Mis amigas tienen mamás jóvenes y hermosas, y yo me siento diferente…

¡Pues vaya con las madres de mis amigas! Todas jóvenes y guapas, como recién salidas de una revista. Y la mía… bueno, la mía parece más bien mi abuela. Qué rabia, ¿no?

—¡Elena, Elenita! ¡Que ha venido tu abuela a buscarte! —Elena asomó la cabeza al pasillo y frunció el ceño. Allí, apoyada contra la pared, estaba su madre.

—Mamá, pero ¿a qué vienes a recogerme? ¡Que ya puedo ir sola, eh! No soy una niña —protestó Elena, mirando a su madre con cara de pocos amigos.

—Elenilla, pero si ya es de noche. No está bien que una chica vaya sola a estas horas, es peligroso —se justificó su madre.

—¿Noche? ¡Si son las siete! Y además, vivimos a dos pasos. ¡Soy mayor, tengo casi trece años! —La niña agarró la mochila y salió corriendo de la escuela de música.

…Elena vino al mundo cuando sus padres ya habían perdido toda esperanza. El primer aviso de que Sofía estaba embarazada la pilló por sorpresa, justo cuando ella y su marido, Antonio, se disponían a ir a casa de unos amigos.

—Antonio… no me encuentro bien… Me mareo, tengo una debilidad que no veas. A lo mejor es algo que he comido… Voy a echarme un rato. Tú vete sin mí… —Pero él, claro está, no fue.

Se pasó dos días en cama, probando remedios caseros —lavados de estómago, ayuno, infusiones— pero no mejoraba. Al tercer día, Antonio, a pesar de sus débiles protestas, llamó al médico.

El enfermero la auscultó, le dio unos golpecitos en la espalda, le miró la garganta, le tomó la temperatura y le hizo preguntas rarísimas, que a ella le parecieron fuera de lugar. Y la miraba de un modo extraño, como si no se lo tomara en serio. Sofía estuvo a punto de montarle un numerito por su falta de profesionalidad, pero ni siquiera tenía fuerzas…

Al día siguiente, siguiendo el consejo médico, fueron al ginecólogo.

Antonio se quedó en el pasillo, paseando de un lado a otro con paso nervioso. Cuando Sofía salió, le asustó su expresión. Su rostro tenía algo que nunca había visto. Primero sonrió con los labios temblorosos, luego, sin más, se echó a llorar y le tendió un papelillo. Él lo cogió con miedo, esperando leer alguna tragedia…

—Antonio… Antonito… Vamos a tener un bebé —dijo Sofía entre lágrimas, tapándose la cara con las manos. Él la abrazó y se quedó callado, aturdido por la noticia, sin creer lo que escuchaba y temiendo romper la magia del momento.

Tenían cuarenta y dos años. Sofía dio a luz casi a los cuarenta y tres, y en todo el hospital era la más mayor. Las enfermeras, entre ellas, la llamaban “la primeriza de la habitación 8”.

En la fecha prevista, Sofía tuvo a una niña. Para sorpresa de todos, el parto fue rápido y sin complicaciones, más fácil que el de muchas madres jóvenes. La niña nació grande, sana y con unos pulmones de ópera.

De pequeña, Elena no notaba la diferencia entre su madre y la de su amiga Lucía. Una madre era una madre. Pero al crecer —que no era tonta—, la cruda realidad se la soltó un niño en la guardería.

—Mamá, mamá, la madre de Elenita es viejísima y se va a morir pronto. Los viejos se mueren, ¿verdad? —preguntó Jorge, un niño de su clase.

Elena, sin pensarlo dos veces, le dio un golpe en la cabeza con un tentempié de plástico. Menos mal que era de juguete; solo le salió un chichón. Pero la madre de Jorge armó tal escándalo que se oyó en todo el centro.

—¡Tener hijos a su edad! ¡En vez de pensar en la pensión, se ponen a criar! ¡Y claro, ni saben educar! ¡Voy a denunciarlos! ¡Ya verán lo que es bueno! —vociferaba la mujer, secándole los mocos al niño entre sollozos.

