Mi suegra me llamó mala ama de casa y decidí dejar de atenderlos

¡Almudena, niña! ¿Quién corta los pepinos en la ensalada como si fueran ladrillos? ¡Mira, no son cubitos, son piedrecitas! ¿Cómo vas a tragártelos? A los hombres, por cierto, no les faltan los músculos de la mandíbula, necesitan ternura y cuidados Doña Carmen Fernández se plantó sobre la mesa mientras Almudena, a las prisas, terminaba el alioli de la fiesta.

Almudena apretó el mango del cuchillo hasta que las uñas se pusieron blancas. Quedaba media hora para la llegada de los invitados y la suegra, que había llegado dos horas antes para ayudar, no hacía más que pasear por la cocina, mover tarros de especias y comentar cada movimiento de la nuera.

Doña Carmen, es una ensalada mixta. Todo se mezcla. Y a David le gusta sentir los vegetales, no una papilla respondió Almudena con mesura, intentando no alzar la voz.

¡Ay, qué me cuentas de David! Yo lo engendré, lo crié y lo he alimentado durante treinta años. Siempre le ha gustado que todo sea pequeño y ordenadito. Eso le dice sin querer, para no herir. Es un chico delicado, mi educación se nota. Pero ayer llevaba una camisa arrugada, la vi cuando me visitó. Qué vergüenza, Almudena. La esposa tiene que velar porque el marido ande impecable.

Almudena respiró hondo y dejó el cuchillo.

Trabajo hasta las siete de la tarde, Doña Carmen. David llega a las seis. Él también tiene manos y la plancha está a la vista.

Doña Carmen apretó el pecho, donde lucía una gran broche de ámbar.

¡Manos! Los hombres tienen otros deberes. ¡Son el sostén! La comodidad, la limpieza y el orden son deber sagrado de la mujer. ¿No lo gestionas? ¿Tal vez deberías levantarte antes? Yo a mi edad me levantaba a las cinco para freírle a mi marido unos churros antes del turno. ¿Y tú? ¿Vas a meter comida industrial?

Cocino todos los días replicó Almudena. Y ahora, perdón, tengo que sacar la carne del horno.

El almuerzo transcurrió bajo una tensión palpable. David, el marido de Almudena, se quedó clavado en la bandeja, fingiendo no notar el aire cargado. Prefería la estrategia de la avestruz: meter la cabeza en la arena (o en la sopa) y que el conflicto se disipara solo.

Doña Carmen, después de probar el guiso que Almudena había marinado durante veinticuatro horas, frunció el ceño.

Bueno se come. Pero la carne está dura, la has pasado de punto. Y poca sal. David, ¿te paso la sal?

Está bien, mamá, está rico murmuró David con la boca llena.

Rico, dice nunca ha probado nada más dulce que una zanahoria. Y los suelos pasó la vista al laminado. En los rincones hay polvo gris. Ese robot tuyo da vueltas, zumbea, pero ¿para qué? Hay que pasar la fregona a mano, de rodillas, ¡así se consigue una limpieza de verdad! Tú, Almudena, pareces que te importa poco el hogar. Sin alma, todo frío, de gabinete. Eres una mala ama de casa, perdona mi franqueza. Pero, ¿quién más que la madre dirá la verdad?

Almudena dejó el tenedor, sintiendo que algo se rompía dentro. Cinco años de matrimonio, cinco años intentando ser perfecta. Contable principal, compartía la hipoteca con David, y por la noche se convertía en una segunda jornada en la cocina, fregando, horneando, amasando, todo para conseguir al menos una palabra de aprobación. Y la respuesta: mala ama de casa.

Miró a David, que seguía mascando sin levantar la cabeza, como protegiéndola. Él estaba acostumbrado: la madre critica, la esposa se esfuerza más y él solo consume.

Entonces, ¿soy una mala ama de casa? volvió a preguntar Almudena, casi susurrando.

