¡Beatriz, hija, pero qué, te has quedado muda? Que ya tenemos los billetes comprados, el tren llega el sábado a las seis de la mañana. No vayas a quedarte dormida, ven a recogernos, que vamos cargados de maletas y, además, Inés viene con los niños, sabes cómo es el taxi hoy en día, carísimo, y tu coche es grande, cabemos todos la voz de la tía Pilar retumbaba en el teléfono como si dirigiera una banda de música, superando incluso el murmullo del agua con la que Beatriz llenaba la bañera.
Beatriz se quedó quieta en medio del recibidor, nuevo, impregnado aún de olor a pintura recién dada y a limpieza. Apenas hacía un mes que tenía las llaves de ese piso. Veinte años de hipoteca, tres años de estricta economía, renunciando a cafés y a cualquier capricho; medio año de obras aprendiendo a enlucir paredes y discutiendo sobre tipos de tarima flotante mejor que cualquier jefe de obra. Aquel era su reino, su paraíso blanco y sufrido, donde cada cosa tenía su sitio, sin una mota de polvo. Había soñado con pasar su primer fin de semana en total silencio, saboreando la soledad y mirando el sol filtrarse por su ventanal.
Espera, tía Pilar Beatriz consiguió por fin reaccionar, cerró la llave de agua y fue a la cocina donde la esperaba media taza de infusión . ¿Qué billetes? ¿Qué tren? No entiendo nada. Yo no he invitado a nadie.
Al otro lado del teléfono cayó un silencio denso, casi espeso. Pilar cogió aire Beatriz casi pudo escuchar ese resoplido de antes de la tempestad.
¿Que no has invitado? Pero, Beatriz, ¿te encuentras bien? Es el cumpleaños de tu tío Emilio, setenta años, ¿no lo recuerdas? Y siempre hemos estado juntos toda la familia. Tu madre me ha dicho que te has comprado un piso enorme, que has dejado de ser una niña. ¿Para qué gastar en hotel? Si tienes un pisazo, lo lógico es que vayamos nosotros: yo, tu tío Antonio, Inés con su marido y los gemelos. Seis en total, nada, nos apañamos, que nosotros somos de pueblo, con unos colchones en el suelo nos basta, no somos quisquillosos.
Beatriz se dejó caer en el taburete alto de cocina, sintiendo cómo le martilleaba la sien. Seis personas. Pilar, que roncaba como un camión y se creía la dueña de las cocinas ajenas. El tío Antonio, que no perdonaba el vino ni el cigarrillo en el balcón (y el de Beatriz estaba integrado en el salón, justo donde colocó su sillón caro). Inés, su prima, que permitía a los gemelos uracanados pintar en las paredes y brincar encima de los sofás. Su marido, Manuel, siempre con gesto de pocos amigos y capaz de arrasar la nevera en media hora.
Tía Pilar dijo por fin Beatriz, con los ojos fijos en el mobiliario marfil recién instalado , no puedo recibiros. Acabo de terminar la obra, ni muebles me han traído todos. No hay sitio donde dormir. Además, tengo trabajo el fin de semana, tengo que terminar un informe.
¡Pero qué cosas dices, por favor! protestó Pilar, indignada . ¿Informe? ¡Pero si sábado y domingo son días libres! Y lo de los muebles nada, te llevamos nuestras mantas y dormimos en el suelo. ¿No vas a acoger ni a tu tía? ¡Que de pequeña te regalé esa muñeca alemana, no te acuerdas!
Ese chantaje con la muñeca Beatriz lo conocía de memoria. Por cierto, la muñeca era de saldo, tuerta y sin una pierna, pero en la leyenda familiar se había transformado en un tesoro.
Tía Pilar, lo comprendo, pero no. El piso está nuevo, no estoy preparada para tener huéspedes. Vais al otro extremo de la ciudad, de aquí al barrio de Emilio son más de hora y media en transporte. Es mejor reservar un apartamento cerca, te busco buenas opciones y os mando enlaces.
¿Pero tú te oyes, hija? gritó la tía, rozando el escándalo . ¡Mira qué estirada! Nos manda enlaces como si fuéramos turistas. Tanto piso nuevo y se le ha subido a la cabeza. Y todo gracias a la familia, no se te olvide
Tía Pilar la interrumpió Beatriz, sintiendo enfriarse el corazón hasta convertirse en una muralla , no son formas. Simplemente no puedo recibiros. Es mi casa, y no quiero visitas. No compréis billetes pensando que aquí dormiréis, porque no os abriré la puerta.
Colgó sin esperar a más improperios. Las manos le temblaban. Sabía que aquello era apenas el aperitivo. Ahora llamará la artillería pesada.
Y así fue: diez minutos después, llamaba su madre.
¿Estás loca, hija? le soltó sin saludo . La Pilar está al borde de un ataque, me llama a gritos. ¿Pero cómo le dices que no venga?
Mamá, no puedo hacerme cargo de una expedición de seis. Este piso es nuevo, tengo las paredes blancas, el parquet caro. ¿Te acuerdas la última vez de los gemelos en casa de la abuela? Le pintaron el gato con betadine y rompieron la televisión, mientras Inés reía diciendo: Así exploran el mundo. No quiero que elijan mi piso como selva para explorar.
