Mis parientes esperan que abandone este mundo. Ellos planean hacerse con mi piso, pero he tomado medidas para protegerme.

Mi gente siempre estaba a la expectativa de que yo abandonara este mundo. Pensaban en quedarse con mi piso, pero yo ya había tomado las precauciones necesarias.

Tengo sesenta años, aunque parece que el tiempo me haya jugado una mala pasada, y vivo sola. No tengo hijos ni marido, aunque en mi juventud sí contraje nupcias. A los veinticinco, me casé con Antonio García por amor.

El matrimonio se vino abajo por la infidelidad de Antonio. Un día, introdujo a su amante en nuestro piso del centro de Madrid. No pude soportarlo; empaqué mis pertenencias y regresé a casa de mis padres. Apenas dos meses después de la separación, descubrí que estaba embarazada.

No quise decírselo a mi ex y no lo busqué. Decidí criar al bebé por mi cuenta. Cuando nació mi hijo, los médicos me dieron una noticia amarga: había llegado muy débil y padecía una enfermedad incurable; si tenía suerte, viviría hasta los once o doce años.

No sabía qué hacer ni a dónde acudir. Lo alimenté con leche materna cada día, pero no podía dejar de pensar que pronto dejaría este plano.

Luis cumplió quince años cuando, una semana después de la muerte de mi padre, Don José Martínez, también falleció mi hijo. Perdí a dos personas que amaba con toda el alma.

Mi padre me dejó su amplio piso, enclavado en el corazón de la ciudad. Había vivido sin compañía masculina desde entonces y, aunque deseaba volver a ser madre, temía que la historia se repitiese, así que no arriesgué.

A los cuarenta y cinco años me compré un ordenador para estar en contacto con los parientes y leer las noticias. Al descubrir que vivía sola, empezaron a visitarme por turnos, trayendo regalos y preguntando si había redactado testamento. Al enterarse de que no lo había hecho, comenzaron a quejarse de mi situación económica y algunos, incluso, se aliaron entre sí para mostrarse más dignos ante mis ojos. Yo ya sé a quién dejaré el piso: a mi amiga Carmen, cuya hija Sofía siempre me ayuda desinteresadamente.

La única ambición de mi familia es quedarse con la vivienda. En un momento corté todo contacto, pero ello no los detuvo. Un día, mi primo me llamó de mala gana y, con descaro, me preguntó si aún estaba viva y a quién había pensado para heredar el piso. Me sentí tan ofendida que prohibí a todos mis parientes escribir o llamarme.

Así sigo, recordando aquellos años con una mezcla de resignación y gratitud, sabiendo que al final la vida, aunque dura, nos enseña a valorar lo que realmente importa.

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Mis parientes esperan que abandone este mundo. Ellos planean hacerse con mi piso, pero he tomado medidas para protegerme.