No te ofendas, niña agitó la mano Doña Carmen, sirviéndose más carne pasada. Es un hecho. Hay mujeres caseras y hay modernas, ambiciosas. Tienes polvo en la repisa, lo vi la última vez, me molesta la vista.

De acuerdo asintió Almudena, con una extraña sonrisa serena. Te he escuchado, Doña Carmen. Gracias por la verdad.

Al caer la noche, cuando la suegra se marchó con una caja de pasteles (Me llevo uno por si se echa a perder) David se tiró en el sofá frente al televisor.

Uf, qué día bostezó. Almudena, tráeme un té, ¿vale? Y ese pastel quedó.

Almudena estaba junto a la ventana, mirando la ciudad iluminada.

No, David.

¿Qué, no? ¿El pastel se ha ido? ¿Mamá se lo ha comido todo?

No hay té. Mejor no lo traigo.

David se arqueó curioso.

¿Te has enfadado con tu madre? Vamos, es solo una anciana que se queja por costumbre.

No me he enfadado. He sacado conclusiones. Tu madre dijo que soy una mala ama de casa, que lo hago sin alma, que seco la carne y no veo el polvo. Pensé y decidí: ¿para qué seguir dándote y a mí misma una culpa que no merece la pena? Si no sé llevar la casa a buen nivel, dejaré de intentarlo. No quiero avergonzarme.

David rió, creyendo que era una broma.

Vale, basta ya de quejas. Ven, dame un abrazo.

Almudena no se movió. Cogió un libro y se encerró en el dormitorio, cerrando la puerta con firmeza.

El lunes por la mañana, el despertar de David fue distinto. Ya no olía a café recién hecho ni a tortilla con bacon. La camisa recién planchada y los calcetines en fila ya no estaban. La cocina estaba vacía y fría como el corazón de una ex.

¿Almudena? llamó David a la habitación. ¿Desayuno?

En la nevera hay huevos y embutido. El pan en la panera respondió ella, aplicándose rímel.

Pero siempre cocinas. ¡Voy tarde!

Yo también llego tarde. Y como soy una mala ama de casa, podría estropear los alimentos. Mejor hazlo tú. El hombre es el sostén, puede conseguir su propio desayuno.

David, entre maldiciones, se dirigió a la cocina. El café se derramó, la sartén se quemó por debajo y quedó líquida arriba. Se tragó el sándwich de embutido como si fuera una piedra, se puso la camisa de ayer, que olía a perfume barato, y salió al trabajo hambriento y enfadado.

Al volver a casa, la escena se repitió. David entró esperando cena. Almudena, con una mascarilla de tela, hojeaba una revista.

¿Qué cenamos? preguntó, tropezando con sus zapatillas desordenadas.

Pedí poke de salmón, ya lo he comido contestó ella, la voz ahogada por la mascarilla. No te lo pedí porque quizá no te gustara. En el congelador hay raviolis, de paquete.

¡Raviolis! exclamó él, con el estómago rugiendo. Quiero comida casera, ¡borró!

El borscht es mucho trabajo. Yo, con mi falta de talento, lo estropearía. Los raviolis son fáciles: agua, sal, diez minutos y listo.

David quiso armar una discusión, pero la mirada de Almudena, firme y decidida, lo desinfló. Así que se aventó los raviolis, y después lavó la olla porque ella le había dicho: Lavo mal, dejo marcas, mejor tú.

Pasó la semana y el apartamento empezó a perder su brillo. El polvo que Almudena quitaba cada dos días ahora se revolcaba alegre bajo la luz del sol. El fregadero acumulaba una montaña de platos; David sólo lavaba lo imprescindible, y Almudena usaba una sola taza y plato, que lavaba inmediatamente y guardaba en su propio armario.

En la cesta de la ropa había una montaña de calcetines y camisetas masculinas. Almudena no tenía problemas con la ropa; la llevaba a la lavandería del barrio o la lavaba a mano solo la suya.

