**Diario de un Hombre: El Traslado y los Recuerdos**
Mudarse de casa es un verdadero lío, eso lo sabe todo el mundo.
Después de años de ahorrar, mi esposa Lucía y yo al fin compramos un piso más grande en Madrid. Decidimos organizar el traslado justo después de Año Viejo, cuando ambos tuviéramos tiempo libre.
Todo iba según lo planeado: cajas por todas partes, cosas guardadas, otras tiradas a la basura sin remedio. Hasta que llegamos al altillo del armario del recibidor. Antes de irme al trabajo esa mañana, bajé una caja llena de adornos navideños, pero al hacerlo, todo lo demás quedó en una pila desordenada. Lucía se encargaría de revisarlo más tarde.
El altillo siempre ha sido ese lugar donde guardamos cosas que no usamos pero que tampoco nos atrevemos a tirar.
Lucía tenía dos semanas libres del trabajo precisamente para esto: clasificar, decidir qué se llevaba y qué no. No era fácil. ¿Qué hacer con sus cuadernos del colegio, sus diplomas, esos tesoros que sus padres guardaron con tanto cariño? Ahora eran su herencia.
Esa tarde, sentada en el suelo, Lucía comenzó a revisar metódicamente cada objeto. Una parte iba directamente a una bolsa negra; otra, a un lado. Hasta que sus manos encontraron una pequeña cajita forrada de conchas y piedrecitas del mar, envuelta en un pañuelo de lino.
Era un regalo de su abuelo, traído de un viaje a la costa cuando ella tenía diez años. Aquella caja se convirtió en su pequeño secreto: allí guardaba todo lo valioso, lo que le recordaba momentos especiales.
*”¿Tendrá algo así nuestra hija Sofía?”*, pensó Lucía, pero enseguida se respondió que no. Los niños de ahora son demasiado prácticos, nada románticos. A los diez años ya saben qué quieren ser y dónde estudiarán. En sus tiempos, no era así.
A ella le tocó ir a un instituto común, estudiar para técnico en pastelería y trabajar en una fábrica local. A mí me fue mejor: siempre quise ser arquitecto, y lo logré.
Sofía, con once años, aún no sabía qué quería ser, pero era igual de decidida que yo.
Lucía sostenía la cajita con un nudo en el estómago. ¿Qué recuerdos infantiles guardaba dentro? Finalmente, la abrió.
Adentro no había grandes tesoros: un collar barato con el broche roto, que su madre le compró en una tienda de souvenirs; una vieja broche de su abuela con dos piedras faltantes; un botón de nácar precioso, aunque ella ya no recordaba de qué; un pintalabios dorado, regalo de una amiga en secundaria, que su madre nunca le dejó usar.
Y entonces apareció: ¡una pajarita de terciopelo azul oscuro! Perfectamente elaborada, como de otro tiempo.
La memoria la arrastró a esa noche de Reyes, años atrás, cuando unos chicos de otro colegio visitaron el suyo para un recital. No recordaba bien por qué habían ido. Quizá por un proyecto escolar, quizá por capricho del director.
Lo que sí recordaba era a aquel chico, con su traje azul marino y esa pajarita, declamando un poema que a ella le pareció demasiado profundo para su edad.
Tenía once, doce años tal vez, vestida de blanco, con el pelo suelto por primera vez. Soñó que él la invitaba a bailar, pero no lo hizo. Se fue antes de que terminara la fiesta.
Ella y su amiga lo siguieron al vestuario. Lo vieron quitarse la pajarita, ponerse una gorra hasta las cejas y marcharse. Cuando regresaron, Lucía encontró la pajarita en el suelo. Corrió al patio, pero ya era tarde: él subía a un coche y desapareció.
La guardó como un tesoro. Nunca supo su nombre ni de qué colegio venía.
¿Cuántos años habían pasado? La cajita conservaba ese pequeño instante, insignificante para otros, pero no para ella. Decidió dejarla en el alféizar, sin esconderla más.
Era parte de su infancia. Tal vez algún día le contaría a Sofía sobre aquel chico. Aunque, seguramente, su hija le diría: *”Mamá, el pasado ya pasó. Hay que vivir el presente.”*
Pero se equivocó.
Cuando Sofía llegó del colegio, vio la cajita y la revisó con curiosidad.
—¿Esto es tu archivo? ¡Qué bonito! —dijo, sacando primero la broche y después la pajarita.
Durante la cena, Lucía le contó la historia.
—¿Y nunca intentaste encontrarlo? —preguntó Sofía.
—¡Ni sabía su nombre! Además, ¿para qué? Fue hace siglos.
Más tarde, cuando llegué del trabajo, Sofía no pudo contenerse:
—¡Papá, a mamá le gustaba un chico en el colegio! ¡Y todavía guarda un recuerdo de él!
Lucía se ruborizó, pero yo solo sonreí.
—No está bien revelar secretos, Sofía —dije, aunque algo en esa historia me intrigaba.
Ella sacó la pajarita y me la mostró.
—Un chico la perdió, y mamá la guardó todos estos años.
Mis ojos se estrecharon al verla. La tomé en mis manos, examinándola con atención.
—¿De dónde salió esto? —pregunté finalmente.
—Sofía ya te lo dijo. Un chico la perdió, yo la recogí y nunca pude devolvérsela.
Y entonces lo recordé.
Esa noche de Reyes, cuando me fui temprano. La pajarita era de mi padre, traída de un viaje al extranjero. Volví al colegio días después, preguntando por ella. Nadie sabía nada.
—Así que eras tú… —murmuró Lucía, con una sonrisa tímida.
El destino, sin duda, se había reído de nosotros.
Pasamos el resto de la noche recordando: cómo terminamos el instituto, cómo estudiamos en ciudades distintas, cómo nos encontramos años después, en otra fiesta de Nochevieja, y bailamos como si nos conociéramos de siempre.
—Siempre sentí que estaba esperando a alguien —confesó Lucía—. Nunca supe que eras tú, pero mi corazón me decía que no me apresurara.
—Yo tampoco prestaba atención a las chicas —admití—. Mis amigos bromeaban, pero algo me faltaba. Hasta que te vi esa noche.
Sofía nos abrazó a los dos.
—Si no se hubieran conocido, yo no estaría aquí —dijo, con esa sabiduría que solo los niños tienen.
Nos reímos y, finalmente, decoramos el árbol de Navidad, que esperaba paciente en el balcón.
Yo me quedé con la pajarita.
Prometí usarla en la cena de Nochevieja.
**Lección del día:** A veces, los pequeños momentos del pasado son los que terminan dando sentido a nuestro presente. No hay que subestimarlos.