Nadie en Casa Sergio se despertó sin necesidad de despertador, como siempre, a las seis y media. En el piso reinaba el silencio, tan solo el ronroneo suave del frigorífico llegaba desde la cocina. Se quedó un minuto tumbado, escuchando ese sonido, y luego estiró la mano hacia el alféizar para coger sus gafas. Afuera empezaba a clarear; algunos coches susurraban sobre el asfalto mojado. Antes, a esta hora, Sergio se preparaba para ir al trabajo. Se levantaba, iba al baño, escuchaba cómo el vecino de al lado encendía la radio. Ahora el vecino seguía encendiendo la radio, pero él permanecía en la cama pensando en qué haría ese día. Oficialmente llevaba ya tres años jubilado, pero por costumbre seguía una rutina estricta. Se levantó, se puso el chándal y fue a la cocina. Puso el hervidor y sacó un trozo de barra de pan del día anterior. Mientras el agua calentaba se acercó a la ventana: séptimo piso, edificio de bloques, el patio de abajo con el parque infantil. Bajo la ventana dormía su viejo “Niwa”, cubierto por una capa fina de polvo. Mentalmente se recordó que tenía que pasar por el garaje, revisar si el techo no filtraba. El garaje estaba en una cooperativa a tres paradas de distancia. Antes pasaba allí medio fin de semana, trasteando con el coche, cambiando el aceite, discutiendo con los vecinos sobre el precio de la gasolina o el fútbol. Luego todo se facilitó: talleres, tiendas online, todo en dos clics. Pero siguió manteniendo el garaje. Allí estaban sus herramientas, neumáticos viejos, cajas con cables, maderas, “trastos”, como él decía. Y la casa de campo. La casita en la urbanización de las afueras. De madera, porche estrecho, dos habitaciones y una cocina diminuta. Cuando cerraba los ojos, veía aquellas tablas, las grietas en el suelo, escuchaba cómo las gotas martilleaban el tejado. Aquella casa era herencia de los padres de su mujer. Entonces, hacía más de veinte años, solían escaparse cada finde con los niños. Cavaban hortalizas, freían patatas, ponían en el taburete el radiocasete. La mujer llevaba cuatro años muerta. Los hijos habían crecido, se mudaron, formaron sus familias. Quedaban la casa de campo y el garaje. Ellos eran, de algún modo, el eje de su mundo. Aquí el piso. Allí la casa de campo. Allí el garaje. Todo en su sitio, todo bajo control. El hervidor silbó. Sergio preparó el té y se sentó a la mesa. En la silla de enfrente descansaba el jersey doblado de la víspera. Comió el bocadillo, miró el jersey y pensó en la conversación de ayer. Ayer vinieron los hijos. El hijo con su mujer y su pequeño, el nieto. La hija y su marido. Merendaron, hablaron de vacaciones. Luego la charla derivó, como casi siempre últimamente, al dinero. El hijo decía que la hipoteca les asfixiaba, que los intereses subían. La hija se quejaba de la guardería, de las actividades, de la ropa. Sergio asentía; recordaba cuando él también contaba las pesetas hasta llegar a final de mes. Pero en aquel entonces no había ni casa de campo ni garaje, solo una habitación alquilada y esperanza. El hijo, titubeando, dijo entonces: — Papá, hemos estado pensando con Ana… Y también lo hablamos con Caty. Que quizá deberías vender algo. La casa de campo… O el garaje. Total, casi nunca vas. Sergio hizo una broma y cambió de tema. Pero por la noche no pudo dormir, con esa frase dando vueltas en la cabeza: “total, casi nunca vas”. Terminó el bocadillo, apuró el té, fregó la taza. Miró el reloj. Eran las ocho. Decidió que iría hoy a la casa de campo. Había que revisar cómo estaba tras el invierno. Y de paso, demostrarse algo a sí mismo. Se abrigó, cogió las llaves de la casa y el garaje, las metió en el bolsillo. En el pasillo, ante el espejo con marco estrecho, se detuvo un segundo. En el reflejo, un hombre con las sienes plateadas, ojos algo cansados pero firme aún. No un viejo. Arregló el cuello del abrigo y salió. Paró antes en el garaje por unas herramientas. El candado chirrió, la puerta se abrió con esfuerzo conocido. Dentro olía a polvo, gasolina, a trapos viejos. En las estanterías botes con tornillos, cajas de cables, una cinta de cassette rotulada a rotulador. Bajo el techo, telarañas. Sergio repasó las estanterías con la vista. Allí el gato hidráulico de su primer coche. Las tablas que una vez pensó convertir en banco para la casa de campo. Al final nunca lo hizo. Pero seguían allí, esperando. Cogió la caja de herramientas, varias garrafas de plástico, cerró el garaje y se puso en marcha. Tardó una hora escasa en llegar a las afueras. Quedaban manchas de nieve sucia en la cuneta, algunos tramos de tierra negra. La urbanización estaba casi vacía todavía. La portera, en su abrigo, le saludó con una inclinación de cabeza. La casa de campo le esperaba con la misma quietud de siempre fuera de temporada. Valla de madera, cancelita algo torcida. Abrió, caminó por el sendero estrecho hasta el porche, crujían hojas secas bajo sus pies. Dentro, olor a madera y a cerrado. Sergio abrió las ventanas, retiró la colcha vieja de la cama y la sacudió. En la cocinita, una cacerola esmaltada en la que antes hacían compota. En el clavo junto a la puerta colgaba un manojo de llaves, una de ellas la del cobertizo con los útiles de jardinería. Recorrió la casa tocando las paredes, los pomos. En el cuarto donde dormían los niños aún estaba la litera, arriba un oso de peluche de oreja rota. Sergio recordaba los lloros de su hijo por esa oreja y cómo, sin encontrar pegamento, se la sujetó con cinta aislante. Salió al huerto. Casi no quedaba nieve, los bancales oscuros y húmedos. Al fondo, la barbacoa oxidada. Recordó asar allí chuletas, tomar el té con su mujer en el porche, escuchar la risa alta de algún vecino. Suspiró y se puso manos a la obra. Limpiar el sendero de basura, clavar la tabla suelta del porche, revisar el tejado del cobertizo. Encontró una silla de plástico, la sacó y se sentó al sol, que empezaba a templar el aire. Sacó el móvil, repasó llamadas. El hijo había llamado anoche. La hija escrito por WhatsApp que había que reunirse y hablarlo con calma: “No estamos en contra de la casa de campo, papá, pero pensemos con cabeza”, ponía el mensaje. Con cabeza. Esa palabra era la que más sonaba últimamente. Significaba que el dinero no debía quedarse parado. Significaba que un jubilado no debía matarse con la finca y el garaje. Significaba ayudar a los jóvenes mientras uno puede. Él les entendía. De verdad. Pero sentado en esa silla, escuchando a un perro ladrar a lo lejos, sintiendo el goteo en el tejado, todo ese “con cabeza” se apartaba al fondo. Aquello iba de algo muy distinto. Sergio se levantó, dio otra vuelta, cerró la casa y puso el candado. Subió al coche rumbo a la ciudad. A mediodía ya estaba en casa. Se quitó el abrigo, dejó la bolsa de herramientas en el recibidor. En la cocina puso el hervidor y solo entonces vio la nota en la mesa. En una hoja de bloc, escueto: “Papá, pasamos esta tarde a hablar. S.” Se sentó y puso las manos en la mesa. Así que era hoy. Hoy sí, se hablaría de verdad, sin evasivas. Por la tarde vinieron los tres. El hijo con su mujer, la hija. El nieto se quedó con la suegra. Sergio los recibió, saludó, los hizo pasar. El hijo dejó el abrigo en la percha, casi sin mirar, como de niño. En la cocina se sentaron en torno a la mesa. Sergio sirvió té, galletas, bombones. Nadie los tocaba. Charlas triviales unos minutos: el nieto, el trabajo, los atascos. Luego la hija miró al hermano, él asintió, y ella dijo: — Papá, hablemos en serio. No queremos presionarte, pero tenemos que aclarar las cosas. Sergio sintió un nudo en el pecho. Asintió: — Hablad. Empezó el hijo: — Mira, tienes el piso, la casa de campo y el garaje. El piso es sagrado, ni tocarlo. Pero la casa de campo… tú mismo dices que te cuesta. Huerto, tejado, valla. Cada año se va el dinero allí. — He estado hoy —respondió Sergio en voz baja—. Está todo bien. — Ahora sí —intervino la nuera—. Pero ¿y en cinco años? ¿En diez? No vas a ser eterno, perdona, pero tenemos que pensarlo. Sergio bajó la mirada. Aquello de no ser eterno sonaba demasiado duro. La hija habló más suave: — Papá, no es que lo rechacemos. Pensamos en vender la casa y el garaje, repartir el dinero. Una parte para que vivas tranquilo, otra para Santi y para mí. Podríamos quitar parte de la hipoteca. Siempre nos has dicho que quieres ayudarnos. Y era verdad. Al jubilarse aún hacía algunos trabajillos, se veía fuerte. Sentía que podría ayudar bastante tiempo aún. — Ya os ayudo —dijo—. A veces recojo al crío, os compro cosas. El hijo bufó: — Papá, eso no es lo mismo. Ahora necesitamos un dinero de verdad, para respirar. Has visto los intereses. No te pedimos darlo todo. Solo que… tienes cosas paradas. La palabra “cosas” le sonó extranjera. Sergio notó que entre ellos se alzaba una columna invisible de cifras, gráficos, préstamos. Bebió de su taza, ya fría. — Para vosotros son cosas —dijo despacio—, para mí… Dudó, no quería sonar sentimental. — Son trozos de mi vida. Ese garaje lo hice yo con mi padre, él aún vivía. Ladrillo a ladrillo. Y la casa… allí crecisteis vosotros. La hija bajó la mirada, el hijo calló un momento y añadió con más tacto: — Lo entendemos, de verdad. Pero casi no vas. Todo está parado. Solo tú no puedes. — Hoy fui —repitió Sergio—. Todo bien. — Hoy, pero ¿y antes? ¿En otoño? Papá, en serio. Silencio. Sergio oía el tictac del reloj. De pronto vio claro que aquello era una negociación sobre su vejez, como un proyecto. Optimizar gastos, repartir bienes. — Bien —dijo—, ¿y qué proponéis? El hijo fue directo, ya lo tenían hablado: — Hemos hablado con una inmobiliaria. Por la casa te pueden dar mucho. Y el garaje también. Nosotros hacemos las gestiones. Tú solo tendrías que firmar. — ¿Y el