Hoy estoy que echo chispas de la rabia que llevo dentro. Otra vez he discutido con mi madre, y ni siquiera tengo ganas de llamar a la suegra.
Tenemos suerte, dicen, porque tenemos dos abuelas, la mía y la de mi marido Aunque “suerte” es un decir, porque no se portan como tales. Las dos viven a cien metros del parvulario de nuestro hijo, y las dos se niegan en redondo a recogerlo. Yo lo haría, pero como salgo del trabajo a las seis de la tarde, no llego a tiempo. Mi esposo tampoco puede siempre, porque trabaja por turnos en una fábrica. Así que no nos queda más que pagar a una canguro, un gasto extra que nos ahoga. ¡Y eso que tenemos abuelas!
Mi madre termina a las cuatro. Pasa cada día por delante de la guardería al volver a casa, pero su vida privada es ahora su prioridad. Se divorció de mi padrastro y quiere vivir para ella. Dice que necesita relajarse después del trabajo y ponerse mascarillas para parecer más joven. Todos los fines de semana tiene planes: cine, exposiciones, quedadas con amigas.
A su nieto solo se lo lleva de vez en cuando, y casi nunca entre semana. Alega que le altera la rutina porque el niño no para de correr por la casa y le corta la meditación. Le encanta darme consejos sobre crianza, pero se niega en rotundo a implicarse.
La suegra es otro cantar. Nunca ha trabajado; siempre fue ama de casa. Crió cuatro hijos con menos de tres años de diferencia entre ellos. Mi marido es el mayor. Parecería la candidata perfecta para echar una mano, pero no. Dice que ya cumplió con los suyos y que basta. Además, alega que tiene mucho quehacer: cocinar, limpiar, lavar, alimentar a la familia y recoger lo que los demás dejan tirado. Y eso que sus hijos menores, de dieciocho y veintiún años, son ya hombres independientes que pueden valerse solos.
Una vez, mi suegra se llevó a mi hijo y luego se indignó como si le hubieran pedido un sacrificio. Dijo que no pudo hacer nada mientras lo tenía, porque sus hombres volvían cansados y hambrientos del trabajo. Al final, me soltó que yo parí para mí, no para ella, y que me las apañara sola. Desde entonces, dejó claro que no contáramos con su ayuda.
El coste de la canguro nos desangra. Me revienta la hipocresía de estas abuelas que en Navidad se deshacen en muestras de cariño hacia su nieto, presumiendo de los regalos que le compran. Pero no necesitamos regalos, sino ayuda de verdad.
Hoy no me quedó más remedio que llamar a mi madre y rogarle que recogiera al niño porque no tenemos para pagar a la canguro.
No podemos esperar nada de nuestros padres, ni dinero ni apoyo real. Mi suegra tampoco quiere ayudar económicamente; dice que sus hombres comen fuera y que el dinero se le va en la comida.
No sé cómo saldremos de esta. Todo lo que ganamos se nos va en comida, ropa y gastos de la casa, y encima la canguro. ¿Cómo hacer entender a las abuelas que necesitamos su ayuda?
Hoy aprendí que, a veces, la familia más cercana es la que menos tiende la mano. Duele, pero toca seguir adelante sin contar con ellos.