¡Pero son familia! argumentó su madre con ese tono de lección de vida . Aguantas un par de días, escondes los jarrones y listo. Así todo queda bien. Porque, de lo contrario, Pilar se encargará de dejarte por los suelos. Me va a dar vergüenza cruzarme con las vecinas.
Pues a mí no replicó Beatriz . ¿Por qué tengo que sacrificar mi bienestar y mis cosas sólo para que Pilar se ahorre doscientos euros en hotel? Tienen dinero para el tren, para los regalos. Y pueden pagarse un alojamiento.
Egoísta suspiró su madre . Eres igual que tu padre, siempre pensando en tu propio descanso. Ya verás, acabarás sola con tus paredes blancas. Nadie te traerá ni un vaso de agua.
Mejor me lo sirvo yo murmuró , que limpiar después de una invasión familiar.
Apagó el móvil.
El resto de la semana vivió de puntillas, esperando el siguiente asalto. Nada. Ni mensajes furiosos de Inés ni llamadas de la tía. Empezó a ilusionarse pensando que habrían entrado en razón y encontrarían piso. O, quién sabe, que incluso desistirían del viaje. Se repetía su mantra: no es no.
El sábado amaneció glorioso. Beatriz por fin durmió de un tirón, preparó su café y se puso su batín favorito. Atravesó el salón inundado por la luz, brillando en los jarrones de cristal. Tranquilidad, orden, armonía. Pensaba pasar el día leyendo, pedir sushi y, tal vez, sumergirse en un baño de espuma por la tarde.
A las nueve sonó el portero automático. Un timbrazo insistente.
Beatriz, sobresaltada, casi derrama el café sobre la moqueta beige. El corazón le dio un vuelco. Se acercó al terminal, sabiendo lo que iba a encontrar. En el pequeño monitor, Pilar roja como un tomate, Antonio con la gorra ladeada, Inés y los niños ya aporreando todos los botones.
¡Bea, abre, que es sorpresa! gritó Pilar a la cámara, notando que se encendía la luz del vídeo . Venimos del tren, empapados, aunque sea déjanos pasar y bebemos un vaso de agua.
Beatriz apoyó la espalda en la pared. Habían venido igual. Ignoraron el no, asumiendo que cara a cara cedería por vergüenza. La táctica de siempre: situar el hecho consumado.
Inspiró hondo, contó hasta cinco, y respondió.
Os dije que no os presentaseis.
¡Ay, deja ya el numerito! se quejó la tía, como quien ahuyenta una mosca . Ya se te pasará el enfado, mujer, no somos extraños. Abre que los peques se hacen pis y no aguantan más. No vas a dejar a familia en la puerta.
Justo en el bar de la esquina hay baño contestó calmada . No pienso abrir.
¿Pero estás de broma? Pilar arrimó la cara tanto a la cámara que la nariz se aplastó en la imagen . ¡Antonio, grábala, que lo vea tu madre! Abre ahora mismo o monto un escándalo, hija, lo digo en serio.
Haz lo que quieras respondió Beatriz . Te recuerdo que os mandé teléfonos de hostales en SMS. Buen día.
Colgó y silenció el portero.
No pasaron ni dos minutos cuando empezaron a golpear la puerta. Algún vecino debió dejarles pasar al portal.
El timbre no paraba, luego llegaron los puñetazos.
¡Bea! ¡Abre ya, esto no tiene vergüenza! gritó Inés . Que mis niños están agotados, ¿te volviste loca o qué?
¡Abre, sinvergüenza! bramó el tío Antonio . Venimos con jamón y aceitunas.
Beatriz temblaba de pies a cabeza, entre el miedo, la vergüenza y la rabia. Una parte de ella quería abrir sólo por acabar con la escena bochornosa. ¿Y los vecinos qué pensarán?, cruzó fugaz por su cabeza. Pero después vio el suelo claro a sus pies. Imaginó a seis personas de botas embarradas, maletas arañando paredes nuevas, olores a colonia barata y vino impregnando el aire. Y el dolor de verse violada en su propia casa.
No.
Se acercó a la puerta y declaró en voz firme:
Voy a llamar a la Policía. Si no os marcháis ya, pongo una denuncia por intento de allanamiento.
Silencio al otro lado.
¡Niña, te va a dar tu madre bien! aulló Pilar . ¡A la tía policía! Que se te caiga la lengua
Cuento hasta tres anunció Beatriz, sacando el móvil.
Mamá, ¡que está loca! Vamos, que llama de verdad se oyó la voz de Inés, dudosa.
Dos.
¡Vete a la porra! rugió Antonio, y se oyó el golpe de una patada en la puerta . ¡Que te pudras en tu piso!
Tres.
Ruidos, forcejeos, llantos de críos, quejas de adultos.
Anda, vámonos chistó Pilar . No vuelvo a pisar esta casa, que lo sepa el barrio.
