Después de la boda, mi marido y yo disfrutábamos de una vida tranquila y acogedora en nuestro piso de Madrid. Todo iba de maravilla hasta aquella llamada inoportuna.
A las 2:00 de la madrugada, el teléfono sonó. Mi marido, Javier, se despertó antes que yo, cogió el móvil y palideció.
Mamá ¿pasa algo? murmuró.
Ella solo preguntó:
Cariño, ¿estás durmiendo? ¿Todo bien?
Nos pareció extraño, pero pensamos que quizás se sentía mal o tenía insomnio. Hasta me dio un poco de pena.
Pero al día siguiente, otra vez a las 2:00 en punto. La misma llamada, la misma voz en susurros:
Hijo, ¿duermes? Solo quería saber si estás bien.
Empezamos a cabrearnos. No dormíamos, Javier llegaba hecho polvo al trabajo y yo estaba cada vez más irritada.
La tercera noche, propuse apagar los móviles. Pero a las 2:30 llamaron al timbre. Era mi suegra, Carmen, en pijama y descalza, como si nada.
No os cogíais el teléfono y me preocupé dijo, entrando como si tal cosa.
Estaba que echaba chispas, pero Javier, buen hijo hasta en el infierno, intentó mantener la calma.
Así pasó más de una semana. Vivíamos con miedo a que anocheciera. Le rogamos, le suplicamos que parara Nada. Una vez incluso le grité, y ella solo sonrió.
Hasta que descubrimos la razón de aquellas llamadas y se nos heló la sangre.
Una noche, decidimos apagar los móviles de nuevo. Necesitábamos dormir. Estábamos seguros de que Carmen aparecería, pero no lo hizo. Al día siguiente, extrañados y algo aliviados, fuimos a su casa en Vallecas.
Al abrir la puerta, un olor raro nos golpeó. Estaba en el sillón, muerta. El teléfono, apagado, aún en la mano.
El forense dijo que había fallecido hacia las 2:00 de la madrugada.
Y entonces lo entendimos: no hubo llamadas porque ya no podía hacerlas. Tenía miedo de morir sola, lo sentía venir y nosotros, unos desalmados, solo nos quejábamos.
Moraleja: nunca ignores una llamada de tus padres. Podría ser la última.