Mientras ustedes avanzan, yo me alcanzaré.

— Vosotros id ya, que yo luego os alcanzo.
— ¿Dónde estás?
— En la finca. Mamá me pidió que la llevara.

En la finca. El día que tu hijo estrena colegio…

Nuria estaba frente al fregadero, apretando la esponja entre sus dedos. Le temblaban las manos. No por el agua fría, sino por la rabia. En los fogones, la avena burbujeaba, pasándose de cocción; en el dormitorio, la televisión murmuraba; y en su cabeza, las preguntas se sucedían como subtítulos: «¿La finca? ¿Ahora? ¿Por qué?»

…Su marido se había ido temprano. Sin decir adiós. La puerta se cerró de golpe, y la casa volvió a sumirse en el silencio. Nuria pensó que tal vez había salido al coche o que tenía algún recado. El niño ya se había despertado, se frotaba los ojos y, en pijama, se dirigía al baño.

Todo parecía normal. Excepto por una cosa: su padre no volvía.

— ¡Gabriel, ¿estás majara?! — preguntó cuando, por fin, consiguió hablar con él.
— Es que mamá me lo pidió de urgencia — se justificó él. — Vosotros id ya, que yo luego os alcanzo.
— Claro. Urgencia. Justo hoy. A las ocho de la mañana. El primer día de cole — la voz de Nuria era más fría que el iceberg que hundió al Titanic.
— Mira, lo entiendo… Pero ella me lo pidió. Será rápido.

Nuria guardó silencio. Porque si decía algo, la presa de su autocontrol se rompería. Y una escena a primera hora no era lo que un niño de primer curso debía presenciar. En lugar de hablar, colgó.

Que lo llevaran en su conciencia.

— Mamá, ¿dónde está papá? — preguntó el niño, de pie, con su camisa blanca nueva mientras se abrochaba los botones.

Se esforzaba, estaba nervioso, pero no se quejaba.

— La abuela necesitaba ir a la finca. Papá la ha llevado — respondió Nuria, sin edulcorar ni ironías.
— ¿Y luego vendrá? — preguntó el niño con esperanza.
— No lo sé, cariño. Me temo que no.
— ¿Sabía que hoy era mi día especial?

Lo habían hablado toda la semana. Pero el niño no lograba entender el gesto de su padre.

— Lo sabía — susurró Nuria.

El chiquillo bajó la mirada, callado. Se sentó a la mesa y se clavó en el móvil. En el jarrón, el ramo que llevaría al cole. Junto a la puerta, la mochila nueva de coches. Todo estaba listo para la celebración.

Menos la familia.

En la presentación, el niño aguantó el tipo. Ni sonrió ni lloró. Solo apretó más fuerte la mano de su madre mientras los demás niños correteaban, las abuelas sonreían y los padres grababan con sus móviles. Todos parecían estar viviendo el mejor día.

Nuria también le hacía fotos, intentando animarlo. Tenía un nudo en la garganta, pero sonreía por los dos. Quizá incluso por tres. Pero no era suficiente.

Cuando un alumno mayor pasó cargando a una niña con lazos y campana, llegó el primer mensaje de la suegra: «Hazle muchas fotos. Y mándamelas. Quiero verlo». El segundo, quince minutos después: «Dile que Javierito me salude. ¡Estoy con vosotros en espíritu!»

¿«En espíritu»? Nuria apretó los dientes. Lo espiritual es muy cómodo. No exige esfuerzo.

Nuria no contestó. No por miedo al conflicto. Simplemente… no tenía nada que decirle a esa persona.

Tras el acto, fueron a una cafetería, pidieron helados y batidos, luego pasearon por el parque. El plan era otro: papá los llevaría al parque de atracciones. Pero papá estaba en la finca. Con las lechugas, no con su hijo. Hubo que improvisar.

— Mamá, ¿puedo no contestar si llama la abuela? — preguntó el niño cuando el móvil vibró en su mochila.
— Claro — asintió Nuria. — Yo tampoco lo haría.