Los pasos se alejaron, resonando por la escalera. Beatriz pegó el oído, esperando que por fin volviese el silencio. Notó el temblor recorrerle todo el cuerpo.
Se dejó resbalar contra la pared, sentada en el suelo de gres calentito, tapándose el rostro con las manos. Lloró. No por ellos, sino por la tensión monstruosa. Lo había conseguido. Había defendido su única frontera.
El teléfono, lanzado sobre la encimera, no tardó en sonar. Decenas de llamadas perdidas: su madre, la tía Pilar, números de primos, amenazas y reproches en WhatsApp.
Beatriz apagó el móvil, fue a la cocina y bebió agua de un trago. En la calle distinguió a sus familiares cargando maletas en un taxi, bramando, señalando su ventana.
Recordó, de pronto, aquel episodio de cuando era universitaria. Había llegado de prácticas a la ciudad de Pilar, sin beca para residencia ni dinero para compartir piso. Pidió asilo. Pilar entonces le soltó: Hija, estamos de reforma, polvo por todas partes. Además, Inés tiene novio nuevo. Mejor búscate la vida. Aquella noche durmió en un banco de la estación, abrazando la mochila tres días, hasta que una señora mayor la acogió en su casa por hacerle la compra.
Qué curioso, pensó, entonces la sangre no era tan importante para Pilar. Sólo ahora, con Beatriz en su pisazo, la familia resultaba esencial.
No, no me volverán a pisar murmuró Beatriz.
Puso música suave, preparó café y se acomodó en su sillón favorito. El día había quedado rematadamente torcido, pero al menos el piso seguía intacto.
Por la noche, reactivó el teléfono. Le llovieron mensajes:
Tú ya no eres mi sobrina ni mi hija ni mi nada, tecleaba Pilar.
Cómo has podido con mamá, con lo bueno que es su corazón, puso Inés.
Me das vergüenza, era de su madre; dolió más que todos.
Beatriz miró rato largo la pantalla, deseando defenderse, sacar a colación lo de la estación o que todos tenemos derecho a un espacio privado. Comprendió que era inútil. Para ellos, siempre sería un recurso, nada más.
Sólo contestó a su madre: Mamá, te quiero, pero soy adulta y vivo en mi casa según mis normas. Si algún día vienes sola y me avisas, estaré encantada de verte. No admito chantajes. La tía Pilar hace muchos años me dejó sola en una ciudad sin techo. Yo solo equilibré la balanza.
No hubo respuesta.
Pasaron semanas. Nadie la felicitó más en los santos, la eliminaron del chat familiar, ni las primas la saludaban en las fotos. Pero Beatriz notó que respiraba mucho mejor. Ya no compraba regalos absurdos a sobrinos que no la conocían, ni toleraba consejos sobre su matrimonio inexistente ni soportaba las preguntas indiscretas de rigor.
Medio año después, justo en Navidad, llamaron a su puerta. Beatriz miró por la mirilla. Era Inés, sola, ojerosa, deshecha.
Hola dijo la prima, apenas audible . ¿Puedo pasar?
Beatriz dudó un segundo, y se apartó de la entrada.
Adelante. Deja los zapatos en la alfombra.
Inés fue directamente a la cocina, se sentó de puntillas en la silla.
He dejado a Manuel sollozó . Bebía, me insultaba, llegó a pegarme. He llevado los niños con mi madre y yo… no sé dónde ir. Mamá dice que es mi culpa, y Pilar que aguante por el bien de los niños. No puedo más.
La miró con lagrimones.
¿Me dejas quedarme un par de días? Buscaré habitación y trabajaré. Ni molestaré, duermo en el suelo.
Beatriz la observó. De pronto recordó el odio en sus ojos la mañana del portero digital, ¡no tienes vergüenza!… pero también vio a una mujer derrotada.
No hace falta que duermas en el suelo suspiró Beatriz . Saca el sofá cama y ya.
Inés se quedó sin palabras.
¿De verdad me dejas? ¿Después de todo lo que hicimos?
Sí, pero con normas Beatriz sirvió té . Primera: no traigas niños, mi piso no es para críos. Segunda: máximo, una semana. Y tercera: ni una observación sobre mi vida, ni informes a Pilar. Si te pillo, a la calle.
Gracias repetía Inés, llorando . Nos moríamos de envidia, de haber visto que podías salir adelante, comprarte tu casa, vivir a tu manera Y todas nos quedamos atrapadas.
La envidia sólo destruye reflexionó Beatriz . Bebe, yo preparo la cama.
Inés se marchó a los cinco días. Encontró una habitación, empezó a cambiar su vida. Beatriz notó que su prima empezó a cuidarse, buscó trabajo, recortó la relación con la madre y con Pilar. Se llamaban alguna vez, iban al cine.
Pilar jamás perdonó. Pero a Beatriz no le importó. Sentada en su sofá, copa de vino, contemplando las luces de Madrid, supo que mi casa es mi castillo no era una frase bonita: era estrategia de supervivencia. Y que, para estar en paz, a veces no queda otro remedio que dejar el puente levadizo arriba, aunque al otro lado esperen con tu mismo apellido.