piso? —preguntó Sergio. — El piso ni tocar —saltó la hija—. Es tu casa. Asintió. La palabra “casa” sonaba ahora diferente. ¿Era solo ese piso? ¿O también la de campo? ¿El garaje, donde pasó tantas horas sintiéndose útil? Se levantó y fue a la ventana. Fuera, las farolas encendidas, el patio igual que hace veinte años. Solo cambiaban los coches y los niños con móviles. — ¿Y si no quiero vender? —preguntó sin girarse. Silencio aún mayor. Al fin la hija, con cuidado: — Papá, es todo tuyo. Tú mandas. No podemos obligarte. Pero… nos preocupa tu salud. Tú mismo dices que te faltan fuerzas. — Me faltan —admitió—. Pero de momento, aún decido. El hijo suspiró: — No queremos discutir. Pero sinceramente, parece que te aferras a esas cosas y a nosotros nos pesa. Financiera y emocionalmente. Pensamos qué pasará si de pronto enfermas. Quién se hará cargo de todo. Un pinchazo de culpa. Él mismo lo había pensado. Si faltara de golpe, los hijos tendrían líos con los papeles, herencias, reclamaciones. Sería duro. Volvió a la mesa, se sentó. — Y si… —empezó, dudó—. Si ponemos la casa a vuestro nombre y yo sigo yendo mientras pueda? El hijo y la hija se miraron. La nuera frunció el ceño. — Papá, pero aun así seguirá el problema. No podremos ir tanto como tú quieras. Tenemos trabajo, niños. — No pido que vengáis —replicó—. Yo iré, mientras pueda. Luego… decidís. Era un compromiso. Para él, la oportunidad de mantener el lugar que era más que un terreno. Para ellos, la seguridad de tener ya los papeles y evitar herencias engorrosas después. La hija meditó. — Es una opción —admitió—, pero siendo honestos probablemente nunca vivamos allí. Nuestros planes son otros. De hecho, pensamos irnos a otra ciudad. Allí la vida es más barata. Sergio se sobresaltó. No lo sabía. El hijo, igual, miró a su hermana sorprendido. — No me lo habías dicho. — Lo estamos pensando, nada más —zanjó ella—. Pero la casa de campo para nosotros no es como para ti. No vemos futuro allí. Futuro. Para ellos, el futuro estaba en otro sitio: otra ciudad, otra casa, otros proyectos. Para él, el futuro eran estos tres puntos en el mapa. Piso, garaje, casa de campo. Donde conocía cada rincón. La discusión se repitió durante veinte minutos. Ellos ponían números, él recuerdos. Ellos hablaban de salud, él temía quedar sin oficio. El hijo, cansado, acabó diciendo más duro de lo querido: — Papá, entiende que no estarás siempre cavando la huerta. Y entonces, ¿qué? ¿Todo se pudrirá? ¿Iremos una vez al año a ver las ruinas? Sergio sintió rabia. — ¿Ruinas? —dijo—. Ahí jugabas de niño, en esas “ruinas”. — De niño, sí —contestó el hijo—. Ahora tengo otras responsabilidades. Palabras que flotaron pesa-das. La hija intentó suavizar: — Santi, hombre… Demasiado tarde. Sergio comprendió que hablaban lenguajes distintos. Para él, la casa de campo era vida. Para ellos, un recuerdo simpático. Se levantó. — Vale —dijo—. Dame tiempo. No hoy, ni mañana. Tengo que pensarlo. — Papá —intervino la hija—, no podemos esperar mucho. Tenemos el pago el mes que viene… — Entiendo —cortó él—. Pero no es vender un armario. Se callaron. Pronto empezaron a prepararse para irse. En la entrada se entretuvieron mucho. Al despedirse, la hija le abrazó y le susurró al oído: — Es por ti, papá, de verdad. Solo nos preocupas. Él asintió, sin voz. Cuando se cerró la puerta, el piso quedó en silencio. Sergio fue a la cocina y se sentó. Quedaron tazas a medio terminar, un plato con galletas. Las miró y sintió un cansancio hondo. Estuvo así largo rato, sin encender la luz. Afuera caía la noche, se encendían ventanas frente a la suya. Más tarde fue al dormitorio, sacó la carpeta de documentos: DNI, escrituras, papeles de casa y garaje. Hojéo, se detuvo en el plano de la parcela. El rectángulo, con bancales dibujados. Pasó el dedo por las líneas como si fueran los caminos. Al día siguiente fue al garaje. Necesitaba hacer algo manual. Hacía fresco; abrió la puerta de par en par para dejar entrar luz. Sacó herramientas, repasó cajas. Decidió tirar parte del cacharro: piezas rotas, tornillos oxidados, cables guardados “por si acaso”. El vecino de garaje, Serafín, más mayor, se asomó. — ¿Tirando trastos, Sergio? — Poniendo orden —respondió—. Viendo qué me sirve de verdad. — Así se hace. Yo el mío lo vendí, mi hijo necesitaba dinero para el coche. Ahora sin garaje, pero mi chico contento. Sergio calló. El vecino se marchó, él quedó entre sus cajas y sus cosas. Vendido, el hijo contento. Como si fuera una chaqueta vieja. Cogió una llave inglesa, pesada, pulida del uso. Hizo el ademán de apretar algo, recordó cuando su hijo pequeño le pedía hacerlo él, queriendo imitarle. Pensaba entonces que eso sería siempre cosa suya y de su hijo. Que el garaje, la casa, el coche eran un idioma común. Ahora ese idioma se había vuelto ajeno para el hijo. Esa tarde volvió a sacar los papeles. Al fin llamó a su hija. — He decidido —dijo—. La casa queda a nombre tuyo y de Santi. Pero ahora no la vendemos. Yo seguiré yendo mientras pueda. Luego, lo que decidáis. En el teléfono, silencio. — Papá —dijo ella por fin—, ¿seguro? — Seguro —mintió. Por dentro dudaba. Sentía que recortaba parte de sí, pero no había otra opción. — Vale. Mañana vemos qué trámites hay que hacer. Colgó. La habitación estaba silenciosa. Sintió cansancio, pero también una extraña ligereza. Como si hubiera aceptado finalmente algo inevitable. Una semana después fueron al notario. Firmaron la donación. Sergio rubricaba temblando apenas la mano. La notaria despachaba tranquila las instrucciones. Los hijos, agradecidos. — Gracias papá —decía el hijo—. Nos salvas. Asentía. No solo les salvaba a ellos. A sí mismo también, evitando pensar en el “después”. Ahora el “después” figu-raba en un papel. El garaje quiso conservarlo, de momento. Los hijos insinuaban venderlo, pero él se negó. Les explicó que lo necesita para no estar todo el día viendo la tele. Eso lo admitieron. Por fuera, la vida siguió igual. Siguió en su piso; de vez en cuando iba ya como invitado a una casa que ya no era suya formalmente. Pero aún tenía las llaves. Nadie le impedía ir. La primera vez tras la donación fue en un cálido abril. Pensó todo el trayecto que esa casita ya no era suya. Una propiedad ajena. Pero al abrir la puerta, al oír el crujido, caminar hacia el porche conocido, se le pasó el sentimiento de extranjería. Entró, colgó el abrigo. Todo seguía igual: la cama, la mesa, el oso de peluche remendado. Se sentó en el taburete junto a la ventana. El sol recortaba el mármol, levantaba motas de polvo. Sergio pasó la mano por la madera, notando cada rugosidad. Pensó en los hijos. Ellos con sus pisos, sus cuentas, sus proyectos. Él con los suyos, cada vez más ligados a estaciones que a años. Llegar a la próxima primavera, volver a cavar, a sentarse en el porche en verano. Sabía que vender la casa algún día sería inevitable. Quizá en uno, quizá en cinco años. Cuando ya no pueda ir. Dirán: “no merece la pena mantener una casa vacía”. Y no les faltará razón. Pero ahora la casa estaba en pie. El tejado aguantaba. Las herramientas seguían en el cobertizo. Los bancales reverdecían. Aún podía recorrer la finca, agacharse, recoger algo del suelo. Salió al jardín, rodeó la casa. Se detuvo junto a la valla, contempló los huertos vecinos. En uno plantaban algo, inclinados sobre los surcos. En otro, ropa colgada al sol. La vida seguía. De repente entendió que su miedo no era solo perder la casa o el garaje. Temía volverse prescindible. Inútil para los hijos y para sí mismo. Esos lugares le recordaban que aún servía. Que podía arreglar, pintar, cavar. Ahora esa evidencia era frágil. Los papeles decían una cosa, los hábitos otra. Pero, sentado en el porche, entendió que no todo viene dictado por el papel. Sacó el termo, llenó una taza. Bebió un sorbo, buscó en sí mismo. Sentía ya menos amargor que la noche de la charla familiar. Había tomado una decisión. Sabía el precio. Cedía a los hijos parte de lo que creía suyo pero ganaba otra cosa: el derecho de estar en esa casa no por escrituras, sino por memoria. Miró la puerta, la cerradura, la llave en su mano. Era vieja, la cabeza desgastada. La miró, la apretó fuerte. Algún día pasará a manos del hijo, de la hija, o de quien compre la casa. Meterán la llave, ignorando todo lo que va con ese gesto. Esa idea le entristeció y le sereno al tiempo. Todo cambia, los objetos pasan de unos a otros. Lo importante es haber estado, haberlo vivido mientras era suyo de verdad. Sergio apuró el té y se puso en pie. Fue por la pala al cobertizo. Tenía que cavar aunque fuera un surco. Para él. No para futuros dueños, ni para los hijos pensando ya en el dinero. Para él, por sentir la tierra bajo los pies y en las manos. Hincó la pala en el suelo, pisó fuerte. La tierra cedió. El primer terrón se dio la vuelta, asomando la capa negra y húmeda. Sergio olió ese aroma, se agachó otra vez. El trabajo fue lento. La espalda dolía, los brazos pesaban. Pero con cada golpe sentía el alivio por dentro. Como si cavara no solo la tierra, sino también sus temores. Al anochecer se sentó en el porche, secándose la frente. En los bancales quedaban alineados los surcos volteados. El cielo se teñía de rosa. Chilló un pájaro. Miró la casa, sus huellas en la tierra, la pala recostada en la pared. Pensó en el mañana, en el año que viene, en el siguiente lustro. No tenía respuesta. Pero sentía que, en ese preciso instante, estaba en su sitio. Se levantó, entró en la casa, apagó las luces y cerró. En el porche se detuvo un segundo, escuchando el silencio. Luego giró la llave en la cerradura. Sonó el clic metálico. Sergio guardó la llave en el bolsillo y se fue hacia el coche por el sendero, cuidando de no pisar la tierra recién aireada.

