Nadie la merece

La madre de Lucía solo podía suspirar hondo al mirar a su hermosa hija. Esperanza no lograba convencerla de que no debía esperar toda la vida a un príncipe azul. Era inútil.

Lucía, vives en un cuento de hadas. Mira cuántos chicos dignos hay a tu alrededor. Tus compañeros de clase, Sergio y Rodrigo, son buenos chicos y no dejan de rondarte. ¿Por qué te niegas a salir con ellos cuando vienen por la tarde? Podrías dar un paseo, hablar quizá descubrirías que los chicos normales también tienen un alma bonita.

Mamá, no necesito un alma bonita. Necesito un chico guapo, y en nuestro pueblo no hay ninguno que esté a mi altura. ¡Mírame! ¿Crees que hay algún chico aquí que merezca estar conmigo? decía Lucía, enderezando la espalda, lo cual hacía que su figura esbelta resaltara aún más.

Su madre solo movía la cabeza.

Hija, no es más dichoso el que más tiene, sino el que menos necesita. Ese refrán viene de lejos, y la vida siempre lo termina demostrando.

Lucía había escuchado esas palabras desde niña, pero nunca las había tomado en serio. A medida que crecía, estaba convencida de que las personas hermosas siempre serían felices. Desde pequeña, todos la admiraban.

¡Ay, qué niña más bonita! ¡Qué ojos, qué monada! y ella sonreía, feliz, mientras alguien le ofrecía un caramelo, que nunca rechazaba.

En el colegio, siempre era la princesa de los festivales, y todas las chicas la envidiaban. Lucía no entendía que tanta admiración podía volverse en su contra. Esperanza lo intuía, pero nada podía hacer. Con los años, Lucía, segura de su valor, solo quería a su lado a un hombre igual de hermoso. Y cuando sus compañeros o conocidos intentaban acercarse, solo recibían una sonrisa burlona.

¿Es que no ven quién soy yo y quiénes son ellos? pensaba.

Esperanza intentaba hacerle entender que los hombres guapos no siempre eran buenos maridos. Pero ella estaba segura de lo contrario. Tras terminar el instituto sin mucho esfuerzo, entró en una escuela técnica, donde tampoco encontró a nadie digno.

Mamá, no quiero a ningún Joselito o Sergito cualquiera. Yo esperaré a mi felicidad decía cada vez que su madre mencionaba el matrimonio.

Con el tiempo, los chicos del pueblo entendieron que Lucía era inalcanzable y dejaron de prestarle atención. Sus compañeras se casaron, tuvieron hijos, y ella seguía sola.

Me voy a la capital. Aquí no hay nada para mí. Allí está mi felicidad anunció un día, y se marchó.

Su madre aceptó sus palabras con resignación. Ya estaba cansada de insistirle que, aunque la belleza era importante, el tiempo no esperaba. Y Lucía seguía sin formar una familia.

A los treinta años, Lucía seguía soltera, sin encontrar al hombre guapo que tanto rechazaba a los demás. Pero luego, a los treinta y siete, tuvo suerte: consiguió trabajo en una empresa importante, donde el director era justo como lo había imaginado. Su elegancia, su forma de hablar, su sonrisa todo en él le pareció perfecto.

Álvaro era el primer hombre que realmente le interesaba. No le importó que estuviera casado y con dos hijos. Ella solo quería tener un hijo hermoso, como ella misma.

No importa que esté casado pensaba. Al final, conseguiré lo que quiero.

Y no le costó seducirlo. Desde el primer momento, Álvaro notó su belleza y la invitó a cenar.

Lucía, nunca he conocido a una mujer tan hermosa como tú. Es una pena no haberte conocido antes dijo con franqueza. Pero estoy casado y no puedo dejar a mi familia. Aunque me encantaría vernos de vez en cuando.

Álvaro, no te preocupes. Esto es solo diversión, no voy a interferir en tu vida respondió ella, y él se sintió aliviado.

Poco después, Lucía quedó embarazada. Álvaro la ayudó económicamente, y ella fue feliz criando a su hijo, Adrián. Ahora entendía lo que era la verdadera felicidad.

Adrián creció siendo no solo guapo, sino también inteligente. Sacaba las mejores notas, ganaba concursos y destacaba en deportes. Lucía estaba orgullosa.

Pero Adrián, aunque consciente de su atractivo, no parecía interesarse por las chicas que se enamoraban de él. Lucía empezó a preocuparse.

¿Será como yo? Ojalá no cometa mis mismos errores.

Un día, Adrián, ya con casi treinta años, la llamó:

Mamá, estoy enamorado. Voy a casarme con Julia. Quiero que la conozcas.

Lucía se alegró. Por fin su hijo daba el paso. Preparó una cena especial para recibirlos.

Mamá, esta es Julia dijo Adrián al llegar.

Lucía miró a la joven, y poco a poco su sonrisa desapareció. Julia era una chica corriente, simpática pero nada extraordinaria.

Encantada dijo Julia con dulzura. Adrián me ha hablado mucho de ti.

Durante la cena, Lucía apenas habló. Estaba decepcionada.

Al despedirse, Julia salió primero, dejando que madre e hijo hablaran a solas.

No me gusta tu elección. Hay tantas chicas guapas, y tú eliges a una cualquiera dijo Lucía.

Mamá, no voy a dejarla. Es buena, inteligente, y la quiero.

Mírate a ti y mírala a ella. ¿Qué ves en ella?

No cambiaré de opinión. Ya hemos puesto la solicitud en el registro civil.

Julia y Adrián se casaron, tuvieron una hija y fueron felices. Con los años, Julia destacó en su trabajo, y su matrimonio era sólido. Pero Lucía nunca la aceptó del todo.

Con el tiempo, Lucía envejeció. Una enfermedad la dejó frágil, olvidadiza. Su hijo no podía dejarla sola.

Tráela a casa dijo Julia. La cuidaremos.

Aunque Lucía al principio fue grosera con Julia, con el tiempo aceptó su ayuda. Nunca le dio las gracias, hasta que una tarde, en un momento de lucidez, le dijo entre lágrimas:

Perdóname, hija, por todo.

Julia la abrazó.

No pasa nada. Le queremos mucho.

Esas fueron sus últimas palabras. Esa misma noche, Lucía murió con una leve sonrisa en los labios.

Rate article
MagistrUm
Nadie la merece