—No quiero pelearme con mamá, entiéndeme bien—balbuceaba Íñigo.
—Entonces yo misma le diré todo. Me da igual lo que pase después—respondió Leticia.
La situación la tenía completamente harta y no estaba dispuesta a seguir tolerando lo que ocurría.
El problema radicaba en que Íñigo era una persona muy tranquila, y su madre aprovechaba eso abiertamente. A diferencia de él, doña Carmen era una mujer bastante avasalladora.
“No le des la mano, porque te arrancará el brazo”. Así se describía a personas como ella.
Ay, si Leticia hubiera sabido esto mucho antes, todo habría sido mucho más sencillo.
**Algún tiempo atrás**
—¿Cuánto pagáis por el alquiler?
—Mil euros—dijo Íñigo.
—¡Pero estáis locos! ¡Eso es una fortuna! Así nunca ahorraréis para vuestra propia casa—exclamó doña Carmen.
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Vivir en una residencia llena de bichos y borrachos?—se quejó Leticia, haciendo una mueca de disgusto.
—Claro que no. Tengo una idea mejor.
Entonces, la suegra les propuso mudarse a su casa particular. Tenía espacio de sobra: cuatro habitaciones. Podían elegir la que quisieran para vivir.
—¿Sabes? Es una buena idea. Me gusta—dijo Leticia con entusiasmo.
Sin embargo, se notaba que Íñigo no estaba nada entusiasmado con la propuesta de su madre. Solo dijo educadamente que lo pensarían.
En cuanto la pareja regresó a su piso de alquiler, Leticia comenzó a hablar.
—¿A qué te refieres con que lo pensaremos? ¿De qué hay que pensar? Íñigo, tenemos que aceptar. Estoy harta de pagar mil euros cada mes. Así nunca ahorraremos para una casa.
Íñigo solo movió la cabeza.
—Leticia, tú no conoces a mi madre. Parece sencilla y amable, pero no lo es.
—Venga ya, son tus rencores de la infancia. Por eso exageras.
**En una infancia lejana**
—Mamá, devuélvemelo, es mi dinero—lloriqueaba el pequeño Íñigo, que acababa de cumplir diez años.
—Aquí no hay nada tuyo—dijo doña Carmen con firmeza, mientras humedecía sus dedos con saliva para contar los billetes.
—Pero me lo regalaron por mi cumpleaños.
—Todo lo que hay en esta casa es mío. Recuérdalo de una vez por todas.
Íñigo lo recordaba perfectamente y no quería vivir con su madre, pero Leticia no dejaba de insistir.
Al final, lo presionó tanto que él no tuvo más remedio que aceptar.
Sorprendentemente, al principio, se llevaban bien con doña Carmen. La madre casi no se entrometía en sus vidas.
Sin embargo, con el paso de los días, sus exigencias comenzaron a crecer. Especialmente después de un mes, cuando se dio cuenta de que la pareja ya estaba cómodamente instalada.
Doña Carmen les exigió que, además de pagar la comida, contribuyeran con los gastos de la casa.
—Perdonad, mis amores, pero la luz y el agua no se pagan solas. Y mi pensión no da para todo.
—Íñigo, tu madre tiene razón. Estoy totalmente de acuerdo—asintió Leticia mientras devoraba unas patatas fritas.
La esposa también se había acomodado bien. Nunca le había gustado cocinar, y ahora su suegra lo hacía por ella. Sin embargo, este “restaurante” les estaba saliendo cada vez más caro.
Sí, doña Carmen no tenía reparos en cobrarles por ello. Y cada mes, la cantidad aumentaba.
—Leticia, ¿no crees que estamos gastando mucho más que en el alquiler?
—¿Por qué lo dices?—preguntó ella, sorprendida.
—Haz las cuentas. Pagamos la luz, la comida, la cocina, otros gastos… Claramente es más de mil euros.
—Quizás…
—Te lo aseguro. Además, desde que nos mudamos aquí, ahorramos mucho menos.
