Hace muchos años, en un pequeño pueblo de Castilla, ocurrió un suceso que marcó para siempre la memoria de sus habitantes. Era el año 1988 cuando una pareja desapareció sin dejar rastro en Valdeolmos, un tranquilo municipio donde nunca pasaba nada extraordinario. La casa quedó intacta: la cena servida, los coches en el garaje, pero ellos ya no estaban. Como si se los hubiera tragado la tierra.
La Guardia Civil registró cada rincón: los campos de trigo, las riberas del río Jarama, las colinas cercanas. Nada. Ni un indicio, ni una mancha de sangre, ni el más mínimo rastro. ¿Cómo podían dos personas esfumarse así de su propio hogar? Durante veintidós años, el misterio permaneció sin respuesta. Las familias sufrieron, los agentes abandonaron la búsqueda, el caso se archivó. Hasta que en 2010, algo macabro emergió de las profundidades de una laguna oculta. Lo que encontraron fue tan terrible que nadie quiso creerlo. La verdad superaba los peores temores.
El 15 de marzo de 1988, una tormenta de polvo cubrió los caminos de Valdeolmos. Aquel día, Ricardo Herrera, un mecánico de cuarenta años muy respetado en el pueblo, cerró su taller antes de lo habitual. Su esposa, Rosalía Méndez, maestra de veintinueve años, había vuelto temprano de la escuela. Los vecinos recordarían después que, en las semanas previas, habían escuchado discusiones tras las paredes de su casa de adobe. Incluso la vecina, Pilar Gutiérrez, contó haber oído gritos en plena noche.
Nadie imaginó lo que ocurriría. Ricardo llegó a casa pasadas las seis de la tarde. Su furgoneta azul fue la última vez que alguien lo vio con vida. Rosalía había preparado la cena, como demostraban los platos intactos sobre la mesa. Aquella noche tenían previsto viajar a Toledo al día siguiente para visitar a la hermana de Rosalía, Marta. Habían reservado en una fonda y Marta los esperaba para comer el sábado.
Nunca llegaron. Cuando Marta no recibió noticias el domingo, llamó a casa una y otra vez. Sin respuesta. Alarmada, avisó a las autoridades. El cabo Miguel Ángel Soto fue el primero en llegar el lunes. La vivienda estaba vacía, pero no había señales de lucha. El monedero de Rosalía seguía sobre la mesa; la cartera de Ricardo, en el dormitorio. Solo una mancha oscura en el suelo de la cocina, recién limpiada, llamó la atención.
La investigación reveló detalles inquietantes: Ricardo había retirado 150.000 pesetas de su cuenta tres días antes. Rosalía, por su parte, había pedido una baja médica alegando “problemas familiares”. El sargento Luis Moreno, veterano de la Benemérita, tomó el caso. Había investigado desapariciones antes, pero esta era distinta.
Las entrevistas dibujaron un matrimonio ejemplar: Ricardo llevaba quince años arreglando tractores en el mismo taller. Rosalía, ocho enseñando en el colegio. Nadie hablaba mal de ellos. Sin embargo, entre líneas, aparecieron grietas. Una compañera de Rosalía, Dolores Ruiz, confesó haberla visto con moratones en invierno. Rosalía los atribuía a caídas. El hermano de Ricardo, Fernando, admitió que bebía más de la cuenta y se había vuelto celoso.
La búsqueda se extendió por toda la comarca. Helicópteros sobrevolaron kilómetros de tierras de labor. Tres semanas después, un pastor encontró ropa quemada cerca del río. Una blusa de flores que Marta reconoció como de Rosalía, y una camisa de trabajo de Ricardo. Pero los forenses no hallaron restos de sangre.
En 2005, el caso seguía frío. Hasta que, el 12 de agosto de 2010, unos biólogos que estudiaban aves en los humedales de Daimiel hallaron algo espantoso: huesos humanos envueltos en plásticos corroídos. Eran los restos de Ricardo y Rosalía. Y también de David López, el profesor de gimnasia con quien Rosalía supuestamente mantenía una relación.
La antropóloga forense Dra. Elena Castillo determinó que los tres habían muerto violentamente. A Rosalía la golpearon hasta matarla. A Ricardo y David los apuñalaron. Las pruebas apuntaban a un asesino en serie que actuaba en casos de infidelidad. En 2011, identificaron al culpable: Tomás Bravo, un exmilitar obsesionado con el “honor matrimonial”, ya anciano y enfermo. Murió en un psiquiátrico sin ser juzgado.
En marzo de 2011, exactamente veintitrés años después, Marta celebró un funeral por su hermana. También honró a Ricardo y David, víctimas de un loco que creía hacer justicia. El pantano había guardado el secreto durante décadas, pero al final, la verdad salió a la luz.