Hoy escribo esto con el corazón apesadumbrado. Acabo de vivir una noche que me ha dejado helado hasta los huesos.
Enrique acababa de regresar a su pueblo después de tres semanas viajando con su camión por toda España. Como siempre, lo primero que hizo fue pasar por la taberna para charlar un rato con los parroquianos y enterarse de las novedades antes de ir a casa a ver a su mujer. Aparcó el camión a un lado de la carretera y, envuelto en su chaquetón de piel para protegerse de la lluvia que le azotaba, se dirigió hacia la puerta.
¡Buenas noches, caballeros! gritó al entrar.
Era viernes por la noche en pleno octubre, y esperaba encontrar la taberna llena de hombres jugando a las cartas, que lo recibirían con alguna broma grosera sobre su madre o cuestionando su hombría. Pero aquella noche solo había dos personas que le devolvieron el saludo con un gesto taciturno: el tabernero y un viejo calentándose junto a la estufa. Enrique, extrañado, se acercó al mostrador y preguntó:
¿Qué pasa, Mariano? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Ha muerto alguien?
El tabernero, sirviéndole una copa de aguardiente, contestó:
Algo peor, Enrique, algo mucho peor… han desaparecido varias mujeres jóvenes.
¿Qué me dices? ¿Chicas del pueblo? preguntó el camionero, incrédulo.
Ya van tres respondió el tabernero, levantando un dedo. Primero fue Sara, la hija del farmacéutico. Después Penélope, la sobrina del alcalde alzó un segundo dedo. Y por último… Aitana, la maestra añadió, levantando un tercer dedo.
¡Qué horror! exclamó Enrique. ¿Desaparecieron todas de golpe?
No, una cada viernes dijo el tabernero tras una pausa. Desde que te fuiste, han ido desapareciendo. La gente cree que hay un asesino en serie suelto. Todas tenían entre veinte y treinta años y… estaban embarazadas. ¿Te lo puedes creer? Un maldito demente… murmuró, sacudiendo la cabeza. Y como hoy es viernes otra vez, algunos han formado patrullas armadas para cazarlo… y otros se encierran en casa abrazando a sus hijas o esposas.
Enrique salió corriendo hacia su casa. Aquella sensación que lo había acompañado durante el viaje tomó forma de repente… y necesitaba ver a su joven esposa. Atajó por el monte, oscuro como boca de lobo, sintiendo la adrenalina corriendo por sus venas. Sabía que llegaría más rápido así que dando rodeos con el camión, y si sus sospechas eran ciertas, cada minuto contaba. Mientras corría, sus pensamientos se convirtieron en un torbellino de angustia. Imaginaba lo peor, y el desespero se apoderaba de él.
La imagen de su mujer, agonizando y ensangrentada, se clavó en su mente. Cada paso que daba hacía latir su corazón con más fuerza. Corrió sin parar hasta que las piernas le ardían y los pulmones le reclamaban aire. Por fin divisó su casa… completamente a oscuras. Casi sin aliento, aceleró el paso y un grito se le escapó al ver, al acercarse, una figura vestida de negro que parecía salir de su hogar.
Sin pensarlo, se abalanzó sobre ella. Forcejeó en la oscuridad, agarrándola con fuerza, hasta que consiguió arrastrarla dentro. Los segundos se hicieron eternos hasta que logró encender la luz.
Bajo la mortecina luz de la bombilla que colgaba de la cocina, comprobó con alivio que la figura que había atrapado era su esposa, Elena.
La soltó, y en ese momento, ella se lanzó sobre él y le dio un beso apasionado en los labios. Un beso cargado de emoción y alivio por el reencuentro.
Sin embargo, el alivio de Enrique duró poco. Elena, deberías tener más cuidado con lo que haces. Si no llego a tiempo, podrías haber muerto esta noche. ¿Sabes el miedo que he pasado? ¿En qué estabas pensando saliendo hoy? Mariano me contó que medio pueblo anda buscando a un asesino… Además, ¿no crees que con tres mujeres ya tendríamos carne suficiente para todo el invierno?
Las palabras resonaron en la habitación como un maldición, y el silencio cayó entre ellos. La sonrisa de Elena se desvaneció al instante, sus labios temblaron. Retrocedió, llevándose ambas manos al vientre.
¿Qué acabas de decir? su voz era apenas un susurro.
Enrique parpadeó, dándose cuenta demasiado tarde de que había hablado más de la cuenta.
Yo… no quise decir nada. Es solo el miedo hablando balbuceó, pero los ojos de su esposa ya brillaban con sospecha… y algo más oscuro. Reconocimiento.
Lentamente, se levantó la manga. En su antebrazo había arañazos, medio curados, como de zarzas… o de manos forcejeando.
Enrique… ¿dónde estabas tú todos los viernes por la noche cuando “trabajabas”?
El camionero se quedó petrificado. Su mente retrocedió a la taberna, a los dedos temblorosos de Mariano contando: una, dos, tres… mujeres embarazadas. Y recordó. Sus rutas. Las paradas. Las mentiras que se había dicho a sí mismo sobre “compañía solitaria” y “momentos de debilidad”.
El corazón se le hundió al ver cómo los ojos de Elena se llenaban de lágrimas… no de miedo, sino de comprensión.
Fuera, la lluvia seguía cayendo, ahogando el silencio de la casa. Las palabras del tabernero volvieron como una puñalada: *”Algo peor, Enrique, algo mucho peor…”*
Y en ese momento, Elena lo entendió: las mujeres desaparecidas nunca habían sido víctimas de un asesino sin rostro. El monstruo había entrado en su casa, cansado del camino, oliendo a gasolina y mentiras.
Susurró, casi para sí misma, pero lo suficientemente alto para que él lo oyera:
Y esta noche habría sido el cuarto viernes.
Hoy aprendí que los verdaderos monstruos no se esconden en la oscuridad… a veces duermen a tu lado.