¡Mira, ahí va otra, y ya se marcha al trabajo!, se rió una vecina, con la voz tan baja que parecía un murmullo pero lo suficientemente alta como para que todos la oyeran.
Y ahora la de Pérez todo el día sale elegante, con vestidos, tacones, como sacada de una revista. Seguro tiene a alguien que le mantiene el estilo las palabras rodaban por la escalera del bloque como piedras, golpeando, ensuciando, sin que nadie reflexionara sobre a quién caían.
Las mujeres de la planta baja, con sus batas de casa y pantuflas siempre polvorientas, se agachaban en el buzón sólo para mirarlo mejor cuando la protagonista salía. Se apoyaban en la barandilla, cruzaban los brazos sobre el pecho y afilaban la mirada como cuchillos.
¿La has visto? Otra vez con esos tacones
Sí, pero esos no son tacones de quien vive del salario.
Déjalo, ya nos conocemos seguro hay algún caballero detrás. Así son las jóvenes, ya no saben lo que es la vergüenza y seguían riendo, sacudiendo la cabeza como si fuera señal de sabiduría.
Almudena escuchaba. Una, dos, diez veces. Desde un punto cualquiera, las palabras ya no necesitaban ser gritadas; las leía en las miradas, en cómo le midían los zapatos, el bolso, la peluca, la sonrisa.
La peluca
El único lujazo que nunca hubiese deseado tener.
Hace unos meses su vida se medía en proyectos, citas y sueños. Tenía 29 años, trabajaba en una pequeña oficina en el centro de Madrid y le gustaba lo que hacía. Soñaba con abrir su propia empresa. Llevaba una vida simple, pero era su vida.
Y de repente, el teléfono sonó.
Los análisis no son buenos, hay que venir a hablar.
La palabra cáncer cayó sobre ella como una losa. Rompió su calma, sus planes, su futuro.
En unas semanas, su larga melena, de la que siempre estuvo orgullosa, empezó a perder mechones en el lavabo. Los apretaba entre las manos y lloraba en silencio, como si estuviera perdiendo trozos de sí misma.
Una mañana se miró al espejo y se afeitó el resto del pelo para no ver cómo se iba desvaneciendo poco a poco. Lloró, y después se levantó.
Su madre, con los ojos hinchados de llanto, le compró una peluca.
No te sientas vacía, hija que no te duela tanto mirarte al espejo
Almudena se puso la peluca con las manos temblorosas. Se miró largamente. Ya no era la ella de antes, pero tampoco sólo una enferma. Era una mujer que, desesperada, trataba de aferrarse a la normalidad.
Y entonces decidió:
Si ya tengo que batallar, al menos que cada batalla la enfrente vestida con estilo.
No por los vecinos. No por un él misterioso.
Sino por ella.
Sacó los vestidos del armario, los tacones que guardaba para ocasiones especiales y decretó que cada salida ya fuera al tratamiento o a un simple paseo sería su momento de dignidad.
Si mi cuerpo lucha, mi alma no tiene por qué quedarse en pijama se repetía.
Ese día, mientras las vecinas cotilleaban en la escalera, Almudena bajó despacio, paso a paso. Vestido negro, sencillo. Tacones. Bolso. Peluca impecable. Un labial discreto, pero presente señal de que no se dejaría abatir.
Al pasar junto a ellas, sintió sus miradas como agujas en la nuca.
¡Mira, ahí va otra, y ya se marcha al trabajo!, chasqueó una, tan bajo que parecía susurro, pero lo suficientemente fuerte para que se oiga.
Almudena se detuvo en la escalera. Podía callar, como tantas veces antes. Podía sonreír falsamente y seguir adelante. Pero la enfermedad le había enseñado que la vida es demasiado corta para que la injusticia te pise los talones.
Se volvió hacia ellas, con una sonrisa cansada pero firme.
Sabéis tenéis razón. Tengo un patrocinador. De hecho, tengo varios.
Las mujeres levantaron una ceja.
Las enfermedades, la quimioterapia, las noches sin dormir me patrocinan. Me han enseñado que cada día que puedo volver a poner rímel, ponerme tacones y salir de casa es una victoria. No salgo para que me vean, salgo para verme yo misma, para no perderme en el espejo.
Se hizo silencio.
Esta peluca, por ejemplo dijo, tocándose suavemente el cabello, no es un capricho. Es un escudo. Para poder andar por la calle sin que todos vean la enfermedad antes de verme a mí.
Tragó saliva.
Y sí quizá parezca demasiado arreglada para el gusto de algunos. Pero ¿sabéis qué es curioso? Cuando pasas horas en el hospital, empiezas a valorar las cositas: un labial, un vestido, un zapato. Eso me recuerda que estoy viva. No mantenida, sino viva.
Las vecinas bajaron la mirada. El suelo bajo sus pies parecía, de repente, la cosa más importante del mundo.
La mayor de ellas, con la voz temblorosa, dijo:
Madre no sabíamos
Lo sé respondió Almudena, sencilla. Por eso os lo digo. Nunca sabéis qué historia lleva la persona que juzgáis a primera vista. Tal vez la próxima vez pregunten ¿Estás bien? antes de ¿Con quién sales?. Porque a veces no salimos con nadie salimos solo con la muerte de la mano y tratamos de engañarla un día más.
Sonrió, no victoriosa, sino triste.
Que tengáis un buen día. Que estéis sanas. De todo corazón os lo deseo.
Y siguió bajando las escaleras, cada paso sonando a dignidad, no a desafío.
Al salir frente al bloque, alzó la cabeza. El aire le pareció más frío, pero más limpio. Abrió el móvil y vio un mensaje del médico: Los análisis de hoy están un poco mejor. Seguimos.
En sus labios se dibujó una pequeña pero auténtica sonrisa.
No sabía qué sería mañana, dentro de un mes o dentro de un año. Sólo sabía una cosa: mientras pudiera salir por la puerta con elegancia, seguía luchando.
Y quizá, algún día, las vecinas entenderán que no todas las mujeres arregladas están mantenidas. Algunas sólo se mantienen vivas con su propio coraje.
Hasta entonces, Almudena decidió llevar su peluca, sus vestidos y sus tacones como una corona invisible: no de reina, sino de sobreviviente.
La próxima vez que te apetezca señalar con el dedo, pon la palma sobre el corazón y pregúntate: si fuera mi historia, ¿quiero ser juzgada así?







