Ni una palabra más, Galina Vitalievna, o acabarás comiendo por una pajita el resto de tus días

Si vuelves a decir una sola palabra más, Galina Vitalievna, sobre lo que debo o a quién, acabarás comiendo a través de una pajita el resto de tus días.
Está rico, Svetochka, no digo que no. Pero es aguado. No tiene sustancia, ¿entiendes? Mucha agua, pero el alma del plato está ausente. Como si hubieran ahogado una remolacha en agua teñida.
La voz de Galina Vitalievna, suave y envolvente como gelatina tibia, llenó la pequeña cocina. Apartó el plato con la sopa de remolacha aún sin terminar, y ese gesto fue más elocuente que cualquier palabra. La sentencia estaba dictada. Svetlana, de pie frente al fregadero, no se giró. Simplemente cogió una esponja y comenzó a limpiar una mancha invisible en la cocina con precisión quirúrgica. Sus hombros permanecían inmóviles, su espalda recta como un mástil. Ni un solo músculo de su rostro se alteró al escuchar ese veredicto, servido como un consejo lleno de falsa preocupación.
Borís, su marido e hijo de Galina Vitalievna, estaba sentado a la mesa, parapetado tras su enorme taza de porcelana. Masticó una galleta de avena con un crujido resonante, la acompañó con un sorbo de té y se sirvió otra. No miraba ni a su madre ni a su esposa. Tenía la mirada fija en el centro de la mesa, en el platillo con las galletas, como si fuera el objeto más relevante del universo. Estaba en su zona de confort, en un acogedor refugio de té y azúcar, ajeno al tiroteo verbal que tenía lugar a su alrededor. Eran asuntos de mujeres, y él no se metía.
Voy a recoger esto y nos pasamos al salón dijo Svetlana con un tono neutro, sin volverse. Su voz carecía de emoción. Era la voz de una azafata anunciando el aterrizaje.
Comenzó a recoger los platos. Sus movimientos eran económicos, casi mecánicos. Ni un gesto de más, ni un sonido accidental. Los platos no chocaban, las cucharas no tintineaban. Los apilaba con una precisión ritual, como si cualquier error pudiera desencadenar una catástrofe. Este orden silencioso era su única defensa contra la voz mielosa y venenosa de su suegra.
Galina Vitalievna, satisfecha con el efecto logrado, se levantó con aire regio y se dirigió al salón. No se sentó en el sofá, no. Se hundió en el viejo sillón de brazos altos, que al instante se transformó en un trono improvisado. Se acomodó, alisó los pliegues de su vestido y comenzó a inspeccionar la habitación con mirada crítica. No era un examen casual, sino una auditoría minuciosa.
Cuando Svetlana y Borís entraron al salón, ella sacudió la cabeza con aire melancólico, mirando por encima de sus cabezas.
Ay, Borís, mira su voz adoptó un tono trágico, lleno de sabiduría ancestral. ¿Ves esa esquina? Polvo. No, no es solo polvo. Es dejadez. Cuando hay una buena ama de casa, el aire es distinto. Vibra de limpieza. Pero aquí el aire está cansado.
Borís obedeció, miró el marco de la foto con gesto pensativo, como si realmente intentara encontrar la supuesta suciedad, y gruñó sin compromiso antes de dar otro sorbo de té. No defendió. No contradijo. Simplemente asimiló. Mientras, Svetlana se quedó inmóvil en medio de la habitación, sosteniendo la bandeja vacía. Observó a su marido, a su rostro impasible, luego a su suegra, entronizada en su sillón, y sintió cómo la calma glacial que tanto le había costado mantener comenzaba a agrietarse.
No es solo el polvo, Borís. El polvo es solo el síntoma.
Galina Vitalievna lo dijo con un suspiro profundo, como si compartiera un conocimiento arcano, accesible solo para los iniciados. Se arregló un pliegue imaginario de su vestido, afianzándose aún más en su sillón. Su postura, su tono, todo en ella irradiaba certeza. No era una simple invitada en la casa de su hijo, era la guardiana del orden correcto en un mundo que se desmoronaba.
Yo, a mi suegra, que en paz descanse, le calentaba los pies todas las noches, aunque no me lo pidiera. No por miedo, sino por respeto. Sabía cuál era mi lugar. Sabía que ella era la madre de mi marido, la raíz de la familia. ¿Y ahora? Ahora la juventud piensa que el matrimonio es solo convivencia. Una “asociación”, como le llaman. Qué palabra tan pobre.
Svetlana, que había dejado la bandeja en la cocina con una precisión casi fúnebre, se detuvo en el umbral. Se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos. Ya no fingía ocuparse de algo. Simplemente observaba. Su rostro era una máscara impasible, pero sus ojos, ligeramente entornados, seguían atentos la escena que se desarrollaba en su salón.
Borís, que había permanecido en silencio, asintió lentamente, como si confirmara una verdad absoluta. Terminó su té, dejó la taza en el platillo y se levantó.
Voy a servirme más dijo con tono mundano.
Pasó junto a Svetlana sin siquiera mirarla. Su movimiento era indolente, relajado. Estaba ciego y sordo ante la tensión que llenaba la habitación, tan densa que podía cortarse con un cuchillo. Solo iba en busca de otra dosis de agua caliente y azúcar, mientras su madre desmantelaba metódicamente a su esposa.
Svetlana lo siguió con la mirada. Ya no escuchaba a Galina Vitalievna. Observaba a Borís. Sus hombros anchos y sumisos. Cómo abría el armario, sacaba más galletas, se servía sin prisa. No era un mero espectador. Era cómplice. Cada sorbo de té era un asentimiento. Cada galleta, un refuerzo a las palabras de su madre.
La verdadera familia se sostiene en la jerarquía, en el orden continuó Galina Vitalievna, su voz ganando fuerza ante la ausencia de resistencia. El marido es la cabeza. Su madre, la sabiduría. Y la esposa la esposa es el cuello, las manos, la retaguaria. Debe crear un hogar no solo con un trapo, sino con humildad. Debe amar y respetar a su suegra como si fuera su propia madre, porque a través de ella recibe la bendición del linaje del marido. No hay nada humillante en eso, Svetochka. Así ha sido siempre.
Svetlana desvió lentamente la mirada de la cocina hacia su suegra. Galina Vitalievna no la miraba a ella, sino al vacío, como una profetisa en su púlpito.
Porque ese es nuestro destino, nuestra misión como mujeres. Honrar al marido y a su madre. Servir a la familia. No es una carga, es el orden natural. El orden correcto. Y tú, como esposa, debes aceptarlo. Sin cuestionar.
Las últimas palabras de Galina Vitalievna cayeron en el silencio como piedras en aguas estancadas. No provocaron olas, pero se hundieron lentamente, envenenando todo a su paso. Se reclinó en el sillón, satisfecha. La lección había terminado. Esperaba sumisión, un asentimiento mudo.
Pero la realidad respondió de otra forma.
Svetlana, que había permanecido inmóvil en el umbral, se movió. No fue un sobresalto, ni un ajuste de postura. Se despegó del marco con una gracia casi felina. Sus brazos, antes cruzados en un gesto defensivo,

Rate article
MagistrUm
Ni una palabra más, Galina Vitalievna, o acabarás comiendo por una pajita el resto de tus días