Niños Ajenos

LOS HIJOS AJENOS

Al principio, a Genaro le pareció que su madre simplemente había engordado. Aunque de una manera extraña. De repente, su cintura se había redondeado, pero el resto de su cuerpo seguía igual. Preguntarle habría sido incómodo, ¿y si se ofendía? Su padre guardaba silencio, mirando a mamá con ternura, y Genaro fingió no notar nada.

Pero pronto el vientre creció de manera evidente. Una tarde, al pasar por la habitación de sus padres, Genaro vio por casualidad cómo su padre acariciaba suavemente el vientre de su madre mientras le susurraba algo al oído. Ella sonreía, satisfecha. La escena lo avergonzó y se apresuró a marcharse.

“Mamá está esperando un bebé”, se le ocurrió de pronto. La idea no lo sorprendió tanto como lo sacudió. Su madre, sin duda, era hermosa y se veía más joven que muchas de las madres de sus compañeros, pero un embarazo a su edad le producía rechazo. Incluso pensarlo le daba vergüenza. Sabía de dónde venían los niños, lo intuía todo, pero jamás había imaginado que sus padres… Bueno, no eran cualquiera, eran su madre y su padre.

—Papá, ¿mamá está esperando un bebé? —preguntó una tarde, porque con él le resultaba más fácil hablar de eso.

—Sí. Mamá siempre quiso una niña. Aunque supongo que es tonto preguntarte si prefieres un hermano o una hermana.

—¿Pero se puede tener hijos a su edad?

—¿A qué edad? Mamá solo tiene treinta y seis, y yo cuarenta y uno. ¿Te molesta?

—¿A alguien le importó mi opinión? —respondió Genaro con brusquedad.

Su padre lo miró con atención.

—Espero que seas lo suficientemente maduro para entendernos. Mamá lleva años deseando una niña. Cuando naciste, vivíamos de alquiler. Ella se quedaba contigo, yo trabajaba, y apenas llegábamos a fin de mes. Decidimos esperar. Luego murió la abuela y nos dejó su piso. ¿Te acuerdas de ella?

Genaro encogió los hombros.

—Hicimos algunas reformas y nos mudamos. Cuando creciste y mamá volvió a trabajar, las cosas mejoraron, compré el coche. Seguimos posponiendo lo de la niña, diciendo que ya llegaría. Después… simplemente no pasaba. Y ahora, cuando ya habíamos perdido la esperanza…

—Ojalá sea una niña, como quiere mamá. Claro que nuestra madre es joven, pero tampoco es una chiquilla. Así que intenta no alterarla, ¿de acuerdo? Si tienes algo que decir, dímelo a mí. ¿Trato hecho?

—Sí, ya lo entiendo, papá.

Más tarde supieron que sería una niña. La casa se llenó de ropitas rosas, diminutas, de muñeca. Apareció una cuna. Mamá a menudo se perdía en sus pensamientos, como si escuchara algo dentro de sí. Entonces su padre preguntaba, preocupado, si todo iba bien. Y a Genaro le contagiaba ese nerviosismo.

A él, la verdad, le daba igual el bebé, y menos aún una hermana. ¿Para qué quería llantos y pañales? Lo único que le importaba era Julia Fernández. Si sus padres querían otro hijo, allá ellos. Él ni se enteraría. Hasta sería bueno: estarían pendientes de la niña y lo dejarían en paz. Algo positivo, al fin y al cabo.

—¿Es peligroso? Quiero decir… ¿a su edad? —preguntó Genaro.

—Siempre hay riesgos. Claro que ahora le cuesta más que cuando te esperaba a ti. Era trece años más joven. Pero no vivimos en el monte, estamos en una gran ciudad, con hospitales y médicos… Todo irá bien —añadió su padre, cansado.

—¿Cuándo nacerá?

—¿El parto? En dos meses.

Pero mamá dio a luz un mes antes. Genaro se despertó por el ruido. Oyó gemidos y carreras tras la pared. Se levantó, frotándose los ojos, y fue hacia la habitación de sus padres. Mamá estaba sentada en la cama deshecha, con las manos en la espalda, balanceándose como un péndulo mientras gemía. Su padre corría nervioso, recogiendo cosas.

—No olvides la carpeta con los documentos —logró decir mamá, con los ojos cerrados.

—Mamá —llamó Genaro, despertándose del todo, contagiado por la tensión.

—Perdona, te hemos desvelado. Es que… ¿Dónde está esa ambulancia? —su padre miró al aire, como esperando una respuesta.

El aire respondió con un timbrazo en la puerta, y su padre salió disparado. Genaro no sabía si vestirse o quedarse, por si acaso. Pero entonces entraron un hombre y una mujer del servicio de emergencias, se acercaron a su madre y empezaron a hacer preguntas extrañas:

—¿Desde cuándo tienes contracciones? ¿Cada cuánto? ¿Has roto aguas?

Cuando otra contracción la dobló, su padre respondió por ella. Nadie le prestaba atención a Genaro, así que se escabulló. Cuando regresó, ya vestido, sus padres salían del piso. Mamá iba todavía en bata y zapatillas. En la puerta, su padre se volvió.

—Vuelvo pronto. Ordena un poco aquí. —Iba a añadir algo, pero mamá gimió y se agarró a su brazo.

Genaro se quedó un rato mirando la puerta, escuchando el silencio inusual. Luego volvió a su cuarto y miró el reloj. Todavía podía dormir dos horas. Recogió con cuidado, guardó las cosas esparcidas y fue a la cocina.

Su padre regresó cuando Genaro se preparaba para el instituto.

—¿Y? ¿Ya nació? —preguntó, intentando adivinarlo en su cara.

—Todavía no. No me dejaron entrar. Ponme un café.

Genaro le sirvió la taza y preparó unos bocadillos.

—¿Me voy? —preguntó.

—Ve. Te llamaré cuando haya novedades —prometió su padre.

Llegó tarde al instituto.

—Señor Martínez, ¡qué honor! ¿A qué viene el retraso? —preguntó el profesor de matemáticas.

—Tuvieron que llevar a mi madre al hospital.

—Disculpa, siéntate —cedió el profesor, más suave.

—¡Su madre está de parto! —gritó López, y la clase estalló en risitas. Genaro se giró bruscamente.

—¡Silencio! Martínez, siéntate. ¿De qué os reís?

Su padre llamó en la última clase.

—¿Puedo salir? —levantó la mano Genaro.

—¿Es urgente? Faltan veinte minutos, aguanta. Y guarda el móvil —dijo la de lengua.

—Es que su madre está en el hospital —volvió a gritar López, pero esta vez nadie se rio.

—Vale, sal —permitió la profesora.

—¿Qué, papá? —preguntó Genaro en el pasillo.

—¡Es una niña! Tres kilos cien. Uf —exhaló su padre al teléfono.

—¿Qué tal? —preguntó la profesora cuando volvió.

—Todo bien, es una niña —contestó Genaro, automático.

—Ahora Martínez será niñera —soltó López, y la clase estalló en carcajadas, ahogando el timbre.

Fernández lo alcanzó en la calle y caminó junto a él.

—¿Cuántos años tiene tu madre? —preguntó.

—Treinta y seis.

—No lo tomes a mal, me alegro por ti, por vosotros. Una hermanita es genial. Yo estoy sola. Mis padres no quisieron más… —Caminaron y hablaron, y Genaro sintió por primera vez que estaba contento de tener una hermana

Rate article
MagistrUm
Niños Ajenos