Mudanza a un nuevo hogar: un desafío conocido.

La mudanza a un piso nuevo es un asunto laborioso. Todo el mundo lo sabe.

Isabel y su marido, por fin, habían comprado un apartamento más grande y se preparaban para mudarse justo después de Año Nuevo.

Ya habían empezado a guardar sus cosas en cajas grandes, clasificándolas. Algunas iban directas a la basura, otras se envolvían con cuidado…

Llegó el turno del gran armario con el altillo. Antes de ir a trabajar, su marido sacó una caja con adornos navideños, sacando todo lo que había allí y dejándolo en una pila ordenada. Ahora le tocaba a ella revisarlo.

Era evidente que en el altillo se guardaba lo que no se usaba a diario, pero que tampoco se tiraba hasta estar seguros de que jamás volvería a ser útil.

Isabel tenía dos semanas de vacaciones precisamente para esto: ordenar, seleccionar, decidir. Al final, había que elegir qué llevarse al nuevo hogar y qué abandonar. No era tarea fácil. ¿Qué hacer con sus cuadernos del colegio, sus diarios, sus diplomas de honor? Cuando sus padres vivían, todo eso se conservaba, y ahora era su herencia.

Sentada junto a aquella pila, revisaba metódicamente aquellos tesoros del pasado. Algunos terminaban en una bolsa negra de basura. Otros, apartados con cuidado. Hasta que, al fin, entre sus manos apareció una pequeña cajita, cubierta de conchas y piedrecitas del mar, envuelta en una bolsita de tela.

Era un regalo de su abuelo favorito. Se la había traído de un viaje a la costa cuando ella, Isa, tenía diez años. Esa cajita se convirtió en su pequeño secreto. Allí guardaba recuerdos valiosos, tesoros que atesoraba como memoria de algún momento especial.

—Me pregunto si Lucía tendrá algo así— pensó Isabel sobre su hija, pero pronto decidió que era improbable.

Los niños de ahora son demasiado prácticos, poco románticos. A los diez años ya saben qué quieren ser y dónde estudiarán.

Ellos, en su época, ni lo soñaban.

Tuvo que conformarse con un instituto cualquiera, estudiar para técnico y trabajar en la fábrica de dulces local.

A su marido, Antonio, le fue mejor.

Él sí quiso ser arquitecto, y lo logró.

Estudió y regresó a su ciudad natal, donde ahora era un profesional destacado. Sus proyectos eran muy demandados.

Lucía era igual de decidida. Aunque, a sus once años, aún no había elegido profesión.

Isabel sostenía la cajita y, por alguna razón, temía abrirla. ¿Qué encontraría allí? ¿Qué recuerdos de infancia aguardaban?

Finalmente, levantó la tapa y… ¿Qué podía haber de tan valioso? Un collar barato con el broche roto, que su madre le compró en una tienda de souvenirs.

La horquilla de su abuela, con forma de mariposa y piedritas incrustadas, aunque faltaban un par.

Un botón grande de nácar. Muy bonito, pero no recordaba de dónde era.

Un pintalabios en su estuche dorado, regalo de una amiga en octavo curso. Su madre nunca la dejó usarlo, así que ahí permaneció.

Y entonces, entre sus manos apareció… ¡una pajarita de terciopelo azul oscuro! Hecha con gran maestría.

Los recuerdos la arrastraron a esos años lejanos, cuando unos chicos de otro colegio asistieron a su fiesta de Navidad.

No recordaba bien por qué. Quizá su salón de actos estaba en obras, o tal vez fue idea del director.

Los invitados dieron un pequeño concierto. Luego vinieron los bailes, los primeros de su vida. ¿Qué curso era? ¿Quinto o sexto? Fue entonces cuando Isa se «enamoró» por primera vez. Bueno, era mucho decir.

Pero aquel chico le gustó mucho. Estaba en el escenario recitando poemas que, a ella, le parecieron profundos y adultos.