Casa de Nadie

Santiago se despertó sin necesidad de alarma, como siempre, a eso de las seis y media. Por el piso reinaba un silencio absoluto, solo distorsionado por el ronroneo discreto del frigorífico en la cocina. Se quedó tendido un minuto, escuchando ese sonido tan familiar, antes de estirar el brazo hacia el alféizar en busca de las gafas. A través de la ventana se adivinaba la mañana grisácea, y algunos coches surcando el asfalto mojado.

Antes, a esa hora, se preparaba para ir a trabajar: se levantaba, se duchaba, escuchaba cómo el vecino al otro lado de la pared encendía la radio, probablemente, la SER o Radio Nacional. Ahora el vecino seguía fiel a su rutina radiofónica, pero Santiago se quedaba en cama, cavilando sobre qué haría con el día. Oficialmente, llevaba ya tres años jubilado, pero la costumbre le mantenía anclado a un horario.

Finalmente se incorporó, se puso el chándal, y cruzó hacia la cocina. Puso a calentar agua para su té, sacó un trozo de pan de barra algo duro de la panera. Mientras el agua hervía, se asomó a la ventana: séptimo piso de un bloque de ladrillo visto, con vistas al patio interior, canastas de baloncesto y un parquecito. Debajo, bajo la capa fina de polvo, estaba su viejo Seat Panda. Pensó fugazmente que tendría que ir al trastero a mirar la gotera del techo, antes de que empeorara.

El trastero quedaba en una comunidad a tres paradas de metro. Antes pasaba media vida allí los sábados: manoseando el coche, cambiando el aceite, hablando con los vecinos sobre los precios de la gasolina y las esperanzas siempre frustradas del Atlético. Ahora todo es online: taller, tienda, seguro en un clic. Pero él no abandonó el trastero. Allí guardaba sus herramientas, neumáticos viejos, cajas llenas de cables, tablas lo que él llamaba “el arsenal”.

Y luego, la casa del pueblo. Una casita humilde en un pequeño municipio de la sierra, con porche diminuto, dos habitaciones y una cocina que no daba para mucho. Cuando cerraba los ojos, podía ver las tablas, las grietas del suelo, y oír la lluvia golpeando el tejado de uralita. La casa era herencia de los padres de su esposa. Hace más de veinte años que, con los críos, pasaban allí casi todos los fines de semana: cavaban, freían patatas, ponían la radio en un taburete y se creían veraneantes de lujo.

Hace cuatro años que su mujer ya no está. Los hijos crecieron, se desperdigaron en sus propios pisos, con sus respectivas familias. La casa del pueblo y el trastero se quedaron con él, como puntos de referencia en su mapa vital: ahora piso, ahora casa de la sierra, ahora trastero. Todo en su sitio, como debe ser.

