Miedo al Sofocamiento: La Vida Cambiante de mi Nieta en Busca de Refugio

Oye, te voy a contar algo que me está rompiendo el corazón. Mi nieta se está apagando delante de mis ojos. Empieza a odiar a su madre y a su hermana pequeña. Tengo miedo de que tenga que llevármela a vivir conmigo, porque si no, esto va a terminar mal.

Siempre he pensado que una madre debe querer a sus hijos por igual. Sin favoritismos, sin comparaciones, sin condiciones. La infancia no es una competición por cariño. Cuando escuchaba historias de padres que tenían preferencias, pensaba: “A mí esto no me pasará”. Y ahora estoy dentro de una de esas historias. Y no es ajena, es mi familia. Mi hija. Mi nieta. Mi dolor.

Laura siempre fue ambiciosa, exigente y orgullosa. No le interesaban chicos cualquiera, solo los que tenían “futuro” y “buena posición”. Al final, se casó con Javier, un exdeportista que abrió un gimnasio en Valladolid. Nosotros, mi marido y yo, les regalamos un piso de dos habitaciones y les ayudamos a conseguir un buen trabajo a través de amigos. Todo iba como en un cuento: estabilidad, seguridad, un futuro claro.

Un año después, Laura se quedó embarazada, y la familia entera estábamos felices. El embarazo fue fácil, y nació una niña sana: Lucía, así la llamamos, en honor a mi madre. Laura lo hacía todo perfectamente: la amamantaba, la dormía, la sacaba a pasear. Lucía era tranquila, obediente, casi no lloraba, ni siquiera cuando le salían los dientes. Laura era una madre ejemplar. Todos estábamos orgullosos de ella.

Pero seis años después, todo cambió.

Laura se quedó embarazada de nuevo. Desde el principio, fue difícil: presión alta, azúcar, migrañas, náuseas. Pasó seis meses de los nueve en el hospital. El parto fue complicado, cesárea. La recuperación tardó mucho. Y así nació Sofía. Igual de sana que su hermana mayor. Pero a Laura, como si le hubieran cambiado.

Los primeros meses, la abuela de Javier, Carmen, y yo ayudábamos como podíamos. Yo me llevaba más a Lucía a casa para que Laura pudiera centrarse en la bebé. Carmen se quedaba con ellas. Intentábamos no entrometernos, creyendo que ayudábamos. Pero un día, sin querer, escuché a Laura gritarle a Lucía:
— ¡Lárgate de mi vista! ¡Estoy harta de ti!

Al principio pensé que eran los nervios, el cansancio. Pero cada día iba a peor. Laura parecía dejar de ver a Lucía como su hija. Solo como un estorbo. Se irritaba por cualquier cosa: el peinado, la mirada, una pregunta. “Déjame”, “No molestes”, “Ahora no” —esas palabras las escuchaba Lucía todos los días. A veces incluso:
— Si no estuvieras, todo sería más fácil.
Y una vez, bajito pero claro:
— Ojalá no hubieras nacido primero…

Lucía solo tiene siete años. A esa edad, un niño es muy frágil. Pronto empezará primaria y necesita apoyo. Pero en vez de eso, vive en una casa donde solo hay una hija querida: la pequeña, Sofía, regordeta y risueña. Y Lucía… Lucía ya no sonríe.

Ha dejado de jugar. De dibujar. Se queda sentada junto a la ventana o escondida en un rincón con un libro. Pero lo peor son las cosas que me dice, cosas que me hielan la sangre:
— Abuela, ¿por qué nació Sofía? Sin ella todo sería mejor. Si no estuviera, mamá me querría otra vez…

He intentado hablar con Laura. Muchas veces. Suave al principio, luego más firme. Le decía que no se puede tratar así a un niño, que no se puede hacer diferencias, que la mayor también necesita cariño. Pero ella me cortaba:
— Lucía tiene siete años, ya es mayor. Lo tiene todo. No necesita que la abrace o la bese. La pequeña sí.

¡Pero no es verdad! No necesita menos, sino más, porque siente que sobra. Javier ha intentado intervenir. Él quiere a sus dos hijas, pero en Laura algo se ha roto. No escucha. Dice que todos están en su contra. Que “Lucía manipula”, que “todos la compadecen”.

Y la niña adelgaza. Se apaga. Y cada vez repite lo mismo:
— Abuela, ¿puedo vivir contigo?

Y sabes qué, casi me he decidido. Porque esto no puede seguir así. Porque no puedo ver cómo mi nieta se consume por la indiferencia de su propia madre. Si Laura no reacciona, me llevaré a Lucía. Aunque sea por los tribunales. Porque una infancia con este dolor deja una herida que no se cierra. Y yo quiero que mi nieta recuerde algo más que el rechazo. Quiero que en su vida haya amor de verdad. El de su abuela.

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