En el rellano olía a cocido madrileño y a cable viejo. Ese aroma familiar de la tarde se colaba por las rendijas de las puertas, posándose en los hombros como un recuerdo que se resiste a marcharse. El mismo olor que había cuando Margarita Alonso aún era joven, cuando la casa retumbaba con niños, cacerolas y una vida humilde pero bulliciosa. El aroma de su pasado. De su tiempo. De esa cotidianidad perdida a la que ya no podría volver.
Estaba frente a los buzones, apretando la llave con tal fuerza que parecía abrir algo más que su piso. Sobre su puerta, una bombilla siguía encendida, parpadeando, proyectando una luz azulada en el techo desconchado. Tras esa puerta solo la esperaban paredes, el crujido de un mantel antiguo y su propia respiración, demasiado audible en el silencio.
Antes, la recibía Pedro. Refunfuñaba porque se demoraba, porque la sopa se enfriaba. Pero sus ojos brillaban. Le colgaba el abrigo, ponía la tetera, le tomaba la mano como si cada vez celebrara su regreso. Incluso cuando las piernas apenas le respondían, se levantaba. Porque sabía que recibir al otro es lo esencial.
Tras el funeral, Margarita volvió al mismo piso. Todo seguía en su sitio: fotos enmarcadas, el sillón junto a la ventana, su taza, su delantal. Pero eran solo réplicas. La realidad cálida se había apagado, como si alguien hubiera desenchufado la vida. Solo quedaban formas vacías.
La casa empezó a sentirse enorme. Las paredes parecían retroceder, dejándola sola en ese aire frío que se expandía. Hasta el grifo goteaba más fuerte, más inquietante. Cada noche, al llegar, contenía la respiración… por si acaso volvía a oír: «¿Dónde te metes, Margarita?».
Hoy era especial: cumplía ochenta y cinco. Una edad en la que no esperas sorpresas, pero aún anhelas algo. Una llamada. Una postal. Cualquier señal de vida. Pero el teléfono callaba. Sus amigas se habían ido. La vecina, doña Carmen, se mudó con su hija a Toledo. Su propia hija estaba en México. Hablaban poco, por videollamadas fugaces entre reuniones y clases de los nietos. Y el nieto solo envió un sticker: «Felicidades, abuela», antes de desaparecer en la pantalla.
Abrió la puerta. Pasó junto al espejo sin mirar. En la cocina, todo igual: la taza, la radio, las pastillas, el alféizar vacío donde antes hubo geranios. Encendió la radio. Sonó un bolero antiguo, el mismo que sonaba cuando Pedro le propuso matrimonio en mitad de la verbena. Entonces rió entre lágrimas. Ahora también, pero sola. La garganta se le cerró, no de pena, sino de impotencia.
—Mientras la luz no se apague, sigo aquí —dijo en voz alta, sirviéndose té. Como si Pedro la oyera. Con esa determinación que solo dan los años.
En ese instante, la bombilla sobre la mesa parpadeó. Una vez. Otra. Y se apagó. La cocina quedó a oscuras, en un silencio espeso como aquella noche de su infancia cuando su padre no volvió de la mina y ella se escondía bajo las sábanas, creyendo que así el miedo no la encontraría.
Se acercó a la lámpara. Tocó la pantalla. Caliente, pero muerta. Sin dudar, abrió el cajón. Ahí seguía, en el rincón, la bombilla de repuesto. Pedro siempre decía: «La luz es como el aliento. Mientras haya, seguimos». Sonrió. Subió al taburete, la cambió con manos temblorosas. Un clic, y la luz iluminó de nuevo la cocina. Cálida. Como un roce en el hombro.
Bebió un sorbo. Pensó: «Mientras pueda encenderla, no estoy sola».
Entonces sonó el timbre. El portero automático. Un pellizco en el pecho. ¿Quién a esta hora? Encendió la pantalla. Una joven de unos treinta, gorra de lana roja, mejillas sonrosadas por el frío.
—Buenas noches… Perdone. Soy Laura, del cuarto. Hoy es mi cumpleaños también y… pensé… quizá tomar un té juntas. Traje una tarta. Está torcida, pero es casera.
Margarita observó su rostro. Algo se desanudó en su pecho. Pulsó el botón. El pestillo cedió. Su corazón latió más rápido, no de miedo, sino de esa certeza: algo aún podía suceder.
La bombilla del recibidor parpadeó otra vez. Distinto. Como una señal. Como si Pedro le guiñara un ojo desde algún lugar: «Vive, Margarita. Vive mientras puedas». Y ella sonrió.
Porque mientras haya luz, siempre llega alguien. Y la vida, aunque sea en voces nuevas, sigue su camino.