Y ahí estaba, un trozo de papel cuadriculado con los versos escritos. Aquel día, el chico llevaba un traje azul oscuro… y esa pajarita. ¡Y cómo recitaba!

Isabel soñaba con que la invitara a bailar. Estaba en un rincón, con su vestido blanco y el lazo en la espalda, sus zapatos de satén y el pelo suelto por primera vez, no en coletas. ¿Cuántos años tenía? Once, doce… Ya no lo recordaba. Pero aquella emoción, aquel primer latido del corazón, seguía vivo en su memoria.

No, él no la invitó. Además, se fue pronto de la fiesta.

Ella y su amiga lo siguieron al vestuario. Él se vistió rápido, se quitó la pajarita, se puso la gorra casi hasta las cejas y se marchó. Las chicas lo observaron. Cuando volvieron, Isa encontró la pajarita en el suelo. Quizá intentó guardarla en el bolsillo… pero la perdió.

La recogió y corrió al patio del colegio, queriendo devolvérsela, pero ya lo vio subir a un coche. Los padres debían de haberlo recogido. Nunca llegaron a conocerse, ni volvieron a verse. Ni siquiera sabía de qué colegio era.

¡Cuántos años habían pasado! Y aquella cajita secreta conservaba ese pequeño, insignificante episodio. Todos los tesoros de su infancia volvieron a su lugar, y ella decidió dejarla en el alféizar, sin esconderla más.

Era parte de su niñez, una reliquia familiar. Quizá algún día podría contarle a Lucía. ¿Cómo reaccionaría? Probablemente diría: «Mamá, la infancia ya pasó. Estas cosas no valen nada. ¡Hay que vivir el presente y el futuro!». O algo por el estilo…

Pero se equivocó. Cuando Lucía llegó del colegio, vio la cajita al instante. La abrió, revisó su contenido y preguntó:

—¿Esto es tu archivo? ¿De dónde sale tanta belleza?

Sacó primero la horquilla, luego la pajarita. Durante la cena, Isabel le contó lo del chico.

—¿Y no intentaste encontrarlo? Podrías haber ido a su colegio.

—¡Ah, sí, con las redes sociales de ahora! ¿Adónde iba a ir si no sabía ni de qué colegio era ni cómo se llamaba? Termina de comer y ve a hacer los deberes. Yo tengo mucho que hacer.

Por la noche, Antonio llegó del trabajo. Después de cenar, ayudó a su mujer con los preparativos. Lucía apareció y anunció:

—Papá, a mamá le gustaba un chico del colegio. ¿Te imaginas? ¡Aún guarda un recuerdo de él!

—¡Lucía! —protestó Isabel, pero su marido sonrió.

—No está bien revelar los secretos de los demás. ¿No lo sabías? —dijo él, burlón.

—¡Por cierto, mamá guarda la horquilla de la abuela y esto también!

La niña fue a la cajita y, sin miramientos, sacó la pajarita azul de terciopelo.

—Un chico la perdió —continuó Lucía—. Y a ella le gustaba mucho. Por eso la guarda como reliquia.

Los ojos de Antonio se entrecerraron, como si examinara aquella prenda. Luego la cogió de las manos de su hija, mirándola fijamente.

—¿Y de dónde salió esto? —preguntó al fin.

—Bueno, ya te lo ha dicho Lucía. Un chico la perdió, yo la recogí y no pude devolvérsela. La guardé durante veinte años.

Entonces, a Antonio le llegaron los recuerdos. Aquella fiesta del colegio, de la que se fue temprano. La pajarita… La había perdido. Era de su padre, traída del extranjero.

—Al día siguiente volví al colegio, pregunté si la habían encontrado. Los profesores se encogieron de homLa sonrisa de Antonio se iluminó al recordar, mientras miraba a Isabel con ternura y murmuraba: “Así que eras tú, la niña del vestido blanco que tanto me gustó aquella noche, y el destino nos reunió hace años sin que lo supiéramos”.

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