Hoy he vuelto al pueblo después de tres semanas conduciendo mi camión por toda España. Como siempre, lo primero fue pasar por la taberna para charlar un rato con los parroquianos y enterarme de las novedades antes de ir a casa a ver a mi mujer. Aparqué en la cuneta y, envuelto en mi chaquetón de piel para protegerme de la lluvia que azotaba, me dirigí a la puerta.
¡Buenas noches! grité al entrar.
Era viernes por la noche en octubre, y esperaba encontrarme la taberna llena de hombres jugando a las cartas, que me saludarían con bromas groseras sobre mi madre o mi hombría. Pero aquella noche solo había dos personas que me devolvieron el saludo con un gesto: el tabernero y un anciano calentándose junto a la estufa. Sorprendido, me acerqué al mostrador.
¿Qué pasa, Mariano? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Ha muerto alguien?
El hombre me sirvió una copa de anís y contestó:
Algo peor, Enrique, algo mucho peor han desaparecido chicas jóvenes.
¿Qué me dices? ¿Del pueblo? pregunté, incrédulo.
Tres respondió el tabernero, levantando un dedo. Primero fue Lucía, la hija del farmacéutico. Alzó un segundo dedo. Luego Martina, la sobrina del alcalde. Y un tercero. Y por último Carla, la maestra.
¡Qué horror! exclamé. ¿Desaparecieron todas a la vez?
No dijo el tabernero tras una pausa. Desde que te fuiste, han ido desapareciendo una cada viernes La gente cree que hay un asesino suelto. Todas tenían entre veinte y treinta años y estaban embarazadas. ¿Te lo imaginas? Un maldito desgraciado meneó la cabeza con desesperación. Y como hoy es viernes otra vez, unos han salido en patrullas armadas para cazarlo, y otros se han encerrado en casa abrazando a sus hijas o esposas
No esperé a que terminara. Salí corriendo hacia casa. Aquel presentimiento que me había acompañado durante el viaje tomó forma de pronto Tenía que asegurarme de que mi joven esposa estaba bien. Atajé por el monte, sintiendo la adrenalina correr por mis venas. Sabía que llegaría antes así que con el camión, y si mi intuición no fallaba, cada minuto contaba. Mientras corría en la oscuridad, mis pensamientos se convirtieron en una tormenta de preocupación. Imaginé las cosas terribles que podrían haberle pasado a mi mujer, y la desesperación se apoderó de mí.
La imagen de mi esposa, agonizando y ensangrentada, se clavó en mi mente. Pesadillas se forjaban en mi imaginación, cada una más aterradora que la anterior. Temía lo peor, y con cada paso, mi corazón latía con más fuerza.
Corrí sin parar hasta que me dolieron las piernas y me ardieron los pulmones. Por fin, divisé mi casa completamente a oscuras. Casi sin aliento, aceleré el paso y solté un grito ahogado cuando, al acercarme, vi una figura vestida de negro que parecía salir de mi hogar.
Sin pensarlo, me abalancé sobre ella. Forcejeé en la oscuridad, agarrando lo que pude, hasta que logré arrastrarla de vuelta al interior. Los segundos se hicieron eternos hasta que encendí la luz.
Bajo la mortecina bombilla de la cocina, comprobé con alivio que la figura que había atrapado era mi esposa, Elena.
La solté, y en ese momento, ella se lanzó sobre mí y me dio un beso apasionado en los labios. Un beso cargado de emoción y alivio por volver a verme.
Pero mi alivio duró poco. Elena, tienes que tener más cuidado dije. Si no llego a tiempo, podrías haber muerto esta noche. ¿Sabes el miedo que he pasado? ¿En qué estabas pensando saliendo hoy? Mariano me contó que medio pueblo anda buscando a un asesino Además, ¿no crees que con tres mujeres ya tendríamos carne suficiente para todo el invierno?
Mis palabras resonaron en la habitación como una maldición, y el silencio cayó entre nosotros. La sonrisa de Elena se desvaneció al instante, sus labios temblaron. Retrocedió, agarrándose el vientre con ambas manos.
¿Qué acabas de decir? su voz era apenas un susurro.
Parpadeé, dándome cuenta demasiado tarde de que se me había ido la lengua más de lo debido.
No no quise decir nada. Es solo el miedo hablando murmuré, pero en los ojos de mi esposa ya brillaba la sospecha y algo más oscuro el reconocimiento.
Lentamente, se subió la manga. En su antebrazo había arañazos medio curados, como de ramas o de manos forcejeando.
Enrique ¿dónde estabas todos los viernes por la noche cuando trabajabas?
Me quedé helado. Mi mente retrocedió a la taberna, a los dedos temblorosos de Mariano contando una, dos, tres mujeres embarazadas. Y lo recordé. Mis rutas. Las paradas. Las mentiras que me contaba sobre compañía solitaria y momentos de debilidad.
El corazón se me hundió al ver los ojos de Elena llenarse de lágrimas, no de miedo, sino de comprensión.
Afuera, la lluvia seguía golpeando, ahogando el silencio dentro de casa. Las palabras del tabernero volvieron como una daga:
*Algo peor, Enrique, algo mucho peor*
Y en ese momento, Elena entendió: las mujeres desaparecidas nunca se habían perdido por culpa de un asesino desconocido. El monstruo había entrado en su casa, cansado del camino, todavía oliendo a gasolina y mentiras.
Susurró, casi para sí misma, pero lo bastante alto para que yo lo oyera:
Y esta noche habría sido el cuarto viernes.