«Mi madre vive a costa mía» — esas palabras me helaron la sangre.
Aún no puedo olvidar aquel día en que leí el mensaje de mi hijo, que me dejó el corazón al borde del abismo. Mi vida en mi piso de toda la vida en Valencia se volvió del revés, y el dolor de sus palabras sigue resonando en mi pecho.
Hace años, mi hijo Adrián y su mujer, Lucía, se mudaron conmigo nada más casarse. Juntos celebramos el nacimiento de sus hijos, cuidamos sus enfermedades y vimos sus primeros pasos. Lucía estuvo de baja con el primero, luego con el segundo y el tercer niño. Cuando ella no podía, yo cogía días libres para ocuparme de mis nietos. La casa se convirtió en un torbellino: cocinar, limpiar, risas infantiles y algún que otro llanto. No había descanso, pero me resigné a aquel ajetreo.
Esperé la jubilación como un salvavidas. Marcaba los días en el calendario, soñando con paz. Pero aquella tranquilidad duró apenas medio año. Cada mañana llevaba a Adrián y a Lucía al trabajo, preparaba el desayuno a los niños, los vestía y los acompañaba al colegio. Con la nieta pequeña, paseábamos por el Parque de Cabecera, luego volvíamos a casa, cocinábamos, lavábamos la ropa, limpiábamos. Por las tardes, les llevaba a clases de música.
Mis días eran un reloj sin pausa. Pero siempre robaba tiempo para mi pasión: leer y bordar. Era mi refugio, mi pequeño rincón de calma en medio del caos. Hasta que un día recibí el mensaje de Adrián. Al leerlo, me quedé petrificada, sin poder creerlo.
Al principio pensé que era una broma de mal gusto. Después, Adrián dijo que lo había enviado por error, que no era para mí. Pero ya era tarde. Sus palabras me quemaron el alma: «Mi madre vive de mi dinero, y aún tenemos que pagar sus medicinas». Le dije que lo perdonaba, pero no podía seguir viviendo bajo el mismo techo.
¿Cómo pudo escribirlo? Yo daba cada céntimo de mi pensión para los gastos de la casa. La mayoría de mis medicinas me las recetaban gratis por ser jubilada. Pero sus palabras revelaron lo que realmente pensaba. No grité, no armé escándalo. En su lugar, alquilé un piso pequeño y me fui, diciendo que estaría mejor sola.
El alquiler se comía casi toda mi pensión. Me quedé casi sin nada, pero no iba a pedirle ayuda a mi hijo. Antes de jubilarme, compré un portátil, aunque Lucía me dijo que «no sería capaz». Pero lo fui. La hija de una amiga me enseñó a usarlo.
Empecé a fotografiar mis bordados y a compartirlos en redes. Pedí a antiguos compañeros que me recomendaran. En una semana, mi afición empezó a dar sus primeros frutos. Eran cantidades pequeñas, pero me dieron seguridad: no me hundiría, ni tendría que humillarme ante mi hijo.
Un mes después, una vecina me pidió que le enseñara a su nieta a coser y bordar, pagándome por ello. La niña fue mi primera alumna. Luego se unieron otras dos. Los padres pagaban bien, y poco a poco, mi vida empezó a enderezarse.
Pero la herida en el corazón no cierra. Casi no hablo con la familia de Adrián. Solo nos vemos en…