Mudarse a un piso nuevo es un auténtico lío. Todo el mundo lo sabe.
Ahí estaba Teresa con su marido, después de comprar por fin un apartamento más grande, preparándose para la mudanza justo después de Año Nuevo.
Ya habían empezado a meter cosas en cajas grandes, clasificándolo todo. Algo iba directo a la basura, algo se envolvía con cuidado…
Y llegó el turno del gran armario con el altillo. Su marido, antes de irse al trabajo, bajó una caja con adornos navideños, pero de paso sacó todo lo que había allí y lo dejó en un montón ordenado. Ahora le tocaba a ella revisarlo.
Claro, en los altillos siempre acaban las cosas que no usas pero que tampoco te atreves a tirar… hasta que te convences de que nunca más las necesitarás.
Teresa tenía dos semanas de vacaciones precisamente para esto: para recoger, ordenar y decidir qué se llevaban al nuevo piso y qué no. No era tarea fácil. ¿Qué hacer con sus cuadernos del cole, sus diarios, sus diplomas de honor? Cuando sus padres vivían, lo guardaban todo, y ahora eso había pasado a ser su herencia.
Sentada junto al montón, revisaba metódicamente aquellos tesoros archivados. Una parte iba directamente a una bolsa negra de basura; otra, se apartaba a un lado. Hasta que, por fin, tuvo en sus manos una pequeña cajita, cubierta de conchas y piedrecitas de mar, envuelta en un saquito de tela.
Era un regalo de su abuelo favorito. Se la había traído de un viaje a la costa cuando ella, Teresita, tenía diez años. Y aquella preciosa cajita se convirtió en su pequeño secreto. Allí guardaba todo tipo de tesoros, valiosos por los recuerdos que escondían.
«¿Tendrá Paula algo así?», pensó Teresa, refiriéndose a su hija. Pero luego se dijo que lo dudaba.
Los niños de ahora son demasiado prácticos, poco románticos. Con diez años ya saben lo que quieren ser y dónde van a estudiar.
Ellos, en su época, ni lo pensaban.
A ella le tocó ir a un instituto normal, estudiar tecnología alimentaria y trabajar en la fábrica de dulces local.
A su marido, Fernando, le fue mejor.
Él soñaba con ser arquitecto, y lo consiguió.
Se fue a estudiar y volvió a su ciudad, ahora es un profesional destacado. Sus proyectos son muy demandados.
Paula era igual de determinada. Aunque, con sus once años, aún no tenía claro qué quería ser.
Teresa sostenía la cajita y, por alguna razón, le daba miedo abrirla. ¿Qué encontraría allí? ¿Qué recuerdos de infancia?
Finalmente, levantó la tapa y… Bueno, ¿qué podía haber tan valioso? Un colgante barato con la cadenita rota, comprado por su madre en una tienda de souvenirs.
Un broche de su abuela con forma de mariposa y piedras, aunque faltaban dos.
Un botón grande de nácar. Muy bonito, pero no recordaba de dónde era.
Una barra de labios en estuche dorado, regalo de su amiga en segundo de la ESO, que su madre no la dejó usar. Allí seguía, intacta.
Y entonces, entre sus dedos, apareció ¡una pajarita de terciopelo azul marino! Hecha con mucha maña.
Y los recuerdos la arrastraron a aquellos años lejanos, cuando unos chicos de otro colegio fueron a su fiesta de Navidad.
No recordaba bien por qué. ¿Estaría su salón de actos en obras? ¿O era alguna idea rara del director?
Los invitados dieron un pequeño concierto. Después, hubo baile. Su primer baile. ¿Qué curso sería? ¿Quinto o sexto? Y fue entonces cuando Teresita se «enamoró» por primera vez. Bueno, enamorarse es decir mucho.
Pero aquel chico le gustó mucho. Estaba en el escenario recitando un poema que, en ese momento, le pareció increíblemente profundo.
