“¡Un hombre vive con una menor! ¡Vengan rápido!” así alertaron los vecinos. “¡El vecino de al lado está con una niña! ¡Háganse cargo!” insistieron al llamar a la policía.
Tras casarnos, mi esposa y yo pasamos meses buscando piso hasta que, finalmente, conseguimos uno con una hipoteca. Yo iba solo casi siempre, ocupándome de la reforma y coordinando a los obreros. Mi mujer apenas venía, así que terminé conociendo a los vecinos: un abuelo y su esposa. Como no conocíamos a nadie más, decidimos celebrar nuestra llegada invitándolos a ellos.
En cuanto se sentaron a la mesa y conocieron a mi esposa, su actitud cambió. Su mirada se volvió incómoda, pero ella, con sus besos cariñosos y abrazos, logró distraerme de aquella incomodidad. Se marcharon rápido, y nosotros, demasiado felices, no le dimos mayor importancia.
Al amanecer, los golpes en la puerta nos despertaron. Entonces supe que nuestra nueva vida no empezaba como esperábamos: en el umbral estaba el inspector del barrio, observándome con recelo.
Buenos días, soy el inspector del distrito. Aquí mi identificación. Muéstreme, por favor, el certficado de matrimonio con su “esposa” pidió con tono seco. Desconcertado, busqué el documento entre cajas y pertenencias sin desempacar.
Tras diez minutos, lo encontré y se lo enseñé. El hombre comparó a mi mujer con el papel, arqueó las cejas y dijo: “Gracias por cooperar. Con esto basta”.
Disculpe, ¿qué ha pasado?
Recibimos una denuncia: que aquí vivía un hombre con una menor de dieciséis años.
No pude evitar reírme al entender el malentendido. Mi mujer, en realidad, ¡era un año mayor que yo! Yo tenía veintidós; ella, veintitrés. Era menuda, de rostro aniñado, y sin maquillaje, con una coleta, parecía una colegiala. En cambio, yo, agobiado por los meses de estrés con el piso, con barba sin afeitar y ojeras, parecía un hombre maduro.
Ahora, descansaré bien y me afeitaré, para no verme como el padre de mi querida esposa. Moraleja: las apariencias engañan, pero el amor verdadero no entiende de edades ni canas.