Decidieron volver al piso de alquiler. Pero doña Carmen ya tenía una respuesta preparada.
—Venga, no seáis tontos. Quedaos y vivid aquí todo lo que queráis. Por cierto, necesito ayuda con unas reformas. No voy a contratar a nadie con mi pensión.
Era cierto. La conciencia no les permitía a los jóvenes abandonar a la madre. Además, ya estaban bien instalados. Debían ayudarla.
Doña Carmen insinuó sutilmente que no tenía suficiente dinero para las reformas.
—¡Habéis visto los precios! ¡Cómo han subido en los últimos seis meses!
—Sí, lo entendemos. Te ayudaremos, ¿verdad, Íñigo?
—Sí.
Doña Carmen notó la expresión de su hijo.
—Íñigo, ¿estás enfadado por algo?
—No, mamá, todo bien.
—Mejor, porque lo hago por todos. Para que estemos cómodos.
Al final, hicieron las reformas.
Pero no en una habitación, sino en las cuatro. Doña Carmen insistió en que era mejor hacerlo ahora, antes de que los precios subieran aún más.
Luego, directamente, dijo que necesitaba una lavadora nueva y que un lavavajillas tampoco estaría mal. “Las manos no son de hierro”, argumentó.
Por supuesto, se lo compraron todo.
Solo había un problema: la compra de un piso se posponía cada vez más.
Pasaron dos años.
Íñigo y Leticia entendían perfectamente que, con cada año, las exigencias de doña Carmen aumentaban.
Si hubieran vivido separados, ya habrían ahorrado para una casa. O, al menos, habrían pedido una hipoteca. Pero las cosas no salieron como planeaban.
—No quiero pelearme con mamá, entiéndeme—balbuceó Íñigo.
—Entonces yo se lo diré. Me da igual lo que pase—respondió Leticia.
La situación la tenía completamente harta y no estaba dispuesta a seguir tolerándola.
—Vale, te entiendo. Pensaré en algo.
Entonces, a Íñigo se le ocurrió una idea genial.
—Mamá, tenemos que hablar.
—¿De qué?
—Recuerdas que dijiste que esta casa era demasiado grande para ti.
—¿Y qué?
—¿Y si la vendemos y compramos un piso para cada uno? Uno para ti y otro para nosotros.
Doña Carmen se levantó de un salto y comenzó a gritarle a su hijo:
—¿Te has vuelto loco? ¡De eso nada!
—¿Por qué no?
—Porque esta es mi casa y yo viviré aquí.
—¿Y nosotros?
—¿Y vosotros? ¿Acaso alguien os está echando?
Íñigo entendió que doña Carmen había tenido todo planeado desde el principio.
—No, pero queremos vivir separados.
—Pues comprad un piso y vivid allí. Si no habéis ahorrado, ese es vuestro problema. ¡Tendréis que trabajar más, Íñigo!
“Sí, para darte más dinero a ti”, pensó Íñigo, pero no dijo nada.
—En fin, si queréis, quedaos; si no, id a un alquiler. Pero tened en cuenta que los precios también han subido.
Leticia decidió intervenir, ya que Íñigo no estaba logrando hacer frente a su madre.
—Doña Carmen, pero nosotros hemos invertido dinero en esta casa, e Íñigo tiene razón.
—Id y demostradlo legalmente. Yo soy la propietaria, y todo lo que hay aquí es mío. A quien no le guste, que se vaya.
Al final, Íñigo y Leticia entendieron que vivir con doña Carmen no era la mejor opción. Decidieron volver a un piso de alquiler y ahorrar para una casa.
Ahora pensaban en ahorrar al menos para la entrada de una hipoteca.
Doña Carmen, por su parte, no se quejaba de la vida. Al contrario, invitaba a familiares y se enorgullecía de las reformas que había hecho. Además, ya no tenía que lavar la ropa a mano ni fregar los platos.
—Lo importante es tomar la decisión correcta a tiempo—dijo su frase favorita una vez más, mientras disfrutaba de un té con dulces.