Mi vida cambió para siempre: mis hijos crecían sin mí, pero un día todo dio un giro inesperado.
A los treinta y dos años, me encontré en una encrucijada. Exteriormente, todo parecía perfecto: una acogedora casa en las afueras de Valladolid, un buen trabajo en el sector bancario, dos hijos maravillosos —David de cinco años y Elisa de tres— y un tercer embarazo, una niña. Pero dentro de mí, se gestaba una tormenta que ya no podía ignorar.
Nací en un pequeño pueblo cerca de Soria, donde mis padres tenían una granja. Mi infancia transcurrió entre campos de trigo, vacas y gallinas, rodeada del aroma del heno y el sonido de los cubos de ordeño. Adoraba estar junto a mis padres, ayudarlos, acariciar los terneros y alimentar los pollitos. Mi padre solía decir: «Catalina será veterinaria, ya verás». Y yo lo creía, hasta que la vida me arrastró por otros caminos.
A los 21 años, me mudé a la ciudad y comencé mi carrera en el sector bancario. Olvidé la ganadería —el mundo de los números, gráficos, clientes y KPI me absorbió rápidamente. Todo parecía correcto, hasta que me di cuenta de que ya no veía a mis hijos. Llegaba a casa a las ocho de la tarde, agotada, con la espalda dolorida y el alma vacía. David ya dormía, Elisa se aferraba a mis manos, rogándome que me quedara al menos cinco minutos… y yo solo ansiaba dormir y desconectar de todo.
Mi segundo marido era amable y atento. Se convirtió en padre para mis hijos, aunque no lo fuera biológicamente. Él se encargaba del hogar, cocinaba, llevaba a los pequeños al colegio, lavaba la ropa e incluso les leía cuentos antes de dormir. Se esforzaba, pero yo veía que también le resultaba difícil. Ambos estábamos como hámsters en una rueda.
Cuando pedí a mi jefe trabajar a tiempo parcial, me lo denegaron. «Eres imprescindible», me dijeron. Pero algo dentro de mí se quebró. Entonces supe que era el momento.
Un día, mientras cepillaba a nuestro perro, un alegre y peludo mastín llamado Max, recordé mi infancia. Cómo soñaba con curar animales, cuánto me encantaban los gatos, cómo llevaba a mis hijos al zoológico siempre que podía. Ese amor por los seres vivos no se había extinguido. Simplemente aguardaba pacientemente su turno. Levanté la mirada y pensé: «Y si…»
Llamé a mi marido:
—Álex, ¿qué te parece si abrimos un hotel para animales?
Hubo un silencio en la otra línea, seguido de una risa cálida:
—He soñado con eso desde hace tiempo, pero no sabía cómo proponértelo.
Estábamos construyendo nuestra casa, y según el proyecto, debía tener dos garajes y un taller para mi esposo. Todo cambió. Rehicimos la distribución: ahora contamos con un acogedor bloque de hotel para mascotas, con compartimentos individuales, calefacción y un área de recreo.
Me ocupé de los documentos, consultas y permisos. Fue un camino largo, lleno de noches en vela y dudas. Pero, medio año después, recibimos a nuestro primer huésped: un gato llamado Bonifacio, cuyo dueño se iba de vacaciones. Y así comenzó un nuevo capítulo.
Renuncié al banco sin mirar atrás. En lugar de la rutina de oficina, pasé a disfrutar de paseos temprano con los perros, el ronroneo de los gatos y las risas de mis hijos en el jardín. Mis hijos volvieron a estar conmigo: desayunábamos juntos por las mañanas, durante el día me ayudaban a cuidar de los animales, y por la noche los arropaba mientras me contaban sus aventuras.
Mi esposo siguió apoyándome —emocional, física y económicamente. Nos convertimos en un verdadero equipo. En casa siempre hay orden, comida fresca en la nevera y paz en el alma.
Nuestro negocio florece. Las personas perciben cuando trabajas con el corazón. Ven cómo sus mascotas se alegran al volver a nosotros. Algunos dicen: «Aquí es como un spa para animales». Y yo sonrío, agradecida por su confianza.
Ahora siento que de nuevo estoy viviendo. Mi familia es feliz. Y no me arrepiento de ningún paso dado. Porque elegir con el corazón siempre es acertado. Aunque requiera valentía.
La vida es impredecible. En algún momento pensé que mi carrera en el banco era mi límite. Y hoy, con orgullo, digo: soy la dueña de un hotel para mascotas. Y una madre que, una vez más, está junto a sus hijos.