Mis hijos se escandalizaron cuando les pedí que pagaran alquiler… ¡en su propia casa!
Me jubilé hace tres meses. Lo digo con calma, pero por dentro es un terremoto. Por un lado, ya no tengo que levantarme a las seis, pelearme con el autobús con las rodillas protestando y aguantar al jefe gritando que “los papeles no están bien archivados”. Pero por otro, la pensión es tan miserable que mis bolsillos están más vacíos que la maceta de albahaca después de un verano en Sevilla.
Y ahí empezó el drama familiar.
Una noche, después de cenar, cuando todos estaban relajados y felices, decidí que era el momento. Masticaban, reían, navegaban en el móvil tan despreocupados, tan llenos, tan tranquilos. Y yo pensé: “¿Sabrán que alguien paga todo esto?”. Entonces, con toda la serenidad del mundo, solté:
Bueno, hijos… a partir del mes que viene, voy a cobraros alquiler.
Silencio. No un silencio cualquiera, sino el vacío absoluto. Hasta la nevera dejó de zumbar. El perro se quedó con la pata en el aire, como si también intentara procesar lo que acababa de oír.
Mi hija fue la primera en reaccionar:
¿Qué alquiler, mamá? ¡Si esta es tu casa!
Exacto contesté. Mi casa. Y mi pensión es tan escasa que si quiero algo más que pan y té, tendré que vender la tele. Vosotros veis Netflix, y yo escucho las noticias en bucle porque no me llega para la suscripción.
Mi hijo, el abogado autoproclamado de la familia, cruzó los brazos y, con aire de filósofo, declaró:
Mamá, los hijos no pagan alquiler a sus padres. ¡Es… antinatural!
Antinatural repliqué es que un tío de treinta años siga durmiendo en la misma habitación donde abrazaba a su osito de peluche y me pedía que le soplara la sopa caliente.
Abrió la boca para contestar, pero la cerró. ¿Qué iba a decir?
Empezaron las discusiones, los gestos dramáticos, las protestas. Tiraron argumentos como “¡somos familia!” y “¡esto es explotación!”, y yo respondía tranquilamente con “esto es la factura de la luz” y “esto es la comida que os acabáis”. Cuando mencioné el recibo de la electricidad, mi hija hasta se persignó.
¡Pero yo cocino! exclamó, como si fuera un as bajo la manga.
¿Cocinas? pregunté. ¿Te refieres a ese arroz “aromático” de la semana pasada que estaba tan crudo que hasta el perro lo rechazó? Y eso que él se come mis calcetines.
Mi hijo probó otra táctica: el chantaje.
¡Pues nos vamos! ¡Nos vamos y te quedas sola!
Respiré hondo, me ajusté las gafas y, con una sonrisa de Buda, respondí:
Cariño, ¿para cuándo tenéis pensado iros? Porque llevo diez años oyendo lo mismo.
De nuevo, silencio. Mi hija se escondió en el móvil, y el perro se tumbó en el suelo como testigo que no quiere involucrarse.
Tras largas negociaciones casi a nivel de la ONU llegamos a un “compromiso”: de momento, no les cobro alquiler. Pero se comprometen a pagar la mitad del Wi-Fi y a sacar la basura todos los días.
Ha pasado una semana. La basura, por supuesto, sigue ahí. Supongo que esperan que las bolsas se teletransporten al contenedor a medianoche. Y cuando les recuerdo, ponen cara de ofendidos, como si les pidiera vender un riñón.
Lo más gracioso es cómo caminan por la casa ahora. Lentos, con dignidad, mirándome como si fuera una dictadora. Ayer oí a mi hija decirle al perro:
Mira, Canelo, ahora vivimos bajo un régimen. Mamá nos ha instaurado el feudalismo.
Y el perro, al parecer, estuvo de acuerdo, porque suspiró y se acercó más a ella.
Yo, desde la cocina, escuché todo y pensé: “¿Feudalismo? Bueno, vale. Pero al menos es un feudalismo con agua caliente y facturas pagadas”.
¿Sabes qué? A los sesenta años solo quieres una cosa: un poco de paz. No lujos, ni viajes, solo la seguridad de poder comprarte un café sin sentirte culpable. Les he dado toda mi vida tiempo, nervios, energía. Y no me arrepiento. Pero a veces pienso que no han entendido que el amor no es un todo incluido gratis.
Si el mes que viene vuelven a quejarse, estoy preparada. Tengo un plan: imprimiré un contrato de alquiler de verdad, con cláusulas como “limpiar la placa”, “no dejar los platos sucios” y “recoger la ropa del tendedero antes del atardecer”. A ver cómo discuten entonces.
Porque los tiempos de las comidas gratis se acabaron. Y yo, aunque sea jubilada, no estoy indefensa. Tengo una casa, sentido del humor y un perro que siempre está de mi parte.
¿Y sabes qué? Si algún día se van de verdad, los echaré de menos. Pero al menos sabré que los crié para ser independientes.
Mientras tanto, saco la basura yo, veo la tele sin Netflix y sonrío para mis adentros:
“Sí, quizá sea una madre tirana. Pero con la luz pagada”.







