Mi suegra, mi mejor amiga

—¡No hables así de mi madre! —Javier golpea la mesa con el puño haciendo temblar las tazas—. ¡Se esfuerza por nosotros toda la vida!

—¿Esfuerzo? —Marta gira desde la encimera agitando un cazo—. ¡Tu madre cogió las llaves otra vez y apareció sin avisar! ¡Estaba en bata, sin peinar! ¡Y me da lecciones sobre orden en casa!

—¿Qué te pasa? Antes querías a Elena Rodríguez…

—¡Antes era una ingenua! —La voz de Marta tiembla de rabia—. Creía que me había tocado una suegra maravillosa. ¡Y resulta que vigila mis pasos!

Elena Rodríguez se detiene en el umbral de la cocina mientras oye su nombre. En sus manos lleva una bolsa de empanadillas—recién hechas para alegrarles—. El corazón le duele. ¿De verdad molesta? ¿Marta la odiará así?

—¿Mamá? —Javier se vuelve—. ¿Cuánto llevas ahí?

—Yo… —Elena mira perdida entre su nuera y su hijo—. Traía unas empanadillas. De atún, vuestras favoritas.

Marta vuelve hacia la cocina, hombros tensos. Silencio incómodo y denso.

—Pasa, mamá —Javier acerca una silla—. Tomamos té.

—No, mejor… vuelvo a casa —susurra Elena mientras deja la bolsa—. Ya veo que vengo mal momento.

Da media vuelta y sale rápido, sin mostrar el dolor. Tras ella, voces apagadas de Javier y Marta; no quiere entenderlas.

En casa, Elena toma té frío junto a la ventana. ¿Cómo llegó aquí? Cuando Javier presentó a Marta, le encantó aquella chica tímida y dulce. Parecía sincera entonces: la llamaba “mamá”, consultaba detalles del hogar.

¿Y ahora? ¿Se mete donde no debe? ¿Visita demasiado? Pero viven en el edificio contiguo, solo cruzar el patio. Quiere ver a Dani, su nieto.

El teléfono suena al atardecer. Marta.

—Elena, ¿puedo pasar? Sola…

—Claro, cariño.

Marta llega con ojos rojos y llorosos. Se sienta frente a ella, manos apretadas.

—Quiero disculparme —balbucea—. Por esta mañana… Delante de Javier… Debí contenerme.

—¿Qué te angustia, Marta? —Elena se inclina hacia ella—. Cuéntame.

—Todo se juntó —Marta seca sus ojos—. Hay recortes en el trabajo, no sé si me quedarán. Dani lleva tres semanas enfermo y los médicos no aciertan. Javier… ni ve que estoy agotada. Trabajo, casa, niño… Y llega usted sin aviso, yo desaliñada…

—¡Ay, hija! —Elena se arrima y le rodea los hombros—. ¿Para qué tanto estrés por la limpieza? No soy una extraña, soy familia.

—Esa es la raíz —Marta solloza—. Usted es la ama de casa perfecta: todo ordenado, cocina divina. Yo me siento inútil a su lado.

Elena la mira sorprendida.

—¿Inútil tú? ¡Eres admirable! ¿Una casa? Importa nada con un niño enfermo y trabajo inestable.

—¿De verdad no me juzga? —Marta alza la vista.

—¡Jamás! Yo viví igual cuando Javier era niño. Recuerdo su varicela: fiebre alta, yo sin dormir días. Mi suegra vio platos sin lavar y me sermoneó… Aún duele.

Marta sonríe por primera vez en meses.

—Creí que me criticaría. “Mira cómo vive, la casa desastrosa…”

—¡Por Dios! —Elena niega—. Solo quería ayudar. Cocinar para aliviaros, cuidar a Dani cuando lo necesitéis… Y salió mal.

—No molestas —susurra Marta—. Fui yo la tonta, que exploté.

—Escúchame —Elena va hacia la cocina—. Tomemos té decente, con bizcocho. Cuéntame lo del empleo; quizá resolvamos.

Hablan hasta medianoche. Marta habla del estrés laboral, su miedo por Dani, el cansancio continuo. Elena atiende, asiente, comenta discre
Ahora, compartiendo cada alegría y dificultad, saben que ese lazo especial que han cultivado juntos es más fuerte que cualquier diferencia inicial y las sostiene en todo momento felices.

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Mi suegra, mi mejor amiga