El hervidor silbó. Santiago preparó el té, se sentó. Sobre la silla de enfrente yacía el jersey doblado de ayer. Se comió su tostada, mirando el jersey, dándole vueltas a la conversación del día anterior.

Ayer por la tarde vinieron los hijos. El hijo, su esposa y el nieto pequeño. Y la hija con su marido. Tomaron té, hablaron de vacaciones y enseguida, cómo no, la charla viró hacia el dinero. Como últimamente, siempre.

El hijo se quejaba de la hipoteca, del euríbor que sube. La hija protestaba del precio de la guardería, de las extraescolares, de la ropa. Santiago asentía; recordaba cuando él mismo contaba las pesetas hasta fin de mes. Pero entonces no tenía ni casa propia, ni trastero. Solo una habitación alquilada y esperanza.

Después, el hijo le soltó:

Papá, hemos estado hablando Ana y yo… También lo hemos comentado con Carmen Quizá podrías vender algo. La casa del pueblo, por ejemplo. O el trastero. Si apenas vas.

Santiago hizo una broma, cambió de tema. Pero esa noche, no pudo dormir bien. Le retumbaba esa frase: si apenas vas.

Terminó el desayuno, fregó la taza y miró el reloj. Eran ya las ocho. Decidió que hoy iría a la casa del pueblo. Tocaba revisar cómo estaba todo tras el invierno. Y de paso demostrarse algo a sí mismo.

Se abrigó, cogió las llaves del piso, de la casa y del trastero. En el pasillo se quedó un momento mirando el espejo viejuno, con marco estrecho. Reflejo de hombre ya con canas, ojillos algo cansados, pero que aún aguantan lo suyo. No era un viejo. Ajustó el cuello y salió.

De camino paró en el trastero, en busca de herramientas. El candado chirrió, la puerta opuso la resistencia habitual. Dentro olía a polvo, gasolina, trapos viejos. En las estanterías, botes de tornillos, cajas de cables, una cinta antigua rotulada a rotulador. Telarañas colgando del techo.

Escaneó las baldas: el gato hidráulico de su primer coche, las tablas que quería convertir en banco para la casa del pueblo (proyecto nunca materializado, esperaban turno). Cogió la cajita de herramientas y un par de garrafas, cerró y continuó.

La carretera hasta la sierra le llevó una hora. Todavía había neveros sucios y barro en las cunetas. El pueblo, silencioso; aún faltaba para la invasión de veraneantes. Tere, la portera de la urbanización, estaba en la garita enfundada en su plumas, le saludó con un gesto.

La casa le recibió congelada en su letargo: cercado torcido, cancela encajada. Caminó por el sendero flanqueado de hojas secas de la última temporada.

Dentro olía a cerrado y madera. Abrió ventanas, ventiló. Quitó la colcha de la cama sacudiéndola al aire. En la mesa de la mini-cocina, la perola de esmalte donde cocían el compango para la fabada. Tras la puerta, el manojo de llaves: ahí la del trastero con los aperos.

Reconocía cada pared, las manillas, las grietas. En la habitación de los niños quedaba la litera, con el oso de peluche remendado. Recordaba la llorera cuando a su hijo se le descosió la oreja al oso, y él, al no tener pegamento, se la grapó con cinta aislante.

Salió fuera: nieve casi derretida, huertos negros y húmedos. El viejo brasero oxidado en la esquina. Rememoró los veranos de pinchitos y tardes bebiendo té en vasos de Duralex, con risas clamorosas de los vecinos entre huertos.

Suspirando, se puso manos a la obra: limpió el sendero, arregló la tabla del porche, revisó el trastero. En el cobertizo encontró una silla de plástico, la sacó y se sentó al sol. Empezaba a notarse la primavera.

Miró el móvil. El hijo le había llamado la noche anterior. Su hija le escribía por WhatsApp: «Tenemos que sentarnos a hablarlo con calma. ‘No estamos en contra de la casa, papá, pero hay que ser razonables». El dichoso razonable últimamente flotaba como una niebla permanente. Razonable que no haya dinero muerto. Razonable que un señor jubilado no se mate con huertos y arreglos. Razonable ayudar a los jóvenes mientras él aún puede.

Él lo entendía, de veras. Pero, sentado con el trasero sobre la silla de plástico, sintiendo el sol y oyendo a lo lejos un perro, el razonable le importaba un pimiento. Allí no cabía Excel.

Dio otra vuelta por el terreno, cerró la casa, echó la traba robusta. Y arrancó de regreso a Madrid.

A la hora de comer estaba ya en el piso. Se despojó del abrigo, dejó las herramientas. Al entrar en la cocina dio con una nota en la mesa, hoja de bloc: Papá, pasamos esta tarde. Hablamos. S.

Se sentó y apoyó las manos sobre la mesa. Así que hoy. Hoy tendrían la conversación de verdad, sin escapes de humor.

Por la tarde llegaron los tres: su hijo con la mujer y la hija. El nieto, a cargo de la suegra. Santiago abrió la puerta y les dejó pasar, mientras el hijo, sin mirar, colgaba el abrigo de memoria, como cuando era niño.

Se sentaron alrededor de la mesa. Puso el té, galletas, caramelos. Nadie tocó nada. Tras unos minutos de charla intrascendente sobre nietos, atascos y trabajos, la hija miró al hermano, recibió un gesto y tomó la palabra:

Papá, de verdad, hablemos claro. No queremos presionarte, pero tenemos que aclarar las cosas.

Santiago sintió un nudo en el estómago.

Decidme respondió.

El hijo arrancó:

Mira, tienes este piso, la casa y el trastero. El piso es intocable, por descontado. Pero la casa Tú mismo dices que es un lío. El huerto, el tejado, la valla. Cada año se va un dineral.

Hoy he estado allí murmuró Santiago . Está todo bien.

Bueno, ahora sí saltó la nuera , ¿pero dentro de cinco o diez años? No eres inmortal, con perdón. Hay que pensar estas cosas.

Santiago desvió la mirada. Aquello de no eres inmortal le sonó descarnado, aunque seguro que no era la intención herirle.

La hija suavizó:

No queremos que lo tires todo por la borda, pero podríamos vender la casa y el trastero, y repartir el dinero. Parte para que tú vivas mejor, parte para nosotros; así liquidamos un poco esa hipoteca Siempre has dicho que querías echarnos una mano.

Cierto, lo había dicho. Al principio de su jubilación, cuando aún trabajaba algún que otro contrato. Entonces creía que sería fuerte muchos años, siempre disponible para los favores.

Ya os ayudo, protestó . Recogo al nieto, os lleno la nevera de vez en cuando

El hijo sonrió, pero tenso:

Papá, no es lo mismo. Ahora necesitamos un empujón de verdad Tú has visto lo que nos aprietan los bancos. No es regalar nada; es poner en valor lo que se queda parado.

Ese poner en valor lo que se queda parado sonaba como una visita del notario. Santiago percibió que entre él y sus hijos se erguía, invisible, una muralla de números y recibos.

Bebió un sorbo de té frío.

Para vosotros es patrimonio, dijo despacio . Para mí, son

Buscaba las palabras.

Trozos de vida acabó. Ese trastero lo levanté a pulso con mi padre, cuando aún vivía. La casa ahí crecisteis vosotros.

La hija bajó los ojos. El hijo, tras un silencio:

Lo sabemos, papá. Pero apenas vas. Está parado. No se puede solo.

Hoy estuve. Todo correcto.

Vale, hoy. ¿Y antes? ¿En otoño, quizás? Sé honesto.

Un silencio incómodo. Del reloj del salón solo se oía el tic-tac, subrayando la paradoja: discutir sobre la vejez como si fuera una cuestión de nómina y reparto de recursos.

Está bien, concedió . ¿Y qué proponéis exactamente?

El hijo, animado, como quien revela la jugada mágica:

Ya hablamos con una inmobiliaria. A la casa le pueden sacar un dinero. El trastero, lo mismo. Nosotros nos encargamos de todo: visitas, papeles. Solo tienes que autorizarlo.

¿Y el piso?

El piso ni tocarlo, saltó la hija . Es tu casa.

