Mi suegra insiste en que mi esposa permanezca en casa hasta que nuestro hijo vaya a la escuela

Mi esposa Lucía y yo nos casamos relativamente tarde, ya que ambos teníamos poco más de treinta años. Los primeros tres años de nuestro matrimonio en Ciudad de México fueron casi de ensueño: nos entendíamos a la perfección, y económicamente nos iba de maravilla. Lucía ocupaba un puesto de responsabilidad en una importante empresa del centro, con un salario tan alto que hasta nuestros amigos más cercanos no podían evitar sentir un poco de envidia. Yo, en comparación, ganaba bastante menos, pero nunca me sentí acomplejado por ello. Lucía jamás hizo hincapié en la diferencia de ingresos y yo podía contar libremente con su aporte, sabiendo que formábamos un solo equipo.

Sin embargo, todo cambió de forma drástica con el nacimiento de nuestro hijo, Felipe. Como era de esperarse, Lucía tuvo que tomar su licencia de maternidad, aunque en su empresa la llamaron sin descanso hasta casi el último momento, pidiéndole consejos y solicitando su ayuda con temas urgentes. Solo después de que Felipe llegó al mundo, por fin dejaron de molestarla. Como resultado, nuestros ingresos familiares se redujeron de manera considerable. Es cierto que recibíamos las prestaciones que marca la ley, pero en absoluto podían compararse con las generosas bonificaciones y reconocimientos económicos que Lucía solía obtener de su jefe, el señor Gutiérrez, quien era famoso por su generosidad.

Repentinamente, todo el peso financiero recayó sobre mis hombros. Trabajo todo lo que puedo, asumiendo horas extra y tratando de cubrir cada gasto, pero aun así vamos muy justos, máxime ahora que han surgido varios problemas médicos. Apenas Lucía logró reponerse del parto, Felipe empezó a presentar complicaciones de salud que requirieron atención especializada y costos adicionales. Y cuando pensábamos que al fin estábamos a salvo, Lucía cayó en una profunda depresión. Desde entonces, nos visita con regularidad una psicóloga: una profesional amable y muy capacitada, cuyas sesiones, por supuesto, no son gratuitas.

Siempre había imaginado que Lucía se quedaría con Felipe a lo sumo hasta que él cumpliera dos años, como hacen muchas familias en la actualidad. Después, pensaba, lo llevaríamos a una guardería y ella regresaría a su empleo bien remunerado, devolviendo la estabilidad a nuestras finanzas. Pero cuando abordé el tema con cuidado, Lucía me desconcertó: afirmó que no deseaba llevar tan pronto a Felipe a una guardería, que prefería alargar su permanencia en casa al menos un año más, tal vez incluso un año y medio, para asegurarse de que nuestro hijo fortaleciera su salud. Ni siquiera me había acostumbrado a esa nueva perspectiva cuando hizo su aparición, con todo el dramatismo posible, mi suegra, doña Carla.

El fin de semana pasado, Carla llegó sin previo aviso desde Guadalajara y, con un tono casi teatral e inflexible, nos soltó de golpe:

“¡Una madre debe quedarse con su hijo en casa hasta que entre a la escuela! ¡Es responsabilidad del padre mantener a la familia! ¿Saben cuántas enfermedades y virus circulan hoy en las guarderías? Es virtualmente imposible que un niño se conserve sano en ese lugar. ¿O acaso quieren perjudicar deliberadamente a mi querido nieto?”

La forma en que lo dijo era tan vehemente y cargada de reproche emocional que por un segundo me sentí culpable, como si de veras pretendiera dañarlo a propósito. Desde luego, no es así: amamos a Felipe por encima de todo. Sin embargo, creo que debe haber un punto medio razonable. Casi todos mis compañeros de trabajo y amigos mandan a sus hijos a la guardería, conscientes de que los niños ahí se enferman con más frecuencia, pero también sabiendo que es el espacio donde se relacionan con otros pequeños, aprenden a convivir y se vuelven más independientes. Además, para la madre, es la oportunidad de retomar su vida profesional y no quedar atrapada en un ciclo interminable de cocina, limpieza y pañales.

Pese a todos mis esfuerzos, no logro convencer a Carla de que Lucía debería reincorporarse a su empleo y de que sin guardería eso será casi imposible. Mi suegra se mantiene firme en su postura y nuestras relaciones se han vuelto cada vez más tensas. De cuando en cuando, me echa en cara que mis ingresos no son suficientes para sostener a la familia con la comodidad que ella considera adecuada, y yo, exasperado, le ruego con insistencia que, al menos por el momento, se abstenga de meterse en nuestras decisiones domésticas.

Solo espero sinceramente que nuestro conflicto no alcance un punto de quiebre definitivo. Y lo que nos depare el futuro… solo Dios lo sabe.

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Mi suegra insiste en que mi esposa permanezca en casa hasta que nuestro hijo vaya a la escuela