Ahí estaba el papel cuadriculado donde lo había copiado. Llevaba un traje azul marino y esa pajarita. ¡Y cómo hablaba!
Teresita soñaba con que la sacara a bailar. Allí estaba, en un rincón, con su vestido blanco y el lazo atrás, sus zapatitos de charol y el pelo suelto por primera vez, no en coletas como siempre. ¿Cuántos años tendría? ¿Once, doce? Ya no lo recordaba. Pero aquel primer latido del corazón seguía ahí, intacto.
No, él no la sacó a bailar. De hecho, se fue pronto del baile.
Ella y su amiga lo siguieron al vestuario. Él se vistió rápido, se quitó la pajarita, se puso la gorreta casi hasta las cejas y se marchó. Las niñas lo observaban de lejos. Y cuando volvieron, Teresita encontró la pajarita en el suelo. Seguro que intentó guardarla en el bolsillo, pero… La perdió.
La recogió y salió corriendo al porche del colegio, quiso devolvérsela, pero ya lo vio subirse a un coche. Las puertas se cerraron y el chico desapareció. Sus padres, supuso. Así que nunca llegaron a conocerse ni a verse más. Ni siquiera sabía de qué colegio era.
¡Cuántos años habían pasado! Y su cajita secreta había guardado aquel pequeño episodio, insignificante a primera vista. Todos sus tesoros de infancia volvieron a la caja, y ella la dejó en el alféizar, decidida a no esconder tanta belleza.
Era parte de su niñez, que se quedara como reliquia familiar. A lo mejor algún día le contaba algo a Paula. ¿Qué diría? Seguro que: «Mamá, eso es cosa del pasado, no vale para nada. ¡Hay que vivir el presente y el futuro!». O algo por el estilo.
Pero se equivocó. Cuando Paula llegó del cole, vio la cajita al instante, rebuscó dentro y preguntó:
«¿Esto es tu archivo secreto? ¿De dónde sale tanta belleza?».
Sacó primero el broche de mariposa, luego la pajarita. Durante la cena, Teresa le contó lo del chico.
«¿Y no intentaste encontrarlo? Podrías haber ido a su colegio».
«¡Anda ya, Paula! ¿Adónde iba a ir si no sabía ni de qué colegio era ni cómo se llamaba? Acaba la cena y haz los deberes. Yo tengo mil cosas».
Por la noche, llegó Fernando del trabajo. Después de cenar, ayudó a su mujer con los preparativos. Entonces apareció Paula y dijo:
«Papá, a mamá le gustaba un chico en el cole. ¡Imagínate, todavía guarda recuerdos de él!».
«¡Paula!», protestó Teresa, pero su marido sonrió y dijo:
«No está bien desvelar secretos ajenos. ¿No lo sabías?».
«Por cierto, mamá guarda un broche de la abuela y ¡mira esto!».
La niña fue a la cajita y sacó sin miramientos la pajarita de terciopelo azul.
«Un chico la perdió», siguió Paula. «Y le gustaba mucho. Por eso la guarda como un tesoro».
Los ojos de Fernando se entornaron como si estudiara el objeto con atención. Luego extendió la mano, se la quitó a su hija y la examinó detenidamente.
«¿Y de dónde ha salido esto?», preguntó al fin.
«Bueno, Paula ya te lo ha dicho. Un chico la perdió, yo la recogí y no pude devolvérsela. La llevo guardada… veinte años».
Y entonces a Fernando le vinieron los recuerdos. Ese baile del que se había ido antes. Y la pajarita… La había perdido. Era de su padre, que la compró en el extranjero durante un viaje de trabajo.
«Volví al colegio al día siguiente, pregunt«Así que eras tú, Teresita…», murmuró Fernando mientras una sonrisa llena de complicidad se dibujaba en su rostro, y aquella pajarita, que había unido sus caminos sin que lo supieran, volvió a anudarse en su cuello para la cena de Nochevieja, cerrando con un punto perfecto una historia que el destino escribió a medias, pero que el amor terminó de contar.