«Ni siquiera me dio las gracias por cuidar a su hija, y encima me llamó mentirosa» — se lamenta Antonia con voz amarga.
—No soy de hierro —dice Antonia, pasándose una mano por el pelo canoso—. Ya tengo sesenta y cinco años, cada vez tengo menos fuerzas, y los problemas parecen multiplicarse. No me importa ayudar. No me importa pasar tiempo con mi nieta. Pero cuando te devuelven un favor con reproches, duele de verdad.
Su hijo, Javier, tiene treinta y tres años. Su esposa, Lucía, tres años menor. Podría parecer una pareja sólida, llevan más de diez años juntos, pero la relación entre suegra y nuera nunca ha sido cercana. Siempre se han mantenido con distancia, sin conflictos abiertos, pero sin mucha confianza.
Al principio, Antonia se alegró mucho al saber que iban a tener un hijo. A su nieta, Leticia, la quiso desde el primer día. Una niña risueña, de pelo claro, que siempre buscaba a su abuela. Javier y Lucía no tenían que pedírselo: Antonia misma se ofrecía a ayudar —a quedarse por las tardes, a recogerla de la guardería, a llevársela un par de días—.
Pero poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. Su ayuda dejó de ser un gesto amable para convertirse en una obligación. Leticia pasaba cada vez más tiempo con ella: fines de semana, festivos, incluso entre semana. Hasta que un día, Lucía anunció sin rodeos que este año, antes de empezar el colegio, su hija no iría a la guardería: que se quedara con la abuela.
—Estoy agotada, de verdad. No me niego, pero ya no soy joven, tengo la tensión alta, las articulaciones me duelen… y encima tengo que cocinar, entretenerla, ayudarla con ejercicios. Leticia ya no es un bebé —tiene seis años, carácter fuerte y demanda mucha atención— recuerda Antonia—. Pero lo intenté, porque la quiero.
Y ahí llegó el problema: el pelo. Leticia lo tenía largo, grueso, casi hasta la cintura. Cuidarlo era un esfuerzo: lavarlo, secarlo, desenredarlo, trenzarlo… todo llevaba al menos una hora. Y en el pueblo, Antonia ni siquiera tenía secador.
—¡No la obligué! Solo le dije: «¿Qué tal si lo cortamos un poquito?» Y a ella le hizo ilusión. Pensé que su madre estaría de acuerdo. Pero en cuanto Lucía lo supo… —la voz de Antonia tiembla— me llamó gritando que era una mentirosa, que había manipulado a su hija, que era una egoísta.
El conflicto estalló cuando Lucía vio a Leticia. La niña se había cortado el pelo hasta los hombros, y para su nuera, fue como si el mundo se derrumbara. Antonia pasó de ser la abuela cariñosa a la villana que socavaba su autoridad.
—¿En serio me merezco esto? —se queja Antonia—. ¡Si ni siquiera toqué las tijeras! Una amiga de Leticia la cortó mientras yo estaba en el supermercado. Y aún así, la culpable soy yo. Y Javier ni siquiera llama.
Que le prohibieran ver a su nieta le partió el corazón. La niña la echa de menos, pregunta por ella, pero Antonia no puede saber cómo está. Todo por un malentendido que convirtieron en traición.
—Quizá debí ser más firme. O callarme y fingir que todo estaba bien. Pero estoy cansada. Hice lo que pude. Y ahora… —su voz se quiebra.
En el alféizar de la ventana, Antonia guarda un dibujo que Leticia le regaló en primavera: un sol, unos árboles y las dos de la mano. Cada día lo mira y susurra: «Perdóname, Leti. Te quiero igual».