Asintió. Casa, pensó. ¿Solo estas paredes? ¿O también la casa de la sierra y el trastero, lugares donde fue padre, manitas e incluso héroe de bricolaje para sus hijos?

Se levantó, miró por la ventana. En la plaza del vecindario, los faroles ya encendidos. Todo igual que veinte años atrás. Solo las caras y los coches cambiaban, los niños ahora con móviles.

¿Y si no quiero vender? preguntó, de espaldas.

Silencio. La hija tanteó terreno:

Papá, es tuyo. Tú decides. Nadie te obliga. Solo nos preocupa verte solo con tanto quehacer y tan poca fuerza.

Fuerza me falta, admitió pero aún decido yo en qué se me va la fuerza.

El hijo suspiró:

No queremos discutir. Pero, visto objetivamente, pareces aferrado a lo material, mientras a nosotros se nos hace cuesta arriba todo. Y, sinceramente, nos inquieta qué ocurrirá si caes enfermo. ¿Quién se hará cargo de la casa, del trastero?

Santiago sintió esa punzada familiar. Lo había pensado también: si él faltara de repente, sus hijos tendrían que hacer trámites, pelearse con herencias, liquidar esto y aquello. Sí, sería complicado.

Volvió a sentarse.

¿Y si empezó despacio …ponemos la casa a vuestro nombre, pero yo sigo yendo allí mientras aguante?

Los hermanos se miraron. La nuera frunció el ceño.

Papá, así da igual. Seguirá siendo un engorro. Nosotros no tendremos tiempo para ir tanto como tú quieres. El trabajo, los críos.

No os pido que vayáis: lo haré yo mismo, mientras pueda. Después, decidís vosotros.

Sabía que apelaba a un compromiso: de su lado, conservar ese rincón, más que suelo, memoria. De su lado, la tranquilidad de tener ya el asunto atado, sin herencias ni trámites cuando él no pudiera.

La hija reflexionó:

Vale. Es una opción. Pero siendo realistas dudo que alguna vez vivamos allí. Nosotros estamos pensando en irnos, incluso, a otra ciudad por trabajo.

Santiago se sobresaltó. No lo sabía. El hijo, igual, boquiabierto.

No me lo habías dicho reclamó el hermano.

Sólo es una idea, zanjó ella . No es el momento. El tema es que la casa para nosotros no significa lo mismo. No la vemos en nuestro futuro.

Santiago se aferró metafóricamente a ese futuro. Para ellos, el porvenir es otro piso, otra ciudad. Para él, son puntos muy concretos: piso, trastero, casa de la sierra.

La discusión giró veinte minutos. Números contra recuerdos, salud frente a pasado. Al final, el hijo, agotado, medio gritó:

Papá, mira: no podrás acarrear con palas toda la vida. Llegará el momento y te será imposible ir. ¿Lo dejamos pudrirse hasta que un día visitemos unas ruinas?

Santiago se sintió atacado.

¿Para ti son ruinas? espetó. De esas ruinas fuiste tú el que corría de niño.

De niño, replicó el hijo ahora las responsabilidades son otras.

La hija intentó mediar:

Santi, no

Pero ya era tarde. Santiago supo en ese instante, con total lucidez, que hablaban idiomas distintos. Donde él veía horas vividas, ellos veían el pasado almacenado.

Se levantó.

Mirad concedió . Déjame pensarlo. No hoy, ni mañana. Dadme tiempo.

Papá empezó la hija es que el mes que viene

Lo sé, interrumpió pero esto no es vender una cómoda.

Silencio. Se pusieron a recoger, a pelear con zapatos y abrigos. La hija le abrazó en la puerta, y en voz baja:

No es por la casa, de verdad, papá. Solo nos das miedo tú.

Asintió sin voz.

Cuando la puerta cerró, el piso se llenó de silencio. Santiago fue a la cocina y se sentó. Las tazas a medio vaciar y el plato con galletas eran todo lo que quedaba de la reunión familiar. Les miró y una oleada de cansancio le tumbó.

Allí se quedó largo rato, sin encender la luz, dejando que la tarde diera paso a la noche, viendo cómo en los pisos de enfrente se encendían las bombillas. Finalmente se levantó, sacó del armario la carpeta de documentos: DNI, escrituras de la casa y el trastero. Pasó los folios hasta dar con el plano del terreno.

Un rectángulo pequeño, cuadriculado en bancales. Paseó el dedo por esas líneas, como recorriendo los senderos reales.

Al día siguiente, fue al trastero. Necesitaba hacer algo con las manos. Dentro hacía fresco. Abrió las puertas de par en par, desplegó herramientas. Se puso a clasificar cajas: desechó cacharros rotos, tornillos oxidados, cables que guardaba por si acaso.

Juan, el vecino del trastero (otro jubilado de la zona), asomó la cabeza:

¿Tirando todo, hombre?

Haciendo limpieza, reconoció Santiago. Pensando qué me hace falta y qué no.

Bien hecho, aprobó Juan. El mío lo vendí, ya. Le hacía falta pasta al crío para un coche. Ahora yo sin trastero, él feliz.

Santiago se calló. Juan volvió a su trastero. El asunto parecía tan sencillo: vendes, hijo contento, asunto zanjado, como una camisa vieja.

Cogió una llave inglesa, la de toda la vida, suave de tanto uso. La giró en el aire, como apretando un tornillo imaginario. Recordó como su hijo, de pequeño, pedía ayudar, imitando sus gestos. Entonces le daba por hecho; pensaba que siempre compartirían ese lenguaje: coche, banco, bricolaje. Ahora, ese idioma resultaba ajeno.

Por la tarde volvió a mirar los papeles. Al final, llamó a Carmen:

He decidido. Ponemos la casa a nombre tuyo y de Santi. A partes iguales. Pero no se vende ahora. Mientras pueda, voy. Después, decidís vosotros.

Se hizo un silencio.

Papá dijo ella, muy suave ¿estás seguro?

Seguro, dijo él, aunque en realidad, sentía que amputaba una parte de sí. Pero no veía otra manera.

De acuerdo accedió . Mañana hablamos para organizar los papeles.

Colgó y se quedó sentado. El piso estaba en calma. Sintió una mezcla extraña de fatiga y alivio, como si encarara una realidad de la que no se puede huir.

Una semana después fueron al notario. Firmaron la donación. Santiago firmaba mientras la mano le temblaba levemente. La notaria, afable, iba indicando dónde, los hijos a los lados, agradando y agradeciendo.

Gracias, papá, decía el hijo . Nos salvas la vida.

Él solo asentía, sintiendo que el alivio no era ni suyo ni de ellos: era de todos, alejando el miedo a luego. Luego estaba ahora escrito en los papeles oficiales.

Decidió quedarse con el trastero, al menos por unos años. Los hijos insinuaron si no lo vendería también, pero se mantuvo firme: necesitaba ese refugio, huir de la tele, no pudrirse en el salón. Esa parte la entendieron.

Por fuera, la vida no cambió. Seguía en el piso, iba de vez en cuando a la casa del pueblo, pero ya como invitado en algo que no era del todo suyo. Las llaves, eso sí, seguían en su llavero.

La primera vez que volvió tras todo el papeleo fue en pleno abril, con el aire tibio. Iba pensando: ya no es mi casa, es de los niños. Pero al abrir la cancela, escuchar el crujido y recorrer el sendero, esa sensación de ajenidad desapareció.

Colgó la chaqueta de siempre en su clavo, reconoció muebles, cama, el oso con la oreja apañada. Se sentó en la banqueta junto a la ventana. El sol iluminó los motes de polvo. Santiago acarició la madera, notando cada rugosidad.

Pensó en sus hijos: cómo llenaban sus vidas con cuentas, planes y mudanzas. Pensó en sí mismo: ya no planeaba por años, sino por estaciones llegar a la próxima primavera, un arado más, otra tarde de porche veraniego.

Sabía que tarde o temprano venderían la casa. Quizá en un año, quizás en cinco. Cuando no pudiera venir solo, ellos argüirían que no tenía sentido guardar casa vacía. Y sería verdad.