David rondaba con una camisa arrugada, enfadado y un poco flaco, a base de bocadillos y fideos instantáneos.

El sábado por la mañana sonó el timbre. Era Doña Carmen, con su inspección semanal, pero sin avisar.

¡Abrid, jovencita! Traigo unos churros, no vaya a ser que os mueráis de hambre soltó, entrando en el recibidor.

Su mirada se posó en la montaña de zapatos al umbral. Luego cruzó la sala y se topó con una capa de polvo sobre el televisor, donde alguien (probablemente David) había escrito con el dedo Lávalo. En la mesa de café había tazas vacías con bolsitas de té secas y una caja de pizza vacía.

¡Madre mía! exclamó, llevándose una mano al pecho. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Estáis enfermos? ¡Esto parece un granero!

Almudena salió del dormitorio con una bata de seda, recién despertada, con un libro bajo el brazo.

Buenos días, Doña Carmen. ¿Granero? Es solo un piso de gente normal, sin empleada doméstica profesional.

¿Sin empleada? ¡Pero si hay antisanidad! David, hijo, ¿cómo vives así?

David salió de la cocina con un bizcocho duro en la mano, su aspecto lamentable: camiseta arrugada y manchas en los pantalones.

Mamá, así es nuestra vida murmuró.

Almudena alzó Doña Carmen la voz. ¡Coge el trapo ahora mismo! ¡Es una vergüenza! Yo misma empiezo la limpieza general y tú me ayudas. ¿Cómo te atreves a dejar a tu marido en esa mugre?

Almudena se sentó en el sillón, cruzó las piernas y abrió el libro.

No, Doña Carmen. No cogeré el trapo. Usted dijo la semana pasada que soy una mala ama de casa, que lo hago mal, que no tengo talento. Acepté su crítica. ¿Para qué seguir haciendo algo en lo que soy inútil? Decidí centrarme en lo que sí sé: trabajar y descansar.

¿Estás bromeando? se quedó sin aliento la suegra. ¡Yo solo quería ayudar!

La educación ha terminado. Me he dado de baja por insuficiencia.

¡David! gritó la madre. Dile algo.

David miró a su esposa, a su madre y a la montaña de platos sucios.

Mamá, ¿qué decir? Tú la has regañado siempre. Ella ha cocinado, limpiado, y tú siempre no es suficiente. No se ofende, solo optimiza.

No me ofendo corrigió Almudena. Optimizo procesos. Si mi labor se valora como cero o negativa, tiene lógica dejar de invertir energía.

Doña Carmen se puso roja.

¿Así que lo llamas optimizar? ¡Entonces yo misma lo haré! Si la nuera no sirve, la madre salva al hijo.

Se quitó el abrigo, agarró un trapo y se lanzó al ataque. Durante tres horas la casa se convirtió en un campo de batalla: fregó, raspó, aspiró, comentando cada mancha.

Almudena, mientras tanto, tomaba café solo para ella y leía. No ofreció ayuda, no se excusó; simplemente observaba.

David intentó ayudar a su madre, pero solo recibió bofetadas: ¡No te metas!; ¡Vete a comer, que traje las albóndigas!.

Al final del día, la vivienda brillaba. Doña Carmen, exhausta, se desplomó en el sofá, con la presión alta.

Necesito agua murmuró.

Almudena le sirvió un vaso y una pastilla.

Gracias, Doña Carmen. De verdad, sin su profesionalismo no lo habría conseguido.

Doña Carmen la miró con odio contenido, pero ya no había energía para discutir.

No lo dejaré pasar susurró. David, debes divorciarte. No te quiere, es una perezosa.

David, mirando por la ventana, estaba lleno de comida (las albóndigas de su madre), la casa relucía, pero una náusea le invadía. Sabía que su madre se iría y él tendría que quedarse con Almudena. Si ella siguiera con su huelga, otra semana sería otro infierno. Y su madre no podía volver a venir a fregar, la edad no lo permitía.

