Tras la boda, mi esposo y yo disfrutábamos de una vida tranquila y acogedora en nuestro piso de Madrid. Todo iba bien hasta una extraña llamada a medianoche.
A las 2:00 de la madrugada, el teléfono sonó. Mi marido se despertó antes que yo, cogió el auricular y palideció.
Mamá ¿estás bien? murmuró.
Ella solo preguntó:
Hijito, ¿estás durmiendo? ¿Todo bien?
Fue raro, pero pensamos que quizá se sentía mal o no podía dormir. Incluso me dio un poco de pena.
Sin embargo, al día siguiente, la llamada se repitió. Otra vez a las 2:00 en punto. Susurraba y hacía la misma pregunta:
Hijito, ¿estás durmiendo? Solo quería saber si estás bien.
Nos enfadamos. Estábamos agotados, sin descansar, y mi esposo no se concentraba en el trabajo. Mi paciencia se agotaba.
La tercera noche, propuse apagar los móviles. Pero a las 2:30 llamaron a la puerta. Era mi suegra. Estaba en pijama, descalza, sin rastro de vergüenza.
No conseguí llamaros y me asusté dijo con calma, entrando.
Yo estaba furiosa. Mi esposo, aunque agobiado, intentaba ser paciente. La quería, aunque sabía que aquello no era normal.
Así pasó más de una semana. Vivíamos con miedo a la noche. Le rogamos que parara, pero fue inútil.
Una vez incluso le grité, pero solo sonrió. Cuando descubrimos la verdad detrás de aquellas llamadas, quedamos horrorizados.
Una noche, decidimos apagar los teléfonos de nuevo. Necesitábamos dormir. Esperábamos que viniera, pero no apareció. Al principio, nos alivió.
Por la mañana, decidimos visitarla. Tal vez estaba enferma o enfadada.
Al abrir la puerta de su casa en Toledo, un olor extraño nos envolvió. Estaba en su sillón, muerta. El móvil, apagado, en su mano.
El forense dijo que había fallecido alrededor de las 2:00.
Entonces lo entendimos: no recibimos llamadas porque ella ya no podía hacerlas. Tenía miedo de morir sola, y nosotros, ciegos de ira, no lo vimos.
Nunca ignores las llamadas de tus padres. Puede ser la última. La soledad es silenciosa, pero su voz es un regalo que algún día dejará de sonar.