Natasha ya llevaba tiempo planeando hacerlo: adoptar a un niño del hogar de niños

Recuerdo que, hacía ya varios años, Inmaculada llevaba tiempo meditando una decisión que le ardía el corazón: adoptar a un niño del orfanato. Su marido, con quien había compartido seis años sin llegar a engendrar hijos, la abandonó para vivir con una mujer más joven y de mayor éxito. Inmaculada sintió que la vida conyugal la había consumido; ya no le quedaban fuerzas ni deseos de volver a intentar formar una familia y hallar a quien la acompañara en la tormenta y en la calma. Decidió, pues, que si iba a emplear su energía y calor humano, lo haría no en busca de una pareja, sino para quien realmente lo necesitara.

Así pues, se puso en marcha. Conoció los trámites del Servicio de Protección de Menores, reunió la documentación necesaria y, lo más importante, se dispuso a encontrar al chico que sería su hijo, la prolongación de los 38 años de vida que había acumulado. No quería a un bebé, temía no poder con un recién nacido porque ya había cruzado la barrera de edad en la que, sin percatarse, una mujer suele anhelar las noches sin dormir, los arrullos y los pañales. Por eso se dirigió al orfanato en busca de un infante de tres a cinco años que pudiera convertirse en su propio hijo.

Cuando subió al tranvía, el temblor de los nervios la hizo olvidar que la primavera ya había llegado con todo su esplendor, tibia y luminosa, como la luz que se cuela por los cristales de los edificios de Madrid. El tranvía crujía en cada curva, y ella, con el corazón acelerado, pensaba en el futuro pequeño al que aún no había puesto pie en el mundo, pero que ya sentía destinado a ella.

Fuera del vehículo, la ciudad florecía: los coches relucían bajo el sol, la gente se apresuraba de un lado a otro, y nadie sospechaba que Inmaculada se dirigía a encontrarse con su propia felicidad. Volteó la vista hacia la ventanilla, pero, al fin, dejó que la sonrisa que llevaba en el rostro le guiara, pues en su interior ya conversaba con el niño que pronto conocería.

La parada señalaba Orfanato. Al bajar, se encontró con un antiguo edificio de columnas desgastadas, cuya pintura se había descascarado como si quisiera pasar inadvertida ante cualquier mirada curiosa. Al entrar, explicó su propósito al guardia, quien la condujo al despacho de la directora.

Allí la recibió una mujer de edad avanzada, casi una anciana, envuelta en una chaqueta de punto grueso y con el pelo recogido en un moño desordenado. La directora, de aspecto provinciano y algo descuidado, mostraba sin embargo en los ojos la seguridad de quien lleva años en su puesto. La conversación fue breve; ambas habían hablado ya por teléfono la noche anterior.

¿Vamos a elegir?, propuso la directora, levantándose de su asiento.

Inmaculada la siguió obediente. Avanzaron por un pasillo largo, cuyas paredes estaban pintadas de un azul intenso. Desde el hombro, la directora anunció:

La sección menor está en juego, vamos allí.

Al abrir la puerta, se encontraron con una habitación cubierta de alfombra, donde alrededor de quince niñosniñas y niñosjugaban alrededor de una estantería repleta de juguetes. La monatra, sentada junto a la ventana, garabateaba en un cuaderno, levantando la vista de vez en cuando para vigilar con ojo avizor.

En cuanto los adultos cruzaron el umbral, los pequeños se abalanzaron sobre ellos, abrazando las piernas de Inmaculada y de la directora, levantando sus caritas y gritando como pajarillos:

¡Mira, mamá viene por mí! ¡Yo!

¡No, ella es mi mamá! ¡Ya la he visto en sueños!

¡Tócame! ¡Yo soy tu hija!

La directora, casi mecánicamente, acariciaba las cabelleras de los niños mientras le susurraba a Inmaculada breves descripciones de cada uno. Inmaculada, sin embargo, se sentía perdida: ¿a quién adoptar? ¿A todos?

Su mirada se posó, entonces, en un niño que estaba sentado en una silla junto a la ventana, apartado del alboroto. No se acercó a los demás; simplemente volvió la cabeza y observaba la calle con una expresión que parecía familiar. Inmaculada se acercó a él, posó su mano sobre su cabeza y, bajo sus dedos, vislumbró unos ojitos ligeramente oblicuos, de color indefinido, que contrastaban con sus pómulos marcados, su nariz ancha y sus cejas apenas esbozadas. No coincidía en nada con la imagen que ella había construido en su imaginación. El niño, con una voz que dejaba entrever una mezcla de tristeza y determinación, le dijo:

Aun así, no me escogerás.

Miró a Inmaculada con hambre de atención, como pidiendo algo distinto.

¿Por qué piensas eso, chico? preguntó, sin retirar la mano de su cabeza.

Porque soy un mocoso con la nariz mocosa y siempre estoy enfermo. Además, tengo una hermanita, Nélida, que está en el pequeño grupo. Cada día corro a su lado y le paso la mano por la cabeza para que no se olvide de que tiene un hermano mayor. Yo me llamo Víctor y sin Nélida no voy a ningún lado.

En ese instante, una corriente de mocos brotó de su nariz, delatando la tensión que llevaba dentro.

Fue entonces cuando Inmaculada comprendió que toda su vida había estado esperando encontrarse con aquel Víctor mocoso, con su hermana Nélida, a quienes aún no había visto pero ya amaba en su corazón. Con esa certeza, supo que su destino y el de ellos se entrelazaban como las ramas de un viejo roble que, a pesar del tiempo, sigue ofreciendo sombra y cobijo.

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Natasha ya llevaba tiempo planeando hacerlo: adoptar a un niño del hogar de niños