Miguel, llevamos cinco años esperando. Cinco. Los médicos dicen que no podremos tener hijos. Y ahora esto
Miguel, ¡mira! me quedé paralizada junto a la verja, incapaz de creer lo que veían mis ojos.
Mi marido cruzó torpemente el umbral, cargando un cubo lleno de pescado. La fresca mañana de julio calaba hasta los huesos, pero lo que vi en el banco me hizo olvidar el frío.
¿Qué pasa? Miguel dejó el cubo y se acercó.
Sobre el viejo banco de madera junto a la valla había una cesta de mimbre. Dentro, envuelto en una manta descolorida, había un bebé.
Sus enormes ojos marrones me miraban fijamentesin miedo, sin curiosidad, simplemente observando.
Dios mío susurró Miguel, ¿de dónde ha salido?
Pasé con cuidado un dedo por su oscuro cabello. El niño no se movió, no llorósolo parpadeó.
En su diminuto puño había un trozo de papel arrugado. Lo abrí con delicadeza y leí la nota:
«Por favor, cuiden de él. Yo no puedo. Lo siento».
Habría que llamar a la policia refunfuñó Miguel, rascándose la nuca. Y avisar al ayuntamiento.
Pero yo ya tenía al niño en brazos, acurrucado contra mí. Olía a polvo de caminos y a pelo sin lavar. Su ropita estaba gastada, pero limpia.
Ana Miguel me miró con preocupación, no podemos quedárnoslo así como así.
Sí que podemos le sostuve la mirada. Miguel, llevamos cinco años esperando. Cinco. Los médicos dijeron que no tendríamos hijos. Y ahora
Pero están las leyes, los papeles Podrían aparecer sus padres protestó él.
Negué con la cabeza: No aparecerán. Lo sé.
El niño de repente me sonrió, como si entendiera nuestra conversación. Y eso fue suficiente. Con la ayuda de unos conocidos, tramitamos la tutela y los documentos. El año 1993 no fue fácil.
En una semana notamos algo extraño. El niño, al que llamamos Luis, no reaccionaba a los sonidos. Al principio pensamos que era tranquilo, ensimismado.
Pero cuando el tractor del vecino pasó rugiendo bajo la ventana y Luis ni siquiera se inmutó, el corazón se me encogió.
Miguel, no oye susurré esa noche, acostando al niño en la vieja cuna que nos había dado mi sobrino.
Mi marido miró el fuego en la chimenea un largo rato antes de suspirar: Iremos al médico en Alcalá. A ver a Don Antonio.
El médico examinó a Luis y se encogió de hombros: Sordera congénita, total. Ni siquiera es candidato para operaciónno es ese tipo de caso.
Lloré todo el camino de vuelta. Miguel apretó el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Esa noche, cuando Luis se durmió, sacó una botella de la alacena.
Miguel, quizá no deberías
No llenó medio vaso y lo bebió de un trago. No lo entregaremos.
¿A quién?
A él. A ningún sitio. Nos ocuparemos nosotros dijo con firmeza. Lo haremos solos.
Pero ¿cómo? ¿Cómo enseñarle? ¿Cómo?
Miguel me interrumpió con un gesto:
Si hace falta, aprenderás. Eres maestra. Se te ocurrirá algo.
Aquella noche no pegué ojo. Me quedé mirando al techo, preguntándome:
«¿Cómo enseñar a un niño que no oye? ¿Cómo darle todo lo que necesita?»
Y al amanecer entendí: tiene ojos, tiene manos, tiene corazón. Eso es suficiente.
Al día siguiente, tomé un cuaderno y empecé a hacer planes. Buscar libros. Inventar métodos para enseñar sin sonidos. Desde ese momento, nuestras vidas cambiaron para siempre.
En otoño, Luis cumplió diez años. Estaba sentado junto a la ventana, dibujando girasoles. En su álbum no eran simples floresbailaban, giraban en su propio baile.
Miguel, mira toqué el hombro de mi marido al entrar en la habitación.
Amarillo otra vez. Hoy está feliz.
Con los años, Luis y yo aprendimos a entendernos. Primero dominé el alfabeto dactilológico, luego el lenguaje de signos.
Miguel fue más lento, pero las palabras importantes«hijo», «te quiero», «orgullo»las aprendió pronto.
No había escuelas para niños como él, así que yo misma le enseñé. Aprendió a leer rápido: el abecedario, las sílabas, las palabras. Y a sumar aún más rápido.
Pero lo importante era que dibujaba. Constantemente, en todo lo que encontraba.
Primero con el dedo en el vaho del cristal.
Luego en una pizarra que Miguel le hizo. Después, con pinturas en papel y lienzo.
Yo pedía los materiales por correo, ahorrando en mis gastos para que tuviera buenas pinturas.
¿Otra vez tu mudo garabateando? se burló el vecino Julián, asomándose por la valla. ¿De qué sirve?
Miguel levantó la cabeza del huerto:
Y tú, Julián, ¿qué haces de útil? ¿Aparte de mover la lengua?
Con los del pueblo no era fácil. No nos entendían. Se burlaban de Luis, le ponían motes. Sobre todo los niños.
Una vez volvió a casa con la camisa rota y un arañazo en la mejilla. Me señaló quién había sidoel hijo del alcalde del pueblo.
Lloré mientras le curaba la herida. Luis me secó las lágrimas con los dedos y sonrió, como diciendo: no pasa nada.
Esa noche, Miguel salió. Volvió tarde, sin decir nada, pero con un ojo morado. Después de eso, nadie volvió a molestar a Luis.
En la adolescencia, sus dibujos cambiaron. Surgió un estilo propioúnico, como de otro mundo.
Pintaba un mundo sin sonidos, pero con una profundidad que quitaba el aliento. Las paredes de la casa se llenaron de sus cuadros.
Un día vino una inspección del distrito a revisar su educación en casa. Una mujer seria entró, vio los cuadros y se quedó inmóvil.
¿Quién pintó esto? preguntó en voz baja.
Mi hijo respondí orgullosa.
Deberían mostrárselo a expertos se quitó las gafas. Este chico tiene un don verdadero.
Pero teníamos miedo. El mundo fuera del pueblo parecía enorme y peligroso para Luis. ¿Cómo estaría sin nosotros, sin sus gestos familiares?
Vamos insistí, preparando sus cosas. Es una feria de artistas en la ciudad. Debes mostrar tus obras.
Luis ya tenía diecisiete años. Alto, delgado, con dedos largos y una mirada atenta que todo lo captaba. Asintió sin entusiasmodiscutir conmigo era inútil.
En la feria, colgaron sus cuadros en el rincón más apartado. Cinco pequeñas pinturascampos, pájaros, manos sosteniendo el sol. La gente pasaba de largo.
Hasta que apareció ellauna mujer canosa, espalda recta, mirada aguda. Se quedó frente a los cuadros, sin moverse. Luego giró bruscamente hacia mí:
¿Son suyas estas obras?
De mi hijo señalé a Luis, que estaba a mi lado, con los brazos cruzados.
¿No oye? preguntó, al vernos comunicarnos con gestos.
No. De nacimiento.
Asintió:
Soy Doña Carmen. De una galería en Madrid. Este trabajo contuvo el aliento, observando el cuadro más pequeño, un atardecer