Mi suegra se muere por una cita y yo me quedo con la nieta
Mi suegra, Carmen López, lleva años viviendo sin marido. El divorcio del padre de mi esposo fue duro, y ella prácticamente crió a su hijo sola. No le faltó atención masculina —es una mujer con carácter y energía—, pero nunca volvió a casarse. Decía que temía que un padrastro hiciera daño a su niño. Con su genio, desde luego, no lo habría permitido. Así que toda su juventud se fue en trabajar y criar a su hijo. Nada de citas: solo pensar en cómo mantenerlo y educarlo bien, sobre todo cuando su ex no le dio ni un euro de manutención.
Y hay que reconocer que lo logró. Por eso le estoy eternamente agradecida. Mi marido es un hombre responsable y cariñoso, y sé que es mérito suyo.
Pero el niño creció, se casó, tuvimos una hija, y Carmen López encontró un nuevo propósito en su nieta. Adora jugar con la pequeña: la lleva al parque, le hace magdalenas, le cuenta cuentos. Podría ser feliz así, pero no… De pronto, su vida dio un giro tan inesperado que aún me cuesta creerlo.
Antes de Navidad, conoció a un hombre. Fue casualidad, en la cola del Corte Inglés de Madrid. Hablaron, intercambiaron números, y empezó todo. Él, Javier Martín, es militar retirado, comandante, también divorciado y vive solo. Según mi suegra, tienen tanto en común que es cosa del destino. A los dos les encantan las películas de Berlanga, pasear por el río Manzanares y leer a los mismos autores. Hasta toman el té igual —sin azúcar y con limón—. ¡Parece un guión de telenovela!
El problema es que Javier no para de invitarla a salir. Y como mi marido y yo trabajamos hasta tarde, la niña casi siempre está con su abuela. ¿Llevar a una niña a una cita romántica? No, claro. Ayer me llamó Carmen con una petición que casi me atraganta el café: “Mari, ¿puedes quedarte con Lucía esta tarde? Es que yo… tengo una citilla, solo un ratito”.
La verdad, me costó no reírme. ¿Una cita? ¿A su edad? Tiene más de cincuenta y va como una adolescente, de paseo con su galán y luego, nada menos, ¡a una exposición de arte moderno! Le propuse: “Que venga Javier a casa, tomáis algo, Lucía está tranquila”. Pero no, mi suegra se empeñó: “No es lo mismo, Mari, tiene que ser una cita de verdad, con paseo, con conversaciones bajo las estrellas”. ¡Como si fuera la protagonista de una novela!
Al final, tuve que pedir salir antes del trabajo. Mi jefe me miró como si estuviera loca, pero me dejó ir. Y ahora me pregunto: esto no va a ser cosa de una vez. Por cómo brillan sus ojos cuando habla de Javier, no va a parar aquí. Ya presiento que tendré que pedir días libres o buscar una guardería para Lucía. Porque parece que la cosa va en serio. Hasta ha soltado que Javier es “un hombre formal”, y que quizá esto termine en boda. ¡Una boda! ¿A su edad?
No digo que no merezca ser feliz. Pero, ¿a esta edad la felicidad está en los hombres? ¿No debería bastarle con sus nietos, los bizcochos y los columpios? ¿O me equivoco? Quizá el amor no entienda de edad, y hasta jubilados pueden encontrar a su media naranja. Pero no me entra en la cabeza: mi suegra, siempre tan seria y práctica, convertida en una chiquilla enamorada.
No quiero herirla. Que lo intente, que sea feliz. Tal vez el destino llama a su puerta cuando menos lo esperaba. Pero no puedo evitar preguntarme: ¿deben las abuelas tener vida amorosa? ¿O su lugar está solo entre niños, lana y telenovelas? ¿Hay sitio para el romance después de los cincuenta?