Pero la casa seguía en pie; el tejado aguantaba; las palas esperaban en el cobertizo. Brotaban ya los primeros tallos. Él podía todavía andar el huerto, agacharse, esparcir tierra.

Salió al patio, dio la vuelta a la verja, vio a los vecinos: uno agachado plantando, otro tendiendo ropa. La vida, como siempre.

Se dio cuenta de que lo que más miedo le daba no era perder la casa o el trastero. Era volverse prescindible. No útil para sus hijos ni para sí mismo. Esos lugares le recordaban que aún tenía algo que hacer, algo que arreglar, aunque nadie lo pidiera.

Ahora esa certeza tambaleaba. Los papeles del notario decían una cosa, sus manos y costumbres otra. Pero, en el porche, entendió que el arraigo no lo dictan los documentos.

Sacó el termo, llenó un vaso, bebió un trago. La amargura interna ya no era tan aguda como aquella tarde en la cocina. Decisión tomada, precio pagado. Había entregado parte de lo suyo, pero, a cambio, le quedaba el derecho a estar en este sitio, no por escrituras, sino por recuerdo.

Miró la puerta, la cerradura, la llave antigua en su mano. Algún día esa llave será de Santiago, o de Carmen, o de gente que ni conocerá. Meterán la llave y nunca sabrán qué significa ese giro de muñeca.

La idea era amarga y fácil a la vez. El mundo gira, todo se traspasa. Lo importante es haber vivido en tus propios sitios, aunque ya no sean tuyos en el registro, sino en tu piel y tu memoria.

Santiago terminó el té, se levantó. Fue al cobertizo, sacó la pala. Decidió remover aunque fuera un trozo de tierra, para él, no para los futuros dueños, ni para los hijos pensando en euros. Solo para sentir la tierra bajo los pies y en las manos.

Hundió la pala, apretó con el pie; la tierra cedió. El primer terrón, oscuro y húmedo, se dio la vuelta. Aspiró el olor fresco y se agachó otra vez.

El trabajo fue lento. Dolía la espalda, pesaban los brazos. Pero con cada palada sentía que se iba aligerando el alma, como si, al remover tierra, removiera también los miedos.

Al atardecer se sentó en el porche, secándose la frente. Detrás, los bancales removidos en fila, el cielo enrojecido al oeste. Una bandada gritó sobre los castaños.

Miró la casa, las huellas en el patio, la pala arrimada a la pared. Pensó en mañana, en el año que viene, en dentro de cinco. No tenía respuesta, pero sí la certeza de estar aún en su sitio.

Se incorporó, apagó la luz, cerró todo. Se detuvo en el porche, escuchando el silencio. Luego giró la llave. Tintineó el hierro.

Santiago guardó la llave y encaró el sendero, evitando pisar la tierra recién removida.

