Mientras ella pagaba, él se alejaba.

Mientras Lucía pagaba las compras, Javier se quedó apartado, como si el acto de cargar las bolsas fuera ajeno a él. Cuando ella comenzó a guardarlas, él salió a la calle sin más. Lucía, al salir del mercado, se acercó a Javier, quien fumaba distraído bajo el farol de la esquina.

—Javier, coge las bolsas —pidió ella, extendiéndole dos grandes paquetes rebosantes de víveres.

Él la miró como si le hubiera pedido cometer un delito, arqueando las cejas con incredulidad.
—¿Y tú qué?

Lucía se quedó paralizada. ¿Qué quería decir con eso? ¿Acaso no era natural que un hombre ayudase? Era absurdo verla arrastrar tanto peso mientras él caminaba liviano, como si no fuera asunto suyo.

—Javier, pesan mucho —murmuró.

—¿Y qué? —repuso él, encogiéndose de hombros.

Notó cómo su irritación crecía, pero por orgullo decidió ignorarla. Echó a andar con paso rápido, seguro de que no podría seguirlo. «¿Desde cuándo soy su mozo? ¿O acaso su criado? ¡Yo soy un hombre, y decido cuándo cargar algo! Que las lleve ella, no se va a morir», rumió amargamente. Hoy, simplemente, le apetecía humillarla un poco.

—¡Javier! ¿Adónde vas? ¡Coge las bolsas! —gritó Lucía tras él, con la voz al borde del llanto.

Sabía que eran pesadas; él mismo había llenado el carrito. No quedaba lejos de casa, apenas cinco minutos, pero cada paso con tanto peso se hacía eterno.

Lucía llegó al portal con los ojos vidriosos, agotada. Se sentó en el banco de piedra, incapaz de subir. Las lágrimas le quemaban, pero no lloró—no era cosa de hacerlo en la calle. Pero el dolor no era solo por el esfuerzo: era la humillación. Él sabía lo que hacía. Antes, en los tiempos del noviazgo, hasta le abría las puertas…

—Hola, cariño —la voz de la vecina la sacó de sus pensamientos.

—Buenas tardes, doña Carmen —respondió con esfuerzo.

Doña Carmen, viuda y amiga de su difunta abuela, vivía un piso más abajo. Desde que Lucía perdió a su abuela, la señora había sido su apoyo. Su madre vivía lejos, ocupada con su nueva familia. Así que, sin dudarlo, decidió regalarle las compras. La pensión de doña Carmen era escasa, y Lucía a veces le llevaba dulces o conservas.

—Venga, doña Carmen, la acompaño —dijo, levantando las bolsas otra vez.

Al llegar al portal de la señora, dejó todo sobre la mesa. Al ver los arenques, el pâté, los melocotones en almíbar y otros lujos que rara vez se permitía, doña Carmen se emocionó tanto que a Lucía le dio vergüenza no hacerlo más seguido.

Al subir a su piso, Javier salió de la cocina, mascando algo.

—¿Y las bolsas? —preguntó, como si nada.

—¿Cuáles? —respondió con frialdad—. ¿Las que me ayudaste a llevar?

—¡Venga, no exageres! —intentó reír él—. ¿Te has enfadado?

—No —dijo ella, serena—. Solo he entendido algo.

Javier se tensó. Esperaba gritos, lágrimas… no esta calma que le helaba la sangre.

—¿Y qué has entendido?

—Que no tengo marido —susurró, antes de añadir—: Creí que me casaba, pero resulta que me uní a un memo.

—No te entiendo —fingió ofenderse.

—¿Qué no entiendes? —lo miró fijamente—. Quiero un hombre a mi lado. Y tú, al parecer, también quieres uno.

Su rostro enrojeció de rabia, pero Lucía ya había entrado en el dormitorio a preparar su maleta.

Él protestó hasta el final. No entendía cómo un detalle tan insignificante podía romper un hogar.

—¡Si siempre hemos estado bien! ¿Qué importa que lleves tú las bolsas? —refunfuñaba mientras ella arrojaba sus cosas en una bolsa.

—Esta bolsa, al menos, espero que la lleves tú —dijo ella sin mirarlo.

Lucía sabía que era solo el principio. Si cedía ahora, cada vez sería peor. Y por eso, sin vacilar, lo echó a la calle.

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MagistrUm
Mientras ella pagaba, él se alejaba.