No le dio explicaciones. No hacían falta. El niño la abrazó fuerte, como si quisiera transmitirle todo su dolor y su rabia.

Algo se petrificó dentro de ella. Así que cuando Gabriel llamó, no descolgó. Tampoco lo hizo su hijo.

Los mensajes fueron cortos.

— Estás siendo infantil. Coge el teléfono. Mamá está dolida — escribió Gabriel.
— Tu hijo también — respondió ella.
— ¿Javier está dolido?
— Sí. Porque hoy era importante para él. Y vosotros elegisteis las verduras. Seguid cavando.

Gabriel apareció pasadas las nueve. Entró en puntillas, como si temiera despertar a alguien o, peor aún, empeorar el ambiente ya tenso. Javier dormía. Nuria estaba en el salón con un libro, pero no leía. No podía concentrarse. Lo sostenía como un escudo contra la indiferencia y sus propios pensamientos.

— ¿Qué tal si mañana hacemos algo? Los tres — propuso Gabriel, sentándose a su lado. — Al cine o a merendar. Que siempre vamos por separado.

Nuria alzó una ceja y lo miró. No se alegró. No asintió. Solo suspiró, cansada.

— ¿Crees que esto es como el trabajo? ¿Que puedes cambiar las fechas? Javier te necesitaba hoy.
— No fue adrede — se frotó la nariz, intentando calmarse. — Mamá me lo pidió de golpe, no podía decir que no. Pensé que sería rápido.
— Ajá. Pero tu «pensé» no le sirve de consuelo. Te esperó. Hasta el final. Hasta que todos se fueron.
— No exageres… — refunfuñó él. — ¿Qué te pasa?

Nuria se rio, seca, sin alegría. Gabriel veía la situación distinta. El mundo seguía girando, nadie salió herido, y ella solo estaba exagerando.

No entendía que, para ella, había sido una traición. O no quería entenderlo.

— Muchas cosas. Pero sobre todo, que no ves lo mucho que le has dolido. Crees que todo se arreglará solo.

Hubo un tiempo en que todo era distinto. Recordaba cuando, durante su embarazo, Gabriel dijo:

— Quiero estar en su vida, no solo presente. Ser un buen padre.

Le enseñó a montar en bici, a hacer aviones de papel, soldados con bellotas. Juntos jugaban a las carreras. Los ojos del niño brillaban, y Gabriel lo miraba como si fuera su razón de ser.

Hasta la abuela horneaba pasteles entonces. Quizá más para sí que para Javier, pero era algo. Al ver al niño, se derretía en cumplidos, aunque siempre con egoísmo: «¡Qué guapo es mi nieto! ¡Sale a mí!».

Las comidas familiares eran ruidosas, espectaculares. Con tartas caseras y ensaladas en moldes bonitos. Pero cuando los invitados se iban, todo se desmoronaba. Solo quedaban suspiros, miradas al techo y reproches: «Podrías haber venido antes a ayudar».

El niño lo sentía. Era pequeño, pero no tonto. Recordaba cuando la abuela prometía recogerlo del cole y lo olvidaba. O cuando su padre faltaba a una función porque «la abuela necesitaba ayuda».

Lo recordaba. Y no preguntaba.

Se cerraba. Y dejaba de esperar. Ahora le pedía los cuentos a su madre. Solo ella sabía que le gustaba Lucía de la clase de al lado o que había peleado con Álvaro. Incluso le llevó la bici con una rueda pinchada, sabiendo que ella no sabía arreglarla. Pero ella resolvía todo.

Menos una cosa: Javier ya no acudía a su padre.

— ¿Quieres que os perdNuria abrazó a su hijo con fuerza, sabiendo que, aunque la familia no era perfecta, tenían el uno al otro, y eso bastaba.

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MagistrUm
Mientras ustedes avanzan, yo me alcanzaré.