—¡Mira en qué te has convertido! —¡Más pareces una bola que una mujer!— exclamó Alejandro con desprecio mientras miraba a su esposa, sintiendo que ya estaba harto de ella y deseando estar lejos de su hogar.
—Cariño, acabo de dar a luz a nuestro hijo. Dame tiempo y recuperaré mi figura— suplicó Lucía, conteniendo las lágrimas.
—Todas las esposas de mis amigos también han tenido hijos y ya están esbeltas. ¡Ni siquiera engordaron tanto durante el embarazo!—
En el fondo, Alejandro sentía desdén por su mujer. No era la compañera que él había soñado: elegante, vibrante, siempre arreglada, incluso en casa.
Frente a él solo había una mujer agotada, con una bata holgada y una expresión de disculpa permanente.
Pero Alba… ¡ella sí era diferente!
Segura de sí misma, atrevida, irresistible.
Siempre lo esperaba, lo amaba con pasión. Y, como toda amante, soñaba con que él dejara a Lucía.
La mano de Alejandro buscó el teléfono en su bolsillo…
—Voy a dar un paseo, de paso compraré pan— mintió.
Ni bien salió, llamó a Alba.
—Hola, gatita. Te echo de menos. No soporto estar en casa. ¿Puedo ir a verte?
—¡Hola! Ven cuando quieras, cariño— respondió ella con una voz seductora.
Alejandro regresó con el pan, frunció el ceño al oír llorar al bebé y le dijo a Lucía que lo habían llamado urgentemente del trabajo.
Como trabajaba por turnos, no fue difícil inventar que un compañero enfermo necesitaba relevo.
Lucía asintió comprensiva e intentó besarlo, pero él, con disimulo, evitó sus labios.
Cuando el niño se durmió, Lucía se quedó sola en el salón, reflexionando sobre las palabras de su marido.
Sí, había cambiado desde la boda. Había descuidado su aspecto, había engordado.
El bebé le ocupaba todo el tiempo, comía a prisas y, a menudo, hasta de madrugada.
Eran las once de la noche.
Intentó llamar a Alejandro, pero su teléfono estaba apagado.
Después de amamantar al pequeño, se fue a dormir.
A la mañana siguiente, Alejandro llegó y, desde la puerta, anunció que se iba de casa. Que amaba a otra mujer y que ya no sentía nada por ella. Pero no abandonaría a su hijo y le pasaría una pensión.
Era difícil describir lo que sintió Lucía en ese momento. Pero no lloró, no suplicó.
Pasó un año…
Muchas cosas cambiaron. El niño creció y empezó la guardería. Lucía encontró trabajo, se apuntó al gimnasio y a natación. Poco a poco, fue perdiendo peso. No estaba delgada, pero su figura se veía más armoniosa.
En el trabajo, un compañero llamado Javier siempre la ayudaba con amabilidad.
Un día, la invitó al cine y después al parque. Empezaron a salir en serio y, seis meses después, se casaron. A Javier no le importaba su silueta; le encantaba su sonrisa cálida, sus ojos brillantes y su personalidad.
Además, aceptó al hijo de Lucía como suyo. Con el tiempo, el niño empezó a llamarle papá.
Un día, Lucía se encontró con una vecina de su antigua casa.
—Lucía, ¿sabes qué? ¡Vi a Alejandro! Se casó con su amante. Acaba de tener un bebé y ha engordado mucho. Ahora siempre se queda tarde en el trabajo— le contó.
A Lucía le dio igual. Hacía tiempo que no pensaba en él. Pagaba la pensión, pero era una miseria, y apenas se interesaba por su hijo. Pero ya no le importaba.
Porque ahora era feliz junto a Javier, quien resultó ser el mejor padre y esposo que podía desear.
La vida le había enseñado que el verdadero amor no se fija en kilos, sino en el corazón.