Nada es lo que parece

Todo no es lo que parece

Antes del turno de la mañana, la enfermera Lucía entró en la sala de guardia y susurró con confidencia:

—Doña Carmen, la paciente de la habitación cinco, Jiménez, me estuvo insistiendo toda la tarde para que le diera su ropa y la dejara irse a casa. Usted me pidió que le avisara de cualquier cosa.

—Gracias, Lucía. Ya me encargaré. —Carmen se ajustó un mechón rebelde que se escapaba de su cofia y se dirigió a la habitación cinco.

En la cama junto a la ventana, una joven yacía de espaldas, mirando hacia la pared.

—Hola, María, ¿qué ocurre?

María se volvió bruscamente y se sentó en la cama.

—Déjeme irme, por favor. No aguanto más aquí. En casa al menos podría distraerme, hacer algo… —Rompió a llorar y miró a Carmen con súplica.

—No llores, podrías hacerle daño al niño. ¿O es que te arrepientes de tenerlo? —preguntó Carmen con severidad.

—No, no me arrepiento. Me siento bien. Le prometo que en casa estaré tranquila, descansaré y no haré ningún esfuerzo. Por favor, déjeme ir. Hace un tiempo tan bueno afuera, y yo aquí encerrada en esta habitación asfixiante… —La joven esbozó una tímida sonrisa.

—De acuerdo. Mañana te haremos análisis y una ecografía. Si todo está bien, te daré el alta —prometió Carmen.

—¡Gracias! —María juntó las manos en señal de agradecimiento—. Le juro que me cuidaré, y si me pasa algo, le llamaré enseguida.

Carmen salió de la habitación. Aún no entendía cómo su hijo había podido enamorarse de esa María tan pálida y sin gracia. Su hijo, un hombre apuesto, trabajaba en una empresa importante… Bueno, trabajaba. Carmen se corrigió mentalmente. Era su elección, y ella debía respetarla. Si Javier la amaba, ella también intentaría quererla.

En la universidad, durante el tercer año, Javier se había enamorado perdidamente de Elena, una chica vivaracha y guapa. Hacían una pareja perfecta. Pero al año, Elena lo dejó por un extranjero. Javier sufrió tanto que hasta dejó de ir a clase. Carmen temió que abandonaría los estudios.

Poco a poco, Javier se repuso, terminó la carrera y consiguió un buen trabajo. Pero durante mucho tiempo no pudo ni mirar a otras mujeres. Hasta que conoció a María, rubia, delgada y discreta, todo lo contrario de la radiante Elena. Quizá pensó que una chica así no lo traicionaría.

—Mamá, te presento a María —dijo el día que la llevó a casa por primera vez.

Carmen tuvo que hacer un esfuerzo para no torcer el gesto. Todas las Marías que había conocido en su vida habían resultado falsas. Por fuera, criaturas frágiles e inocentes; por dentro, calculadoras. Esperó que la relación no durara, eran demasiado diferentes.

Cuando Javier anunció que se casaría, Carmen contuvo su reacción.

—¿Ya habéis presentado los papeles? —fue todo lo que preguntó, en lugar de felicitarlos.

—Todavía no. ¿No te alegras? —preguntó su hijo, inquieto.

—Lo importante es que tú seas feliz —respondió ella.

Javier le regaló a María un anillo de diamantes que aún brillaba en su dedo fino. La boda quedó aplazada hasta agosto. Carmen esperaba que, de aquí entonces, algo ocurriera y Javier cambiara de opinión.

Y así fue. En el cumpleaños de un amigo, Javier bebió, pero no condujo. Mandó a María a casa en taxi y decidió caminar para despejarse. En un callejón oscuro, vio cómo dos hombres intentaban meter a una chica a la fuerza en un coche. Ella gritaba pidiendo ayuda.

Javier intervino. Uno de los hombres lo apuñaló en el estómago. El coche se marchó con los tipos y la chica, dejándolo tirado en el asfalto. Lo encontraron al amanecer, pero ya era tarde.