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MagistrUm
Nadie en Casa Sergio se despertó sin necesidad de despertador, como siempre, a las seis y media. En el piso reinaba el silencio, tan solo el ronroneo suave del frigorífico llegaba desde la cocina. Se quedó un minuto tumbado, escuchando ese sonido, y luego estiró la mano hacia el alféizar para coger sus gafas. Afuera empezaba a clarear; algunos coches susurraban sobre el asfalto mojado. Antes, a esta hora, Sergio se preparaba para ir al trabajo. Se levantaba, iba al baño, escuchaba cómo el vecino de al lado encendía la radio. Ahora el vecino seguía encendiendo la radio, pero él permanecía en la cama pensando en qué haría ese día. Oficialmente llevaba ya tres años jubilado, pero por costumbre seguía una rutina estricta. Se levantó, se puso el chándal y fue a la cocina. Puso el hervidor y sacó un trozo de barra de pan del día anterior. Mientras el agua calentaba se acercó a la ventana: séptimo piso, edificio de bloques, el patio de abajo con el parque infantil. Bajo la ventana dormía su viejo “Niwa”, cubierto por una capa fina de polvo. Mentalmente se recordó que tenía que pasar por el garaje, revisar si el techo no filtraba. El garaje estaba en una cooperativa a tres paradas de distancia. Antes pasaba allí medio fin de semana, trasteando con el coche, cambiando el aceite, discutiendo con los vecinos sobre el precio de la gasolina o el fútbol. Luego todo se facilitó: talleres, tiendas online, todo en dos clics. Pero siguió manteniendo el garaje. Allí estaban sus herramientas, neumáticos viejos, cajas con cables, maderas, “trastos”, como él decía. Y la casa de campo. La casita en la urbanización de las afueras. De madera, porche estrecho, dos habitaciones y una cocina diminuta. Cuando cerraba los ojos, veía aquellas tablas, las grietas en el suelo, escuchaba cómo las gotas martilleaban el tejado. Aquella casa era herencia de los padres de su mujer. Entonces, hacía más de veinte años, solían escaparse cada finde con los niños. Cavaban hortalizas, freían patatas, ponían en el taburete el radiocasete. La mujer llevaba cuatro años muerta. Los hijos habían crecido, se mudaron, formaron sus familias. Quedaban la casa de campo y el garaje. Ellos eran, de algún modo, el eje de su mundo. Aquí el piso. Allí la casa de campo. Allí el garaje. Todo en su sitio, todo bajo control. El hervidor silbó. Sergio preparó el té y se sentó a la mesa. En la silla de enfrente descansaba el jersey doblado de la víspera. Comió el bocadillo, miró el jersey y pensó en la conversación de ayer. Ayer vinieron los hijos. El hijo con su mujer y su pequeño, el nieto. La hija y su marido. Merendaron, hablaron de vacaciones. Luego la charla derivó, como casi siempre últimamente, al dinero. El hijo decía que la hipoteca les asfixiaba, que los intereses subían. La hija se quejaba de la guardería, de las actividades, de la ropa. Sergio asentía; recordaba cuando él también contaba las pesetas hasta llegar a final de mes. Pero en aquel entonces no había ni casa de campo ni garaje, solo una habitación alquilada y esperanza. El hijo, titubeando, dijo entonces: — Papá, hemos estado pensando con Ana… Y también lo hablamos con Caty. Que quizá deberías vender algo. La casa de campo… O el garaje. Total, casi nunca vas. Sergio hizo una broma y cambió de tema. Pero por la noche no pudo dormir, con esa frase dando vueltas en la cabeza: “total, casi nunca vas”. Terminó el bocadillo, apuró el té, fregó la taza. Miró el reloj. Eran las ocho. Decidió que iría hoy a la casa de campo. Había que revisar cómo estaba tras el invierno. Y de paso, demostrarse algo a sí mismo. Se abrigó, cogió las llaves de la casa y el garaje, las metió en el bolsillo. En el pasillo, ante el espejo con marco estrecho, se detuvo un segundo. En el reflejo, un hombre con las sienes plateadas, ojos algo cansados pero firme aún. No un viejo. Arregló el cuello del abrigo y salió. Paró antes en el garaje por unas herramientas. El candado chirrió, la puerta se abrió con esfuerzo conocido. Dentro olía a polvo, gasolina, a trapos viejos. En las estanterías botes con tornillos, cajas de cables, una cinta de cassette rotulada a rotulador. Bajo el techo, telarañas. Sergio repasó las estanterías con la vista. Allí el gato hidráulico de su primer coche. Las tablas que una vez pensó convertir en banco para la casa de campo. Al final nunca lo hizo. Pero seguían allí, esperando. Cogió la caja de herramientas, varias garrafas de plástico, cerró el garaje y se puso en marcha. Tardó una hora escasa en llegar a las afueras. Quedaban manchas de nieve sucia en la cuneta, algunos tramos de tierra negra. La urbanización estaba casi vacía todavía. La portera, en su abrigo, le saludó con una inclinación de cabeza. La casa de campo le esperaba con la misma quietud de siempre fuera de temporada. Valla de madera, cancelita algo torcida. Abrió, caminó por el sendero estrecho hasta el porche, crujían hojas secas bajo sus pies. Dentro, olor a madera y a cerrado. Sergio abrió las ventanas, retiró la colcha vieja de la cama y la sacudió. En la cocinita, una cacerola esmaltada en la que antes hacían compota. En el clavo junto a la puerta colgaba un manojo de llaves, una de ellas la del cobertizo con los útiles de jardinería. Recorrió la casa tocando las paredes, los pomos. En el cuarto donde dormían los niños aún estaba la litera, arriba un oso de peluche de oreja rota. Sergio recordaba los lloros de su hijo por esa oreja y cómo, sin encontrar pegamento, se la sujetó con cinta aislante. Salió al huerto. Casi no quedaba nieve, los bancales oscuros y húmedos. Al fondo, la barbacoa oxidada. Recordó asar allí chuletas, tomar el té con su mujer en el porche, escuchar la risa alta de algún vecino. Suspiró y se puso manos a la obra. Limpiar el sendero de basura, clavar la tabla suelta del porche, revisar el tejado del cobertizo. Encontró una silla de plástico, la sacó y se sentó al sol, que empezaba a templar el aire. Sacó el móvil, repasó llamadas. El hijo había llamado anoche. La hija escrito por WhatsApp que había que reunirse y hablarlo con calma: “No estamos en contra de la casa de campo, papá, pero pensemos con cabeza”, ponía el mensaje. Con cabeza. Esa palabra era la que más sonaba últimamente. Significaba que el dinero no debía quedarse parado. Significaba que un jubilado no debía matarse con la finca y el garaje. Significaba ayudar a los jóvenes mientras uno puede. Él les entendía. De verdad. Pero sentado en esa silla, escuchando a un perro ladrar a lo lejos, sintiendo el goteo en el tejado, todo ese “con cabeza” se apartaba al fondo. Aquello iba de algo muy distinto. Sergio se levantó, dio otra vuelta, cerró la casa y puso el candado. Subió al coche rumbo a la ciudad. A mediodía ya estaba en casa. Se quitó el abrigo, dejó la bolsa de herramientas en el recibidor. En la cocina puso el hervidor y solo entonces vio la nota en la mesa. En una hoja de bloc, escueto: “Papá, pasamos esta tarde a hablar. S.” Se sentó y puso las manos en la mesa. Así que era hoy. Hoy sí, se hablaría de verdad, sin evasivas. Por la tarde vinieron los tres. El hijo con su mujer, la hija. El nieto se quedó con la suegra. Sergio los recibió, saludó, los hizo pasar. El hijo dejó el abrigo en la percha, casi sin mirar, como de niño. En la cocina se sentaron en torno a la mesa. Sergio sirvió té, galletas, bombones. Nadie los tocaba. Charlas triviales unos minutos: el nieto, el trabajo, los atascos. Luego la hija miró al hermano, él asintió, y ella dijo: — Papá, hablemos en serio. No queremos presionarte, pero tenemos que aclarar las cosas. Sergio sintió un nudo en el pecho. Asintió: — Hablad. Empezó el hijo: — Mira, tienes el piso, la casa de campo y el garaje. El piso es sagrado, ni tocarlo. Pero la casa de campo… tú mismo dices que te cuesta. Huerto, tejado, valla. Cada año se va el dinero allí. — He estado hoy —respondió Sergio en voz baja—. Está todo bien. — Ahora sí —intervino la nuera—. Pero ¿y en cinco años? ¿En diez? No vas a ser eterno, perdona, pero tenemos que pensarlo. Sergio bajó la mirada. Aquello de no ser eterno sonaba demasiado duro. La hija habló más suave: — Papá, no es que lo rechacemos. Pensamos en vender la casa y el garaje, repartir el dinero. Una parte para que vivas tranquilo, otra para Santi y para mí. Podríamos quitar parte de la hipoteca. Siempre nos has dicho que quieres ayudarnos. Y era verdad. Al jubilarse aún hacía algunos trabajillos, se veía fuerte. Sentía que podría ayudar bastante tiempo aún. — Ya os ayudo —dijo—. A veces recojo al crío, os compro cosas. El hijo bufó: — Papá, eso no es lo mismo. Ahora necesitamos un dinero de verdad, para respirar. Has visto los intereses. No te pedimos darlo todo. Solo que… tienes cosas paradas. La palabra “cosas” le sonó extranjera. Sergio notó que entre ellos se alzaba una columna invisible de cifras, gráficos, préstamos. Bebió de su taza, ya fría. — Para vosotros son cosas —dijo despacio—, para mí… Dudó, no quería sonar sentimental. — Son trozos de mi vida. Ese garaje lo hice yo con mi padre, él aún vivía. Ladrillo a ladrillo. Y la casa… allí crecisteis vosotros. La hija bajó la mirada, el hijo calló un momento y añadió con más tacto: — Lo entendemos, de verdad. Pero casi no vas. Todo está parado. Solo tú no puedes. — Hoy fui —repitió Sergio—. Todo bien. — Hoy, pero ¿y antes? ¿En otoño? Papá, en serio. Silencio. Sergio oía el tictac del reloj. De pronto vio claro que aquello era una negociación sobre su vejez, como un proyecto. Optimizar gastos, repartir bienes. — Bien —dijo—, ¿y qué proponéis? El hijo fue directo, ya lo tenían hablado: — Hemos hablado con una inmobiliaria. Por la casa te pueden dar mucho. Y el garaje también. Nosotros hacemos las gestiones. Tú solo