¡Mira en quién te has convertido! ¡Un bollo, no una mujer!

—¡Mira a quién te pareces! —¡Más bien a un bola que a una mujer!—

Carlos miraba con desprecio a su esposa, sintiendo cómo el cansancio y el rechazo lo invadían, deseando estar lejos de su hogar compartido.

—Cariño, acabo de dar a luz a nuestro hijo. Dame tiempo y volveré a mi peso— contestó Lucía, conteniendo las lágrimas.

—Todas las esposas de mis amigos también han tenido hijos y ya están delgadas. ¡Ni siquiera engordaron tanto durante el embarazo!—

En el fondo, Carlos sentía desdén por ella. No era esa la mujer que quería a su lado: soñaba con alguien vibrante, segura, elegante incluso en casa. Pero frente a él solo veía a una mujer agotada, envuelta en una bata, con mirada culpable.

En cambio, Sofía… ¡Ella era diferente!

Audaz, confiada, hermosa.

Siempre lo esperaba, lo amaba con pasión. Y, como toda amante, anhelaba que él se divorciara de Lucía.

La mano de Carlos se deslizó hacia el teléfono en su bolsillo.

—Voy a dar un paseo, de paso compraré pan— mintió.

En la calle, marcó el número de Sofía al instante.

—¡Hola, gatita! Te extrañé tanto. No soporto estar en casa. ¿Puedo ir a verte?

—¡Hola! Te espero, mmmm— susurró ella, dulcemente.

Carlos regresó con el pan, frunció el ceño ante el llanto del bebé y le dijo a Lucía que lo habían llamado urgentemente del trabajo.

Como trabajaba por turnos, mentir fue fácil: un compañero enfermo necesitaba reemplazo.

Lucía asintió comprensiva e intentó besarlo, pero él esquivó el gesto con disimulo.

El niño se durmió, y ella, sentada en la soledad del salón, reflexionó sobre las palabras de su marido.

Sí, había cambiado desde la boda. Descuidó su aspecto, engordó. El pequeño ocupaba todo su tiempo, comía a deshoras, incluso de madrugada.

El reloj marcaba las 23:00.

Intentó llamar a Carlos, pero su teléfono estaba apagado.

Tras alimentar al bebé, Lucía se fue a dormir.

A la mañana siguiente, Carlos llegó y, desde la puerta, anunció que dejaba la familia. Que amaba a otra, que a ella no. Pero no abandonaría al niño y pasaría una pensión.

Difícil describir el dolor de Lucía en ese instante. Pero se contuvo: no lloró, no suplicó.

Pasó un año…

Mucho ocurrió en ese tiempo. El niño creció y empezó la guardería. Lucía encontró trabajo, se apuntó al gimnasio y a la piscina. Poco a poco, el peso disminuyó. No se convirtió en una modelo, pero su figura se volvió más armoniosa.

En el trabajo, un compañero llamado Javier le tendió la mano con amabilidad.

Una tarde, la invitó al cine y luego al parque. Comenzaron a salir en serio y, seis meses después, se casaron. A Javier no le importaba su físico: admiraba la sonrisa cálida de Lucía, sus ojos brillantes y su carácter noble.

Aceptó a su hijo como propio, y con el tiempo, el pequeño lo llamó “papá”.

Un día, Lucía encontró a una vecina de su antigua casa.

—¿Sabes? Vi a Carlos. Se casó con su amante. ¡Acaba de tener un bebé y ha engordado muchísimo! Ahora él siempre se queda hasta tarde en el trabajo…

A Lucía le dio igual. Hacía años que no lo veía. Pasaba una pensión mínima y apenas se interesaba por su hijo. Pero ya no importaba.

Porque ahora era feliz junto a Javier, quien resultó ser el mejor padre y esposo que pudo desear.

**Moraleja:** El verdadero amor no se mide en kilos ni en apariencias, sino en la bondad y la lealtad. Quien te valore por lo que eres siempre será tu hogar.

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¡Mira en quién te has convertido! ¡Un bollo, no una mujer!