Carmen, sin querer, culpaba a María. ¿Por qué no insistió en que volviera con ella? También se culpaba a sí misma. Al fin y al cabo, ella lo había criado así.

Pensó que no soportaría el dolor, que se derrumbaría. Pero al final volvió al trabajo. Poco después, ingresaron a María, con diez semanas de embarazo y riesgo de aborto. Todo indicaba que era hijo de Javier. María lo confirmó.

Carmen le dio los mejores medicamentos, vigiló que siguiera todas las indicaciones. Se alegró de tener un nieto e hizo todo lo posible para que naciera. Ojalá fuera niño, aunque una niña también sería bienvenida. Era sangre de Javier.

Antes del alta, Carmen preguntó:

—¿Vendrá tu madre a buscarte?

—Mi madre no sabe —contestó María, avergonzada.

—¿Cómo? ¿Por qué no se lo has dicho? —Carmen se sorprendió.

—Mi madre me crió sola. Siempre temió que yo acabara como ella… y ahora…

—Pero Javier te pidió matrimonio. Iban a casarse. Si hubiéramos sabido del bebé, no habríamos esperado —se justificó Carmen.

—Yo misma no estaba segura. Quería esperar a estar segura antes de decírselo. Y no tuve tiempo. Ahora tendré que criarlo sola —dijo María con tristeza.

—Pero nos tienes a nosotros. Ese bebé es de Javier, nuestro nieto. Te ayudaremos. ¿No le dijiste que estabas ingresada? —se iluminó Carmen.

María asintió con la cabeza baja.

—¿Seguro que quieres irte tan pronto? ¿No prefieres quedarte un poco más? —preguntó Carmen, más suave.

—No. Quiero irme. Prometo hablar con mi madre. Doña Carmen, gracias. Pensé que, después de lo de Javier, ya no les importaría.

—Tonterías. ¿Cómo se te ocurre? Promete que vendrás a vernos y nos llamarás.

—Lo prometo —aseguró María.

A Carmen no le gustaba que María ocultara su embarazo. Quien miente en algo, puede mentir en todo. Demasiado distintos, ella y Javier. Y de nuevo se preguntó cómo había podido enamorarse de ella.

Pasaron días sin que María respondiera sus llamadas. Carmen fue a su casa. Nadie abrió.

María no apareció ni llamó. Carmen se preocupó por ella y por el bebé. Dos días después, al volver del turno, escuchó voces y risas desde el pasillo. Se quitó los zapatos y entró en la cocina. Allí estaba María, y su marido, Pedro, de pie junto a ella, contando algo.

María no parecía afligida; más bien, alegre. Fue la primera en ver a Carmen y la miró con desconcierto.

—No te oí llegar. Le estaba ofreciendo un té a María. ¿Por qué estás descalza? —Pedro miró a María y luego a Carmen—. Ah, sí —murmuró, incómodo.

María llevaba las zapatillas de Carmen.

—Hola, María. Te llamé —dijo Carmen, aliviada de verla bien.

—Perdí el teléfono. Vine para que no se preocuparan. Ya le conté todo a mi madre. —Sus ojos brillaron de lágrimas.

—Carmen —Pedro miró de una a otra—, su madre le armó un escándalo y la echó de casa.

Carmen se sentó frente a María.

—No llores. Puedes quedarte aquí. Eres de la familia. —Suspiró, presintiendo problemas.

—Claro, quédate con nosotros —añadió Pedro.

Carmen la acompañó a la habitación de Javier. Esa noche no pudo dormir, pensando en hablar con la madre de María. Aunque, por otro lado, era mejor tenerla cerca, bajo supervisión.

Al día siguiente,Al final, Carmen comprendió que, aunque la vida a veces no es lo que parece, lo único cierto era el amor que ahora le dedicaba a su nieta, mientras veía a Pedro jugar con ella en el jardín, recordando que a veces las segundas oportunidades nacen de los peores momentos.

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