire, llevo treinta años aquí. Silencio siempre. Y de repente, ese escándalo…
—No volverá a pasar —prometió—. Palabra. Tras las diez, nada de música.
—¿Y qué
Ya no soporto más
– ¡Otra vez esa música infernal! – vociferó Valentina Ruiz, golpeando el radiador con el puño. – ¡Es la una de la madrugada y han montado un concierto de rock ahí arriba!
– Mamá, cálmate – suspiró su hija Elena sin levantar la vista del móvil. – Mañana hablas con ellos.
– ¡¿Hasta cuándo voy a hablar?! ¡Llevo un mes aguantando a esos… esos…! – agitó las manos buscando palabras – ¡Drogadictos de pacotrota!
– Mamá, no chilles así. Vas a despertar a Lucía.
– ¡Qué se despierte! ¡Que sepa en qué casa vive! – Valentina abrió la ventana de un tirón. – ¡Eh, arriba! ¡Dejad de gritar!
Del tercer piso asomó un joven despeinado.
– Abuela, ¡no grites tú! ¡La gente duerme!
– ¿Abuela yo, palurdo? – se encendió Valentina. – ¡Ahora mismo llamo a la policía!
– ¡Pues llama! – rugió el joven cerrando la ventana.
La música redobló su volumen.
Valentina se desplomó en el sofá llevándose la mano al corazón. Le temblaban las manos y la respiración se entrecortaba. Elena por fin apartó los ojos del móvil.
– Mamá, ¿qué tal? ¿Tomaste tus pastillas?
– El Valeriana – susurró Valentina.
Su hija le alcanzó el frasco y un vaso de agua. Tras beber las gotas, Valentina apoyó la cabeza en los cojines.
– No puedo más, Elena. De verdad. Antes vivían vecinos decentes. Silencio y orden. Pero ahora…
Agitó la mano hacia el techo, de donde retumbaban los tambores.
– ¿Cuándo se mudaron? – preguntó Elena.
– Hace un mes. Una pareja joven. Parecían educados: saludaban en el portal, sonreían… Pero resultaron ser…
Un estruendo ensordecedor la interrumpió. Risa y gritos arriba.
– Drogadictos, seguro – refunfuñó –. La gente normal a esta hora duerme.
Elena bostezó estirándose.
– Me voy a casa. Es tarde.
– ¡No me dejes sola con estos… locos!
– ¿Qué puedo hacer yo? Mañana mañana trabajo y Lucía tiene colegio. Arréglalo tú con los vecinos.
Se marchó. Valentina se quedó en un piso donde cada golpe resonaba en su pecho.
Rebuscó en el cajón su libreta de contactos. Del teléfono de la comisaría nadie respondió. Marcó el número de guardia.
– Dígame – respondió una voz agotada.
– Soy Valentina Ruiz, calle Olivos nº5. Los vecinos de arriba tienen la música a todo volumen. Imposible dormir.
– ¿Qué hora es?
– ¡La una de la madrugada!
– Anotamos su aviso. Una patrulla pasará cuando pueda.
– ¿Cuándo será eso?
– No puedo precisar. Muchas incidencias.
Colgó apretando los puños. ¿Irían por la mañana? ¿Al día siguiente? ¿En una semana?
Asomó a la calle desierta. Faroles iluminando la calma. Pero en su casa era un infierno: música, gritos, pisadas. Y a nadie le importaba.
Recordó sus treinta años en aquel piso. Vecinos que entraban y salían, niños creciendo. Todos se conocían, se respetaban. Después de las diez, silencio absoluto.
Ahora… Gente joven de quién sabe dónde, creyéndose con derecho a todo. Padres ricos comprando pisos, pero cero educación.
Una nueva canción estalló arriba. Guitarras estridentes. Las paredes vibraban.
No pudo contenerse. Volvió a la ventana:
– ¡Apagad esa música! – gritó con todas sus fuerzas. – ¡La gente duerme!
Silencio. La música continuó.
Se enfundó la bata y salió al rellano. Subió y llamó al timbre. Tras unos pasos, un vozarrón:
– ¿Quién es?
– Su vecina de abajo. Abra, por favor.
La puerta se entornó con cadena. Un ojo juvenil la escrutó:
– ¿Qué quiere?
– Joven, ¿podría bajar la música? Es muy tarde.
– ¿Le molestamos?
– ¡Claro! ¡Imposible dormir con ese estruendo!
Él resopló. Iba a cerrar cuando Valentina interceptó la puerta con el pie.
– ¡Espere! ¡estoy hablando con usted!
– Abuela, no se ponga. Aquí no molestamos.
– ¡Cómo que no! ¡Todo el edificio los oye!
– Eso es su problema. En mi casa hago lo que me da la gana.
La puerta se cerró de golpe. Valentina bajó lentamente.
Adentro, la música sonaba aún más fuerte, mezclada con voces. Habían llegado invitados.
Se metió en la cama tapándose la cabeza con la almohada. Inútil. El sonido traspasaba huesos y alma.
Fue a la cocina. Sirvió té y se sentó junto a la ventana. Afuera paz, adentro manicomio.
Cansada del grosero desdén, de mendigar respeto básico.
Antes fue distinta. Activa. Decisiva. Encargada de biblioteca, crió a su hija, ayudó con la nieta. Respetada. Escuchada.
Ahora actualizaban una vieja. Una pensionista a la que se puede mandar a paseo. Obligada a aguantar a jóvenes insolentes.
Terminó el té y se levantó decidida. Basta. No toleraría más.
Abrió el armario y sacó un martillo. El mismo que usó su marido Javier para colgar cuadros. Lo palpó. Pesado. Fiable.
Se plantó frente al radiador y golpeó la tubería con todas sus fuerzas. Un estampido metálico cruzó las paredes. Repitió el martillazo. Una y otra vez.
Arriba calló la música. Se oyeron carreras, voces:
– ¿Qué ha sido eso? – dijo alguien.
– La vieja chiflada de abajo – respondió la voz del joven.
Valentina volvió a golpear. Un sonido pétreo recorrió el edificio.
– ¡Les enseñaré quién es la chiflada! – chilló entre golpes – ¡Despertaré al vecindario entero!
Continuó machacando el metal. Rítmico. Metódico.
Arriba cundió el pánico. Muebles arrastrándose, gritos.
– ¡Apagadla! – rugía Valentina entre martillazos. – ¡O sigo toda la noche!
Silencio. Bajó el martillo. Escuchó. Al fin, paz.
Una llamada a la puerta. Por la mirilla vio a la pareja de vecinos. Él y ella.
– Abra – dijo él. – Debemos hablar.
– ¿Ahora quieren hablar? – replicó ella sin abrir.
– Por favor, abra – suplicó la chica –. Queremos disculparnos.
Ahora, cada vez que veía el martillo en el armario, Valeria sonreía, no como una amenaza, sino como un recordatorio de que por fin había aprendido a poner límites y que, a veces, un poco de ruido bien pactado traía consigo algo inesperado y bueno: una nueva amistad en el piso de arriba.