**Diario de Lucía**
Mientras yo pagaba las compras, Miguel se quedó apartado, como si no fuera con él. Y cuando comencé a meterlas en las bolsas, ni se inmutó, saliendo directamente a la calle. Al salir del supermercado, me acerqué a él, que en ese momento fumaba un cigarrillo.
—Miguel, coge las bolsas— le pedí, extendiéndole dos grandes bolsas llenas de comida.
Él me miró como si le hubiera pedido algo ilegal y, sorprendido, preguntó:
—¿Y tú qué?
Me quedé desconcertada. ¿Qué quería decir con eso? ¿Por qué esa pregunta? Lo normal sería que un hombre ayudara sin pensarlo. Además, no estaba bien que yo cargara con el peso mientras él iba tan tranquilo, como si nada.
—Miguel, pesan mucho— contesté, conteniendo la irritación.
—¿Y qué?— siguió resistiéndose.
Se notaba que yo empezaba a enfadarme, pero él, por orgullo, no quería cargar con ellas. Dio unos pasos rápidos, sabiendo que no podría seguirlo. *”¿’Coge las bolsas’? ¿Acaso soy su mulo? ¿O su criado? ¡Yo soy un hombre y decido qué hago! Que las lleve ella, no se va a morir”*, pensaba Miguel. Hoy parecía tener ganas de humillarme.
—¡Miguel, ¿a dónde vas?! ¡Coge las bolsas!— le grité casi al borde del llanto.
Sabía que pesaban mucho, pues él mismo había metido casi todo en el carrito. A casa solo eran cinco minutos, pero con ese peso, el camino se hacía eterno.
Avancé casi llorando, esperando que volviera, que todo hubiera sido una broma. Pero no. Lo vi alejarse sin mirar atrás. Tuve ganas de soltar las bolsas, pero seguí adelante como en una niebla. Al llegar al portal, me senté en el banco, agotada. Las lágrimas quemaban, pero no las dejé caer—llorar en la calle daba vergüenza. Sin embargo, no podía tragar aquello. No solo me había ofendido, sino que me había humillado. Y lo peor era que lo hizo a propósito. Antes de casarnos, era tan atento…
—Hola, Lucita— la voz de la vecina me sacó de mis pensamientos.
—Hola, tía Carmen— le respondí, forzando una sonrisa.
Carmen, o doña Carmen López, vivía un piso más abajo. Había sido amiga de mi abuela y, desde que ella falleció, era como una segunda familia para mí. Mi madre vivía en otra ciudad con su nueva pareja y más hijos, y de mi padre ni recuerdo. Así que, cuando necesitaba ayuda, doña Carmen siempre estaba ahí.
Sin dudarlo, decidí darle toda la comida. Al menos serviría de algo. Con su pequeña pensión, apenas podía permitirse caprichos.
—Venga, tía Carmen, la acompaño a su casa— dije, levantando de nuevo aquellas bolsas pesadas.
Al llegar, dejé todo en su cocina. Cuando vio las latas de sardinas, el paté, los melocotones en almíbar y otros detalles que le encantaban pero nunca se compraba, se emocionó tanto que hasta yo me sentí culpable por no hacerlo más a menudo. Nos despedimos con un beso y subí a mi piso.
Nada más entrar, Miguel salió de la cocina, mascando algo.
—¿Y las bolsas?— preguntó, como si nada hubiera pasado.
—¿Qué bolsas?— respondí en el mismo tono—. ¿Esas que me ayudaste a llevar?
—¡Venga ya, no seas así!— quiso quitarle importancia—. ¿Es que te has enfadado?
—No— dije con calma—. Solo he sacado conclusiones.
Se le notó la tensión. Esperaba gritos, drama… Pero mi tranquilidad lo inquietó.
—¿Qué conclusiones?
—Que no tengo marido— suspiré—. Creí que me había casado, pero resulta que me emparejé con un imbécil.
—No entiendo— fingió estar ofendido.
—¿Qué no entiendes?— lo miré fijamente—. Quiero un marido que actúe como hombre. Y tú, al parecer, quieres una mujer que haga de hombre— añadí, pensándolo bien—. Entonces, lo que necesitas es un marido.
Su cara se congestionó de rabia, apretando los puños. Pero yo ya no lo vi. Me fui a la habitación a hacer su maleta.
Él se resistió hasta el final. No quería irse, sin entender cómo algo tan “tonto” podía romper un matrimonio.
—¡Si todo iba bien! ¿Qué más da que llevarás las bolsas?— protestaba mientras yo tiraba su ropa en la maleta sin miramientos.
—Espero que, al menos, lleves tú solo tu maleta— dije secamente, sin escucharlo.
Sabía que esto era solo el principio. Si cedía ahora, cada vez sería peor. Así que corté de raíz, cerrando la puerta tras él.