En casa, Elena tuvo una charla seria con sus padres, pero a partir de ese día, le pegaba a Jorge y a cualquiera que soltara un comentario parecido. Aunque, en el fondo, sabía que algo de razón tenían, y sin darse cuenta, empezó a avergonzarse de sus padres…

Luego vino el colegio. Las reuniones de padres eran un suplicio. Se imaginaba a la profesora dirigiéndose a sus progenitores y se le encogía el alma. Veía mentalmente a su madre, ruborizada, o a su padre canoso, incómodo… Pero eso también tuvo su lado bueno: nunca dio motivos para queja y sacaba unas notas estupendas.

Claro que sus padres eran maravillosos, ¡los mejores del mundo! Los quería con toda su alma. Pero cómo le habría gustado que su madre se pareciera un poco a la de Marta, que más bien parecía su hermana mayor. O que su padre fuera como el de Pablo, con esos pantalones de cuero geniales y un cochazo aparcado a la puerta del cole.

Pero no. Sus padres no eran jóvenes, ni mucho menos modernos. A su madre le gustaban más los libros que los tacones. Su padre adoraba su viejo Seat 600 y pasaba los fines de semana en el garaje, “dándole los últimos retoques”. Además, era un filósofo: le encantaban las novelas históricas, hablaba de política y hacía un chucrut espectacular.

Elena creció, terminó el instituto y entró en la facultad de medicina. La costumbre de estudiar a conciencia dio sus frutos: se graduó con matrícula y empezó el MIR en un hospital cercano. Le encantaba su trabajo, sobre todo porque su tutor le había contagiado la pasión por la odontología. Su padre, riendo, la llamaba “la generala de los dientes relucientes”.

Un día, mientras asistía al dentista, entró un chico con un dolor de muelas. Resultó que se había partido un diente comiendo nueces. Se puso nervioso al ver a una chica tan mona, pero todo salió bien. Al salir del trabajo, Elena se lo encontró en la puerta.

—¡Hola de nuevo, hada de los empastes! He preguntado a qué hora salías. Espero que no te moleste… —David, que así se llamaba, le tendió un ramo de rosas.

Elena se ruborizó, pero en el fondo le gustaba. Caminaron hacia su casa charlando, y enseguida sintió que lo conocía de toda la vida. Tenían tanto en común… Al llegar, ninguno de los dos quería despedirse.

Empezaron a salir, y al mes David le pidió matrimonio. La presentó a sus padres, gente encantadora: su madre era profesora de infantil y su padre, ingeniero.

Llegó el momento que Elena llevaba años temiendo y esperando: presentar a David a sus padres.

—Mamá, papá… tengo una noticia… Tengo novio, me ha pedido que me case con él… y he dicho que sí. Quiero invitarle el domingo a comer. ¿Os parece bien? —lo soltó de un tirón, temiendo su reacción.

—Elenilla, nunca nos habías dicho que tenías novio… ¿Por qué no nos lo presentaste antes? ¿Y no es demasiado pronto para casarte? —su madre la miraba atónita.

—Sofía, por Dios, tranquilízate. Si no nos lo ha presentado, será por algo. ¿Demasiado pronto? ¡Si nuestra hija va a cumplir veinticuatro! Tú a su edad ya estabas casada conmigo. Elena, no hagas caso a tu madre, ha hablado sin pensar. ¡Claro que puede venir, nos encantará conocerlo! —su padre la abrazó y le dio un beso en la coronilla.

—Elenita, cariño, por supuesto—Claro que puedes traerlo, hija mía, qué alegría tan grande… —Sofía sacó un pañuelo para enjugarse las lágrimas mientras Elena la abrazaba, y así, entre risas y lágrimas, entendió por fin que la verdadera belleza de sus padres no estaba en su juventud perdida, sino en el amor que nunca les había faltado.

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MagistrUm
Mis amigas tienen mamás jóvenes y hermosas, y yo me siento diferente…