tendrías que firmar. — ¿Y el piso? —preguntó Sergio. — El piso ni tocar —saltó la hija—. Es tu casa. Asintió. La palabra “casa” sonaba ahora diferente. ¿Era solo ese piso? ¿O también la de campo? ¿El garaje, donde pasó tantas horas sintiéndose útil? Se levantó y fue a la ventana. Fuera, las farolas encendidas, el patio igual que hace veinte años. Solo cambiaban los coches y los niños con móviles. — ¿Y si no quiero vender? —preguntó sin girarse. Silencio aún mayor. Al fin la hija, con cuidado: — Papá, es todo tuyo. Tú mandas. No podemos obligarte. Pero… nos preocupa tu salud. Tú mismo dices que te faltan fuerzas. — Me faltan —admitió—. Pero de momento, aún decido. El hijo suspiró: — No queremos discutir. Pero sinceramente, parece que te aferras a esas cosas y a nosotros nos pesa. Financiera y emocionalmente. Pensamos qué pasará si de pronto enfermas. Quién se hará cargo de todo. Un pinchazo de culpa. Él mismo lo había pensado. Si faltara de golpe, los hijos tendrían líos con los papeles, herencias, reclamaciones. Sería duro. Volvió a la mesa, se sentó. — Y si… —empezó, dudó—. Si ponemos la casa a vuestro nombre y yo sigo yendo mientras pueda? El hijo y la hija se miraron. La nuera frunció el ceño. — Papá, pero aun así seguirá el problema. No podremos ir tanto como tú quieras. Tenemos trabajo, niños. — No pido que vengáis —replicó—. Yo iré, mientras pueda. Luego… decidís. Era un compromiso. Para él, la oportunidad de mantener el lugar que era más que un terreno. Para ellos, la seguridad de tener ya los papeles y evitar herencias engorrosas después. La hija meditó. — Es una opción —admitió—, pero siendo honestos probablemente nunca vivamos allí. Nuestros planes son otros. De hecho, pensamos irnos a otra ciudad. Allí la vida es más barata. Sergio se sobresaltó. No lo sabía. El hijo, igual, miró a su hermana sorprendido. — No me lo habías dicho. — Lo estamos pensando, nada más —zanjó ella—. Pero la casa de campo para nosotros no es como para ti. No vemos futuro allí. Futuro. Para ellos, el futuro estaba en otro sitio: otra ciudad, otra casa, otros proyectos. Para él, el futuro eran estos tres puntos en el mapa. Piso, garaje, casa de campo. Donde conocía cada rincón. La discusión se repitió durante veinte minutos. Ellos ponían números, él recuerdos. Ellos hablaban de salud, él temía quedar sin oficio. El hijo, cansado, acabó diciendo más duro de lo querido: — Papá, entiende que no estarás siempre cavando la huerta. Y entonces, ¿qué? ¿Todo se pudrirá? ¿Iremos una vez al año a ver las ruinas? Sergio sintió rabia. — ¿Ruinas? —dijo—. Ahí jugabas de niño, en esas “ruinas”. — De niño, sí —contestó el hijo—. Ahora tengo otras responsabilidades. Palabras que flotaron pesa-das. La hija intentó suavizar: — Santi, hombre… Demasiado tarde. Sergio comprendió que hablaban lenguajes distintos. Para él, la casa de campo era vida. Para ellos, un recuerdo simpático. Se levantó. — Vale —dijo—. Dame tiempo. No hoy, ni mañana. Tengo que pensarlo. — Papá —intervino la hija—, no podemos esperar mucho. Tenemos el pago el mes que viene… — Entiendo —cortó él—. Pero no es vender un armario. Se callaron. Pronto empezaron a prepararse para irse. En la entrada se entretuvieron mucho. Al despedirse, la hija le abrazó y le susurró al oído: — Es por ti, papá, de verdad. Solo nos preocupas. Él asintió, sin voz. Cuando se cerró la puerta, el piso quedó en silencio. Sergio fue a la cocina y se sentó. Quedaron tazas a medio terminar, un plato con galletas. Las miró y sintió un cansancio hondo. Estuvo así largo rato, sin encender la luz. Afuera caía la noche, se encendían ventanas frente a la suya. Más tarde fue al dormitorio, sacó la carpeta de documentos: DNI, escrituras, papeles de casa y garaje. Hojéo, se detuvo en el plano de la parcela. El rectángulo, con bancales dibujados. Pasó el dedo por las líneas como si fueran los caminos. Al día siguiente fue al garaje. Necesitaba hacer algo manual. Hacía fresco; abrió la puerta de par en par para dejar entrar luz. Sacó herramientas, repasó cajas. Decidió tirar parte del cacharro: piezas rotas, tornillos oxidados, cables guardados “por si acaso”. El vecino de garaje, Serafín, más mayor, se asomó. — ¿Tirando trastos, Sergio? — Poniendo orden —respondió—. Viendo qué me sirve de verdad. — Así se hace. Yo el mío lo vendí, mi hijo necesitaba dinero para el coche. Ahora sin garaje, pero mi chico contento. Sergio calló. El vecino se marchó, él quedó entre sus cajas y sus cosas. Vendido, el hijo contento. Como si fuera una chaqueta vieja. Cogió una llave inglesa, pesada, pulida del uso. Hizo el ademán de apretar algo, recordó cuando su hijo pequeño le pedía hacerlo él, queriendo imitarle. Pensaba entonces que eso sería siempre cosa suya y de su hijo. Que el garaje, la casa, el coche eran un idioma común. Ahora ese idioma se había vuelto ajeno para el hijo. Esa tarde volvió a sacar los papeles. Al fin llamó a su hija. — He decidido —dijo—. La casa queda a nombre tuyo y de Santi. Pero ahora no la vendemos. Yo seguiré yendo mientras pueda. Luego, lo que decidáis. En el teléfono, silencio. — Papá —dijo ella por fin—, ¿seguro? — Seguro —mintió. Por dentro dudaba. Sentía que recortaba parte de sí, pero no había otra opción. — Vale. Mañana vemos qué trámites hay que hacer. Colgó. La habitación estaba silenciosa. Sintió cansancio, pero también una extraña ligereza. Como si hubiera aceptado finalmente algo inevitable. Una semana después fueron al notario. Firmaron la donación. Sergio rubricaba temblando apenas la mano. La notaria despachaba tranquila las instrucciones. Los hijos, agradecidos. — Gracias papá —decía el hijo—. Nos salvas. Asentía. No solo les salvaba a ellos. A sí mismo también, evitando pensar en el “después”. Ahora el “después” figu-raba en un papel. El garaje quiso conservarlo, de momento. Los hijos insinuaban venderlo, pero él se negó. Les explicó que lo necesita para no estar todo el día viendo la tele. Eso lo admitieron. Por fuera, la vida siguió igual. Siguió en su piso; de vez en cuando iba ya como invitado a una casa que ya no era suya formalmente. Pero aún tenía las llaves. Nadie le impedía ir. La primera vez tras la donación fue en un cálido abril. Pensó todo el trayecto que esa casita ya no era suya. Una propiedad ajena. Pero al abrir la puerta, al oír el crujido, caminar hacia el porche conocido, se le pasó el sentimiento de extranjería. Entró, colgó el abrigo. Todo seguía igual: la cama, la mesa, el oso de peluche remendado. Se sentó en el taburete junto a la ventana. El sol recortaba el mármol, levantaba motas de polvo. Sergio pasó la mano por la madera, notando cada rugosidad. Pensó en los hijos. Ellos con sus pisos, sus cuentas, sus proyectos. Él con los suyos, cada vez más ligados a estaciones que a años. Llegar a la próxima primavera, volver a cavar, a sentarse en el porche en verano. Sabía que vender la casa algún día sería inevitable. Quizá en uno, quizá en cinco años. Cuando ya no pueda ir. Dirán: “no merece la pena mantener una casa vacía”. Y no les faltará razón. Pero ahora la casa estaba en pie. El tejado aguantaba. Las herramientas seguían en el cobertizo. Los bancales reverdecían. Aún podía recorrer la finca, agacharse, recoger algo del suelo. Salió al jardín, rodeó la casa. Se detuvo junto a la valla, contempló los huertos vecinos. En uno plantaban algo, inclinados sobre los surcos. En otro, ropa colgada al sol. La vida seguía. De repente entendió que su miedo no era solo perder la casa o el garaje. Temía volverse prescindible. Inútil para los hijos y para sí mismo. Esos lugares le recordaban que aún servía. Que podía arreglar, pintar, cavar. Ahora esa evidencia era frágil. Los papeles decían una cosa, los hábitos otra. Pero, sentado en el porche, entendió que no todo viene dictado por el papel. Sacó el termo, llenó una taza. Bebió un sorbo, buscó en sí mismo. Sentía ya menos amargor que la noche de la charla familiar. Había tomado una decisión. Sabía el precio. Cedía a los hijos parte de lo que creía suyo pero ganaba otra cosa: el derecho de estar en esa casa no por escrituras, sino por memoria. Miró la puerta, la cerradura, la llave en su mano. Era vieja, la cabeza desgastada. La miró, la apretó fuerte. Algún día pasará a manos del hijo, de la hija, o de quien compre la casa. Meterán la llave, ignorando todo lo que va con ese gesto. Esa idea le entristeció y le sereno al tiempo. Todo cambia, los objetos pasan de unos a otros. Lo importante es haber estado, haberlo vivido mientras era suyo de verdad. Sergio apuró el té y se puso en pie. Fue por la pala al cobertizo. Tenía que cavar aunque fuera un surco. Para él. No para futuros dueños, ni para los hijos pensando ya en el dinero. Para él, por sentir la tierra bajo los pies y en las manos. Hincó la pala en el suelo, pisó fuerte. La tierra cedió. El primer terrón se dio la vuelta, asomando la capa negra y húmeda. Sergio olió ese aroma, se agachó otra vez. El trabajo fue lento. La espalda dolía, los brazos pesaban. Pero con cada golpe sentía el alivio por dentro. Como si cavara no solo la tierra, sino también sus temores. Al anochecer se sentó en el porche, secándose la frente. En los bancales quedaban alineados los surcos volteados. El cielo se teñía de rosa. Chilló un pájaro. Miró la casa, sus huellas en la tierra, la pala recostada en la pared. Pensó en el mañana, en el año que viene, en el siguiente lustro. No tenía respuesta. Pero sentía que, en ese preciso instante, estaba en su sitio. Se levantó, entró en la casa, apagó las luces y cerró. En el porche se detuvo un segundo, escuchando el silencio. Luego giró la llave en la cerradura. Sonó el clic metálico. Sergio guardó la llave en el bolsillo y se fue hacia el coche por el sendero, cuidando de no pisar la tierra recién aireada.