Mamá dijo suavemente , volveré a casa. Llamo a un taxi.

¿Me echas? le brotaron lágrimas a Doña Carmen.

No, solo que descanses. Te lo mereces.

Cuando la puerta se cerró, quedó un silencio inmaculado, como el de una casa recién fregada.

David se acercó a la cocina, donde Almudena preparaba una ensalada.

Almudena empezó, dudoso.

¿Sí?

Creo que ya he aprendido la lección. Tu madre también quizá.

¿Qué lección, David? giró con el cuchillo en la mano. ¿Que se puede vivir una semana en un granero y luego venir la madre y limpiar todo mientras tú ves la tele? Eso no sirve de nada.

No. He comprendido que sin ti me falta. Me acostumbré a la limpieza y a la buena comida, pero no la valoraba. Pensaba que todo aparecía solo.

No aparece solo. Son horas de mi vida que robo al sueño, al ocio, al descanso. Y cuando oigo que soy inútil, no quiero hacer nada.

Hablaré con mi madre dijo David firme. Le diré que no vuelva a criticar tu cocina ni tu limpieza. Si no, dejaremos de invitarla.

Palabras, David. Necesito acciones.

Yo ayudaré, lo juro. ¿Divido tareas? Yo paso la aspiradora, saco la basura y lavo los platos cada noche.

Almudena lo miró escéptica.

¿Los platos? ¿Todas las noches?

Sí. Y los desayunos los preparo yo los fines de semana. Aprenderé a hacer la tortilla que te gusta.

Almudena reflexionó, sopesando sus palabras.

Vale. Un mes de prueba. Si incumples el pacto, vuelvo a la huelga. Y créeme, la segunda vez tu madre no vendrá a fregar, le dolería la espalda.

Trato hecho. ¿Cena hoy? ¿Normal?

Hoy sobran las albóndigas de mamá. Mañana veremos tu conducta.

La siguiente semana fue reveladora. Resultó que el robot aspirador no se limpiaba solo, que los platos se multiplicaban en el fregadero y que los calcetines no debían tirarse a la esquina sino a la cesta.

El miércoles, Doña Carmen llamó:

¿Cómo estáis? ¿Aún llenos de polvo? ¿Quieres que venga el sábado a preparar un buen borscht?

David, frotando la sartén con furia, respondió:

Mamá, no hace falta. Tenemos borscht, lo hizo Almudena. Está delicioso.

Ya veo Sé que su comida es buena dijo Doña Carmen.

¡Mamá! subió David la voz. He dicho que es delicioso. Almudena es una excelente ama de casa. Si vuelves a decirle algo, nos enfadaremos. La quiero, y no me gusta que la ofendan.

Se produjo un silencio pesado. Doña Carmen colgó.

Almudena, que había escuchado la conversación, sonrió desde la puerta. Se acercó, le dio un abrazo por detrás y susurró:

Aún quedan restos de grasa en la manija.

Lo veo, lo veo gruñó David, pero sin enfado. Lo limpiaré ahora. Tú descansa, que has trabajado mucho.

Doña Carmen no llamó durante dos semanas. Luego, tras un tiempo, volvió, queriendo ver a sus nietos y aburrida de la soledad. Entró tranquila, se sentó.

Almudena sirvió pollo al horno con patatas. La piel estaba dorada, el aroma se extendía por el portal.

Doña Carmen tomó un trozo, lo masticó. Almudena notó que la suegra quería comentar demasiado sazonado o poco salado, pero sus labios se detuvieron al ver a David mirándola atentamente.

Está rico dijo Doña Carmen, sin más.

GraciasAsí, con la mesa vacía y el corazón ligero, Almudena sonrió, sabiendo que, por fin, había encontrado su propio rincón de paz en medio del caos familiar.

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Mi suegra me llamó mala ama de casa y decidí dejar de atenderlos