Mientras vendemos el piso, quédate una temporada en la residencia de mayores soltó la hija, como quien recomienda un balneario.
Isabel se casó tardísimo, para lo que se estila en estos lares. Para ser sincera, la suerte nunca fue su fuerte y, ya con cuarenta años, la esperanza de encontrar a un hombre decentes andaba más perdida que el Cid en un atasco.
Pero a los cuarenta y cinco apareció Julián, príncipe de saldo y ocasión. Acumulaba ya varios matrimonios y una triada de hijos a quienes, bajo amable recomendación judicial, cedió su único piso.
Así que a Isabel, después de alguna que otra mudanza a pisos de alquiler por Lavapiés, no le quedó otra que arrastrar a su marido al piso de la madre, Doña Carmen Ruiz.
Nada más cruzar la puerta, Julián arrugó el morro como si oliera a cabrales vencido.
Pero esto huele a naftalina, ¡madre mía! gruñó con desprecio . A esta casa le hace falta abrir alguna ventana, o perfumarla con algo nuevo.
Doña Carmen, aunque escuchó el comentario, prefirió hacerse la sueca. Total, ya estaba curada de espanto.
¿Dónde vamos a dormir? suspiró Julián, como si el Barrio de Salamanca le hubiera caído en desgracia.
Isabel se puso manos a la obra por contentar a su nuevo señor, arrastró a su madre aparte y cuchicheó:
Mamá, Julián y yo nos cogemos tu habitación. Tú puedes estar una temporada en la pequeña, ¿no?
En menos de una hora, Doña Carmen fue desahuciada con destreza a la minihabitación que apenas valía para guardar las cortinas de fiesta.
Por supuesto, tuvo que hacer la mudanza ella solitael yerno estaba muy ocupado quejándose de los colores de las paredes.
Y así arrancó para la buena de Carmen una nueva y muy apacible vida al servicio doméstico. Julián era igual de insatisfecho con todo: la comida que si el cocido grasoso, que si la tortilla poco cuajada, la limpiezaque si un polvo por aquí, una pelusa por allá, y el aroma de casa antigua, que, según él, era alergia declarada de urgencia.
No le faltó talento dramático: cada vez que Isabel cruzaba el umbral, tosía como un actor de la Gran Vía.
¡Así no se puede vivir! ¡Algo hay que hacer! exclamó Julián con su habitual mal genio.
Pero no tenemos ni un euro, con qué pagamos otro alquiler protestó Isabel, resignada.
Pues manda a tu madre a donde sea masculló Julián, como si mandara encargar pan . Aquí no hay quien respire.
¿Y dónde la mando yo?
Qué sé yo, ¡búscate la vida! Aunque, entre tú y yo, este piso está ya para vender, buscar uno nuevo y aquí paz y después gloria reflexionó Julián en voz alta . ¡Eso es! Habla con tu madre.
¿Y qué le digo yo, Julián?
Invéntate algo. Si total, el piso será tuyo cuando ella falte. Solo vamos a agilizar el asunto soltó con santa calma.
No sé, me parece feo…
¿A quién aprecias más? ¿Ella o yo? A ti te recogí de cuarentona, y no estaba la cosa para echar cohetes. Si me voy, no encontrarás quién te acepte con esa edad, mi solterona.
Isabel, sabiendo de sobra por dónde iba el marido, fue a ver a su madre a la cámara, que ahora era poco más que una celda monacal.
Mamá, seguro que aquí no estás muy a gusto, ¿verdad? tanteó la hija.
¿Vais a devolverme mi habitación? preguntó Carmen, entre ilusionada y asustada.
Qué va. Tenemos otra idea. Total, ¿me vas a dejar el piso al final, no?
Sí, hija, claro.
Pues mejor no lo demoremos. Así vendemos esto, compramos un pisito nuevo en buena zona.
¿Y si lo reformamos mejor?
Que no, mamá, hay que aspirar alto.
¿Y yo dónde iré? las lágrimas asomaron en la voz temblorosa de Carmen.
Puedes quedarte en una residencia, pero solo hasta comprar la nueva casa. Luego te traemos con nosotros anunció Isabel, como quien reparte vacaciones en Benidorm.
¿De verdad, hija? Carmen se aferró al último clavo.
Claro, cuando todo esté listo, te vienes. Lo firmamos, hacemos la mudanza y en nada estás de vuelta mintió Isabel, apretando la mano de su madre.
Carmen, resignada y con la esperanza por montera, firmó la cesión del piso.
Cuando la operación se cerró, Julián frotándose las manos como si hubiera acertado el cupón de la ONCE, ordenó:
Venga, a empaquetar las cosas de la abuela. Que hoy mismo la llevamos a residencia.
¿Ya? balbuceó Isabel, corroyéndose de culpa.
¿Para qué esperar? Si ni su pensión me sirve para mucho. Da más guerra que beneficio, y tu madre ya ha vivido bastante. Que nos deje respirar, mujer sentenció Julián con aires de jefe de obra.
Pero el piso aún no se ha vendido…
Haz lo que te digo, o te vuelves a quedar sola. Yo no estoy para santos concluyó Julián.
Dos días más tarde, con las maletas y el alma encogida, Isabel y Carmen tomaron un taxi rumbo a la residencia de mayores más cercana de Alcalá de Henares. Durante el trayecto, Carmen fue limpiándose las lágrimas a escondidas, mientras el corazón le presagiaba tormenta.
Julián, por supuesto, no fue. Dijo que se quedaba ventilando la casa. Muy profesional él.
Carmen fue bienvenida en la residencia más rápido que un bocadillo madrileño en fiesta de pueblo. Isabel, entre vergüenza y remordimiento, se despidió a la carrera.
Hija, ¿seguro que vais a venir a por mí, verdad? preguntó Carmen suplicando un futuro con menos naftalina.
Claro, mamá, claro… Isabel miró hacia la ventana.
Pero en el fondo ya sabía que Julián, en su nuevo reino olía menos a nostalgia y más a pintura plástica, nunca permitiría volver a Carmen.
El matrimonio vendió el piso de Doña Carmen a buen precio, se compró otro con vistas (a saber a qué), pero Julián lo puso a su nombre con la excusa de que a Isabel no se le puede fiar ni el DNI.
Un día Isabel tuvo el atrevimiento de mentar a su madre y Julián, ni corto ni perezoso, la despachó así:
Como vuelvas a hablar de la vieja, te vas tú detrás. No quiero saber nada de tu madre en esta casa.
Isabel, por si acaso, se calló para siempre.
Pensó en ir de visita varias veces, pero el simple pensar en los ojos llorosos de su madre le trituraba las ganas.
Carmen, fiel a ese empeño tan español por la paciencia, esperó cinco años todos los días a que su hija la recogiera.
Pero Isabel nunca volvió. Y Carmen, incapaz de soportar el abandono, se fue a reunirse con los ángeles.
Curiosamente, Isabel se enteró del fallecimiento un año más tarde, justo cuando Julián la echó de nuevo a la calle. Fue entonces, y solo entonces, cuando el remordimiento la aplastó como una losa. Decidió dejarlo todo y entrar en un convento a rezar, esperando que la vida, por una vez, se ablandara con los olvidados.







